El Guardiamarina Bolitho (26 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: El Guardiamarina Bolitho
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—Seguramente nada, señor Pyke. Pero no tenemos otra opción.

Iniciaron el descenso hacia la playa. La noche parecía más silenciosa que nunca. Todos contenían la respiración y hacían el mínimo ruido posible.

—¿Cuándo amanecerá?

—Demasiado tarde para ayudarnos —respondió Pyke echándole una mirada furiosa.

Bolitho buscó a tientas su pistola y se preguntó si dispararía. Pyke adivinó sus pensamientos. Era de locos esperar que, con la luz del día, alcanzasen a ver el cúter y éste se acercase para ayudarles.

Pensó en su hermano Hugh. ¿Qué haría él en aquellas circunstancias? Sin duda maquinaría un plan.

—Necesitaré dos hombres —explicó en voz queda—. Nos ocuparemos de romper las linternas. Usted, señor Pyke, con el resto de los hombres, atacará antes por la ladera y creará distracción.

Sí, su hermano pondría a punto un plan parecido a ése.

Pyke se plantó ante él.

—¡Ni siquiera conoce usted esta playa! No tiene ni un lugar donde cubrirse. Antes de que consiga usted avanzar dos pasos ya le habrán derribado.

Bolitho esperó. Sentía sobre la piel la tela de la camisa húmeda. Dentro de un rato aún estaría más fría. Y él quizá muerto.

Pyke, que percibía su desánimo, también apreciaba su determinación ante lo imposible.

—Babbage y Trillo son los mejores —concedió de pronto—. Conocen el lugar. Pero no hay ninguna razón para enviarles a la muerte.

El denominado Babbage desenvainó su pesado machete y resiguió su filo con la yema del pulgar. El otro seleccionado, Trillo, un marinero menudo y correoso, iba armado con una amenazadora hacha de abordaje.

Ambos se apartaron de sus compañeros y se colocaron firmes junto al guardiamarina. Estaban habituados a obedecer órdenes. Lo suyo era seguir a sus superiores sin protestar.

Bolitho miró a Pyke.

—Gracias —dijo simplemente.

—¡Huh!

Pyke se dirigió a los otros:

—Síganme por aquí.

Y luego a Bolitho:

—Haré lo que pueda.

Bolitho se encasquetó fuertemente el sombrero. Empuñó el sable con una mano, la pistola con la otra, y avanzó alejándose de las rocas hasta pisar la húmeda arena.

Notaba la presencia de los dos marineros tras sus pasos. Los latidos de su corazón, palpitando a toda prisa bajo las costillas, sofocaban por completo cualquier otro sonido.

Pronto divisó la luz más próxima, colocada sobre una silueta sombreada en forma de caballo. Más allá, sobre la playa, andaba despacio otro animal con una linterna amarrada a una estaca montada en su lomo.

Parecía increíble que un truco tan burdo pudiese engañar a nadie; pero Bolitho sabía, por experiencia en el mar, que los vigías de cualquier buque a menudo veían lo que deseaban ver y no la realidad.

Junto a la espuma que levantaban las olas en la orilla, adivinó varias siluetas en movimiento. Eran los raqueros. Su corazón se encogió. Contaba entre veinte y treinta.

El eco trajo los estallidos del fuego de pistolas disparadas en la playa: Pyke y sus hombres habían iniciado su ataque. En la playa sonaron gritos de sorpresa; un arma cayó sobre las rocas con un acusado choque metálico.

—¡Ahora! —ordenó Bolitho—. ¡Tan rápido como podamos!

Saltó hacia el primer caballo y arrancó la linterna que colgaba de su estaca. La luz cayó, aún prendida, sobre la arena mojada. El caballo amagó hacia atrás, soltando coces con el pánico que le causaban el ruido de los tiros y el silbido de las balas.

Más allá, los hombres del
Avenger
avanzaban gritando como locos. El marinero Babbage embistió con su machete una figura que se le lanzaba encima, y luego corrió a desmontar la segunda linterna.

Una voz resonó en la oscuridad:

—¡Disparad contra esos condenados!

Alguien más soltó un grito de dolor, alcanzado sin duda por una bala perdida.

Surgían formas y figuras humanas de todos los costados. Su avance, sin embargo, era lento: el fuego de pistolas producido en la ladera por Pyke les confundía y asustaba.

Un hombre avanzó a cuerpo descubierto. Bolitho disparó y vio su cara deformada por el dolor; el impacto de la bala le tumbó de espaldas sobre la playa.

Pronto los defensores se dieron cuenta de que sólo eran tres sus atacantes, y avanzaron con más valentía.

