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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (2 page)

BOOK: El guardián invisible
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—¿Y cree que podría hacerse una estimación basándose únicamente en el grado del rígor mortis?

—Bueno… —titubeó Jonan.

—No, rotundamente —aseveró San Martín—. El grado de rigidez puede variar debido al estado muscular del fallecido, la temperatura de la habitación o exterior, como en este caso, temperaturas extremas que pueden hacer parecer que hay rígor mortis, por ejemplo en el caso de cadáveres expuestos a altas temperatura o que sufran espasmo cadavérico, ¿sabe lo que es?

—Creo que se llama así cuando en el momento de la muerte los músculos de las extremidades se tensan de tal modo que sería difícil arrebatarles cualquier objeto que sujetasen en ese preciso instante.

—Así es, por lo tanto recae una gran responsabilidad sobre el patólogo forense. No debe establecerse la data sin tener en cuenta estos aspectos y, por supuesto, las hipóstasis… La lividez post mórtem, para que me entienda. Habrá visto esas series americanas en las que el forense se arrodilla junto al cuerpo y al cabo de dos minutos está estableciendo la hora de la muerte —dijo alzando teatralmente una ceja—. Pues deje que le diga que es mentira. El análisis de la cantidad de potasio en el líquido del ojo ha supuesto un gran avance, pero sólo podré establecer la hora con mayor precisión después de la autopsia. Ahora y con lo que tengo aquí puedo decirle: trece años, mujer. Por la temperatura del hígado yo diría que lleva muerta dos horas. Todavía no hay rigor —afirmó palpando de nuevo la mandíbula de la niña.

—Concuerda bastante con la llamada que hizo a casa y la denuncia de los padres. Sí, dos horas escasas.

Amaia esperó a que se incorporase y le sustituyó arrodillándose junto a la chica. No se le escapó la mirada de alivio de Jonan al verse libre del escrutinio del forense. Los ojos mirando al infinito y la boca entreabierta en un gesto que parecía de sorpresa, o quizás un último intento por tomar aire, le daban a su rostro un aire de asombro infantil, como el de una niña en su cumpleaños. Toda la ropa aparecía rasgada en cortes limpios desde el cuello hasta las ingles y se encontraba separada a ambos lados como el envoltorio de un regalo macabro. La suave brisa proveniente del río movió un poco el flequillo recto de la chica y hasta Amaia se elevó un aroma a champú mezclado con otro más acre de tabaco. Amaia se preguntó si fumaría.

—Huele a tabaco. ¿Sabéis si llevaba bolso?

—Sí, lo llevaba. Aún no ha aparecido, pero tengo gente rastreando la zona hasta un kilómetro más abajo —dijo el inspector Montes extendiendo el brazo en dirección al río.

—Preguntad a sus amigas dónde estuvieron y con quién.

—En cuanto amanezca, jefa —dijo Jonan tocando su reloj—. Sus amigas serán crías de trece años, estarán durmiendo.

Observó las manos colocadas a los lados del cuerpo. Aparecían blancas, impolutas y con las palmas vueltas hacia arriba.

—¿Os habéis fijado en la postura de las manos? Han sido colocadas así.

—Estoy de acuerdo —dijo Montes, que permanecía en pie junto a Jonan.

—Que las fotografíen, y preservadlas cuanto antes. Puede que intentara defenderse. Aunque las uñas y las manos se ven bastante limpias, quizá tengamos suerte —dijo dirigiéndose al agente de la científica. El forense se inclinó de nuevo sobre la niña, frente a Amaia.

—Habrá que esperar a la autopsia, pero yo apuntaría a la asfixia como causa de la muerte, y dada la fuerza con que la cuerda se hundió en la carne, diría que fue muy rápido. Los cortes que aparecen por el cuerpo son superficiales y estaban destinados únicamente a rasgar la ropa. Fueron realizados con un objeto muy afilado, una cuchilla, un cúter o un bisturí. Eso te lo diré más tarde, pero cuando los hizo la chica ya estaba muerta. Apenas hay sangre.