Bolitho cruzó su sable con uno de ellos; Babbage se enfrentaba con dos hombres a la vez, golpeando con su enorme machete a diestra y siniestra.

Bolitho, concentrado en la furia de su adversario, tuvo aún un momento para oír el grito frenético de Trillo. Varias armas cortantes le habían alcanzado al mismo tiempo.

—¡Malditos los ojos! —El hombre jadeaba con los dientes prietos—. ¡Muérete de una vez, condenado recaudador!

El grito enemigo produjo en Bolitho una nueva oleada de furia y sorpresa. Había ya aceptado lo inevitable de la muerte, pero para él una cosa era morir, y otra ser tomado por un agente cobrador de impuestos. Era el insulto definitivo.

La memoria le trajo con claridad escenas de cuando su padre le enseñaba a defenderse. Haciendo pivotar con fuerza su muñeca logró arrancar el sable de la mano de su adversario. Luego se abalanzó sobre él y, apuntando la hoja, la cruzó de un golpe violento entre cuello y hombro.

Un momento después algo fuerte y pesado golpeó su cabeza y le hizo caer de rodillas. Le costaba percatarse de que Babbage le cubría con sus golpes de sable. La hoja revoloteaba silbando en el aire igual que una flecha.

Su mente iba perdiendo claridad. La piel de su mejilla se arrastró por la arena. Había caído tumbado, exponiendo su cuerpo a los golpes de las armas enemigas.

Ya faltaba poco. Oía el galope de los caballos, y el grito de los hombres filtrado por la niebla que invadía su cerebro.

Antes de perder el sentido, su última idea fue: que no me vea así mi madre.

5
EL CEBO

Bolitho abrió los ojos con dificultad, al tiempo que un gruñido de dolor salía de su garganta. Era todo su cuerpo el que se quejaba, y el quejido parecía extenderse a todas sus vísceras después de surgir de las plantas de los pies.

Se esforzó por recordar lo ocurrido. Cuanto más las imágenes de la lucha volvían a su mente, y más notaba el dolor en su cráneo herido, menos comprendía lo que veía a su alrededor.

Se hallaba tumbado sobre una gruesa alfombra, vestido aún con su uniforme cubierto de sangre y tierra. Ante él chisporroteaba un gran fuego de troncos que repartía un enorme calor; su uniforme, empapado de agua, expulsaba vapor humeante y parecía querer arder.

Alguien se inclinó de rodillas detrás de él; vio las manos blancas de una chica que se acercaban a su cabeza y la levantaban del suelo. Su cráneo, notó, había sido vendado.

—Descanse tranquilo, señor —murmuró la chica, quien luego alzó la cabeza para avisar—: ¡Ya se despierta!

Bolitho escuchó una voz atronadora que le resultaba familiar. Enseguida vio junto a él a sir Henry Vyvyan, que desde su único ojo le observaba atento.

—¡Se despierta, dices! ¡Ese pobre muchacho por poco se muere!

Llamó entonces a voces a unos criados que Bolitho no divisaba y añadió, ya más pausado:

—Por Dios, amigo mío, vaya estupidez esa de atacar a esos bandidos contando con tan pocos hombres. ¡De tardar nosotros un segundo más en intervenir, les habrían arrancado el hígado! —dijo.

Sostenía con la mano un tazón que alcanzó a la chica:

—Ayúdele a tragar un poco de esto —añadió, y viendo los sufrimientos de Bolitho que intentaba tragar la bebida caliente preguntó:

»Y entonces, ¿qué le hubiésemos contado a su madre?

—¿Y los demás, señor? —preguntó Bolitho, quien entre la nebulosa de su cabeza recordaba ahora el aullido de Trillo, el último sonido que oyó antes de caer sin sentido.

Vyvyan se encogió de hombros.

—Sólo un muerto —dijo como si le pareciese imposible creerlo—. Un milagro. Enfrentarse con un puñado de hombres a esos forajidos.

—Le doy las gracias, señor. Nos ha salvado la vida.

—Nada, muchacho, nada —respondió Vyvyan con una sonrisa oblicua, que acentuaba aún más el efecto amenazador de la cicatriz de su cara—. Me acerqué junto con mis hombres en cuanto oí los tiros. Habíamos salido a patrullar. ¡Eso para que vea que la Armada no es la única en controlar la zona, amigo!

Bolitho, tendido y quieto, observó las vigas del altísimo techo. A su lado la chica le observaba con ojos muy azules. Su cara mostraba preocupación.

Así que Vyvyan lo sabía todo ya de antemano.

Hugh debía haberlo sospechado. Sin él, estarían todos muertos.

—¿Qué se sabe del buque, señor? —preguntó.