—¿Y lo del pubis? —intervino Montes.

—Creo que utilizó el mismo objeto cortante para rasurar el vello púbico.

—¿Quizá para llevarse una parte como trofeo, jefa? —apuntó Jonan.

—No, no lo creo. Mira el modo en que lo ha arrojado a los lados del cuerpo —indicó Amaia señalando varios montoncitos de fina pelusa—. Más bien parece que deseaba eliminarlo, para sustituirlo por esto —dijo señalando un pastelito dorado y untuoso que había sido colocado sobre el pubis lampiño de la chica.

—Menudo cabronazo. ¿Por qué tienen que hacer estas cosas? No tenía bastante con matar a una cría que tenía que poner eso ahí. ¿Qué puede pasar por la mente de alguien que hace algo así? —exclamó Jonan con gesto de hastío.

—Ése es tu trabajo, chaval, adivinar qué piensa ese cerdo —dijo Montes acercándose al doctor San Martín.

—¿La violó?

—Diría que no, aunque no puedo estar seguro hasta que la examine más a fondo. La puesta en escena tiene un marcado aspecto sexual… Rasgar la ropa, dejar el pecho al aire, rasurar el pubis… Y lo del pastelillo… Parece una mantecada, o…

—Es un
txatxingorri
—intervino Amaia—. Es un pastel típico de esta zona, aunque éste es más pequeño que los que suelo ver. Pero es un
txatxingorri
, sin duda. Manteca, harina, huevos, azúcar, levadura y chicharrones fritos para hacer una torta, una receta ancestral. Jonan, que lo metan en una bolsa y, por favor —dijo Amaia dirigiéndose a todos—, lo del pastel que no salga de aquí, de momento esta información es reservada.

Todos asintieron.

—Aquí ya hemos terminado. San Martín, es suya. Nos vemos en Medicina Legal.

Amaia se incorporó y dedicó una última mirada a la chica antes de ascender la ladera hasta su coche.

2

Para esa mañana el inspector Montes había elegido una vistosa corbata de seda morada, sin duda muy cara, que lucía sobre una camisa lila; el efecto era elegante pero con un tufillo a poli de Miami que resultaba chocante. Lo mismo debieron de pensar los policías que subían con ellos en el ascensor. A Amaia no se le escapó el gesto pomposo que uno de ellos hizo al otro al salir. Miró a Montes, pues era probable que él también se hubiera dado cuenta; sin embargo, repasaba los apuntes de su PDA envuelto en una nube de perfume de Armani y ajeno en apariencia al efecto que causaba.

La puerta de la sala de reuniones estaba cerrada, pero antes de que pudiera tocar la manilla, un policía de uniforme abrió desde dentro como si hubiera estado apostado allí mismo esperando su llegada. Se hizo a un lado dejándoles ver una sala de juntas amplia y luminosa en la que la inspectora Salazar encontró más gente de la que esperaba. El comisario se sentaba a la cabecera y a su derecha dos sitios permanecían vacíos. Les indicó que se acercaran y mientras avanzaban por la sala fue haciendo las presentaciones.

—Inspectora Salazar, inspector Montes, ya conocen al inspector Rodríguez, de la científica, y al doctor San Martín. El subinspector Aguirre, de drogas, el subinspector Zabalza y el inspector Iriarte, de la comisaría de Elizondo. Casualmente ellos no se encontraban ayer en Elizondo cuando se halló el cadáver.

Amaia les tendió la mano y saludó con un gesto a los que ya conocía.

—Inspectora Salazar, inspector Montes, les he reunido aquí porque tengo la sospecha de que el caso de Ainhoa Elizasu va a traer más cola de la que cabría esperar —dijo el comisario mientras se volvía a sentar y les indicaba que lo hicieran ellos también—. Esta mañana el inspector Iriarte se ha puesto en contacto con nosotros para hacernos unas revelaciones que quizá puedan ser de importancia para la evolución del caso que les ocupa.

El inspector Iriarte se inclinó hacia delante poniendo sobre la mesa un par de manazas dignas de un
aizkolari
.

—Hace un mes, exactamente el cinco de enero —dijo consultando sus notas en una pequeña agenda de tapas negras de cuero que casi resultaba invisible entre sus manos—, un pastor de Elizondo que llevaba a sus ovejas a beber al río halló el cadáver de una chica, Carla Huarte, de diecisiete años. Desapareció la noche de fin de año después de estar en la discoteca Cras Test de Elizondo con sus amigos y su novio. Hacia las cuatro de la mañana salió con él y tres cuartos de hora más tarde regresó el chico solo; le dijo a un amigo que habían discutido y que ella se había bajado del coche enfadada y se había ido andando. El amigo le convenció para ir a buscarla, volvieron una hora más tarde pero no encontraron ni rastro de la chica. Dicen que no les preocupó demasiado, porque la zona estaba muy frecuentada por parejitas y porreros; además, la chica era muy popular, así que supusieron que alguien la había recogido. En el coche del novio hallamos cabellos de la chica y una tira de sujetador de las de silicona.

Iriarte tomó aire y miró a Montes y a Amaia antes de proseguir:

—Y aquí viene la parte que puede interesarles. Carla apareció en una zona a unos dos kilómetros del lugar donde hallaron a Ainhoa Elizasu. Estrangulada con un cordel de embalar, la ropa rasgada de arriba abajo.

Amaia miró a Montes alarmada.

—Recuerdo ese caso de leerlo en la prensa. ¿Tenía el pubis rasurado? —preguntó.

Iriarte miró al subinspector Zabalza, que respondió:

—Lo cierto es que no tenía pubis, toda esa zona aparecía arrancada a mordiscos de lo que parecían ser animales; en el informe de la autopsia aparecen documentadas dentelladas de al menos tres tipos de animales y algunos pelos que corresponden a un jabalí, un zorro y lo que podría ser un oso.

—¡Por Dios! ¿Un oso? —exclamó Amaia sonriendo incrédula.

—No estamos seguros, mandamos los moldes al Instituto de Estudios Plantígrados del Pirineo y aún no hemos obtenido respuesta, pero…

—¿Y el pastelillo?

—No había pastelillo… Aunque quizá sí lo hubo. Eso explicaría los mordiscos en la zona púbica, pues los animales se sentirían muy atraídos por un aroma dulce y desconocido.

—¿Tenía mordiscos en más lugares del cuerpo?

—No, no había más mordiscos, aunque sí marcas de pezuñas.

—¿Y restos de vello púbico arrojados cerca del cadáver? —inquirió Amaia.

—Tampoco, pero deben tener en cuenta que el cadáver de Carla Huarte estaba parcialmente sumergido en el río, desde los tobillos hasta las nalgas, y que en los días posteriores a su desaparición llovió torrencialmente. Si hubo algo, el agua se lo llevó.

—¿No le llamó eso la atención ayer cuando examinó a la niña? —preguntó Amaia dirigiéndose al forense.

—Desde luego —afirmó San Martín—, pero la cosa no está tan clara, son sólo similitudes. ¿Sabe cuántos cadáveres veo al cabo del año? En muchos casos hay elementos comunes sin que tengan ninguna conexión. De cualquier modo, sí que llamó mi atención, pero antes de decir nada tenía que consultar mis notas de la autopsia. En el caso de Carla, todo apuntaba a una agresión sexual por parte del novio. La chica iba hasta arriba de drogas y alcohol, tenía varios chupones en el cuello y la marca de un mordisco en un pecho que se correspondía con la dentadura del novio; además, hallamos restos de piel del sospechoso bajo sus uñas, y se correspondía con un profundo arañazo que él tenía en el cuello.

—¿Había semen?

—No.

—¿Qué dijo el chico? Por cierto, ¿cómo se llama? —preguntó Montes.

—Se llama Miguel Ángel de Andrés. Y dijo que había tomado coca y éxtasis además de alcohol —Aguirre sonrió—, y me inclino a creerle. Le detuvimos el día de Reyes y también iba hasta arriba, dio positivo para cuatro tipos de droga, incluida cocaína.

—¿Dónde está esa joya ahora? —preguntó Amaia.

—En la cárcel de Pamplona, en espera de juicio acusado de agresión sexual y homicidio, sin fianza… Tenía antecedentes por el tema de las drogas —dijo Aguirre.

—Inspectores, creo que se impone una visita a la cárcel para interrogar de nuevo a Miguel Ángel de Andrés. Quizá no mintió cuando dijo que no había matado a la chica.

—Doctor San Martín, ¿puede facilitarnos el informe de la autopsia de Carla Huarte? —preguntó Montes.

—Desde luego.

—Nos interesan sobre todo las fotografías que se tomaron en el escenario.

—Se las facilitaré cuanto antes.

—Y no estaría de más volver a inspeccionar la ropa que llevaba la chica, ahora ya sabemos qué buscar —apuntó Amaia.

—El inspector Iriarte y el subinspector Zabalza llevaron este caso en la comisaría de Elizondo. Inspectora Salazar —intervino el comisario—, usted es de allí, ¿verdad?

Amaia asintió.

—Ellos les prestarán toda la ayuda que necesiten —dijo el comisario poniéndose en pie y dando por finalizada la reunión.

3

El chico que tenía enfrente se sentaba ligeramente encorvado, como si soportase un gran peso sobre su espalda, las manos colgando laxas sobre las rodillas, la piel del rostro transparentaba cientos de diminutas venas rosadas, y profundas ojeras circundaban sus ojos. Nada que ver con la foto que Amaia recordaba haber visto en la prensa un mes antes, en la que posaba junto a su coche con gesto desafiante. Toda la seguridad, la pose de machito engreído e incluso parte de su juventud parecían haberse esfumado. Cuando Amaia y Jonan Etxaide entraron en la sala de interrogatorios, el chico miraba a un punto en el vacío del que le costó regresar.

—Hola, Miguel Ángel.

Él no contestó. Suspiró y los miró en silencio.

—Soy la inspectora Salazar, y él —dijo señalando a Jonan— es el subinspector Etxaide. Queremos hablar contigo sobre Carla Huarte.

Él levantó la cabeza y como si fuera presa de un enorme cansancio susurró:

—No tengo nada que decir, todo lo que podía decirles ya está en mi declaración… No hay más, es la verdad, no hay más, yo no la maté y ya está, no hay más, déjenme en paz y hablen con mi abogado.

Bajó de nuevo la cabeza y concentró toda su atención en mirarse las manos, secas y pálidas.

—Bueno —suspiró Amaia—, ya veo que no hemos comenzado con buen pie. Probemos otra vez. No creo que mataras a Carla.

Miguel Ángel levantó la mirada, esta vez sorprendido.

—Creo que estaba viva cuando te fuiste de allí, y creo que alguien se acercó entonces a ella y la mató.

—Eso… —dijo Miguel Ángel balbuceando—. Eso es lo que tuvo que pasar. —Gruesas lágrimas rodaron por su rostro mientras comenzaba a temblar—. Eso, eso tuvo que pasar, porque yo no la maté, créame, por favor, yo no la maté.

—Te creo —dijo Amaia deslizando un paquete de pañuelos de papel sobre la superficie de la mesa—. Te creo y voy a ayudarte a salir de aquí.

El chico entrelazó los dedos en signo de ruego.

—Por favor, por favor —musitaba.

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