—Embarrancó —respondió Vyvyan—. Pero estará a salvo hasta que amanezca. Mandé a bordo a su contramaestre.

Vyvyan se tocó la nariz con un dedo.

—El botín vale una fortuna, si no me equivoco.

Una puerta se abrió súbitamente y un hombre de voz ruda informó:

—Lograron huir casi todos, señor. Dos de ellos cayeron a sablazos, pero el resto se escondieron en las rocas y las cavernas de la costa. Vaya usted a saber dónde estarán cuando amanezca. Sólo hemos atrapado a uno —terminó la voz.

Vyvyan habló pensativo.

—Habríamos atrapado a toda la banda de no ser por el buque. Tuvimos que dedicarnos a ayudarlo y dar socorro a sus tripulantes —dijo mesándose la barbilla—. A pesar de todo, podremos colgar a uno de ellos. En público. Así sabrá esa chusma que el viejo zorro no se duerme, ¿eh?

La puerta se cerró en silencio.

—Señor, estoy avergonzado. Me parece que todo ha sido por mi culpa.

—¡Qué disparate! Cumplía con su obligación. Y muy bien, por cierto. No podían hacer otra cosa.

La voz de Vyvyan sonaba enturbiada por el enfado.

—Pero tendré que discutir el asunto con su hermano, eso no lo dude ni un momento.

La combinación del calor del fuego, la enorme fatiga y lo que fuese que contenía el brebaje administrado por Vyvyan produjeron su efecto, y Bolitho cayó en un sueño profundo. Cuando despertó de nuevo era ya de día y la afilada luz invernal penetraba por los ventanales de la mansión de Vyvyan.

Se liberó de dos frazadas que le cubrían y se levantó. Un espejo colgado de la pared le devolvió su imagen: parecía más un superviviente que un vencedor.

Desde una de las puertas de la estancia, Vyvyan le observaba.

—¿Está listo, muchacho? —preguntó—. Mi mayordomo ha visto el cúter de su hermano anclado ante la ensenada. Yo casi no he dormido nada en toda la noche, o sea que entiendo muy bien cómo se encuentra —bromeó—. ¡Mientras no tenga nada roto! Durante unos días la cabeza le dolerá un poco, ¿eh?

Bolitho se abrigó con su casaca y cogió su sombrero. Alguien se había tomado la molestia de limpiar ambas prendas. En la casaca habían remendado también el corte de la manga dejado por el sable que rozó su brazo.

La mañana era brillante y fría. La nieve, al fundirse, había cubierto el camino de fango blando. El cielo no presentaba ni una sospecha de nubes. Si la noche anterior hubiese sido tan clara, los del buque habrían adivinado el peligro. También los contrabandistas habrían recogido sus alijos escondidos bajo el agua de la ensenada.

Si… si… las hipótesis ahora ya no tenían sentido; Ya era tarde.

El carruaje de Vyvyan le condujo hasta el estrecho sendero que bordeaba el acantilado. Nada más descender vio, con sorpresa, que Dancer le esperaba junto a un grupo de hombres. El bote de remos estaba varado en la playa, un centenar de metros más abajo.

Todo parecía cambiado por la luz del día. Había esperado encontrarse la arena cubierta de sangre y cadáveres; se veía en cambio limpia, y más allá, en el mar, el
Avenger
tiraba de su cabo de fondeo casi sin un balanceo.

—¡Dick! ¡Estás vivo! ¡Gracias a Dios!

Dancer corrió hacia él y apretó con fuerza su brazo.

—¡Vaya aspecto tienes!

Bolitho sonrió con esfuerzo.

—Gracias.

Mientras recorrían juntos el empinado sendero, Bolitho vio cómo varios hombres de aspecto corpulento examinaban las dos linternas abandonadas, así como algunas de las armas arrojadas al suelo. Podían ser agentes de impuestos o gentes al servicio de Vyvyan.

—El comandante ha ordenado que te llevemos a bordo —explicó Dancer.

—¿En qué humor se encuentra?

—Extrañamente bueno. No me sorprendería que influyese el buque al que salvaste de caer en las rocas. Ha ido a parar a una playa que está a algo así como una milla de aquí. Tu hermano, eh… convenció a sus gentes de que debían desembarcarse y ocupó el buque con una dotación de presa. Diría que el capitán del buque tenía tantas ganas de saltar a tierra que ni pensó en discutir el tema del rescate.

Ya en el bote, algunos de los marineros ordenaban los ciempiés de Pyke contra el espejo de popa.

—Hemos rastreado el fondo de la caleta —explicó Dancer—, sin hallar ni rastro de nada. Quizá aprovecharon la oscuridad, una vez Vyvyan y sus hombres hicieron huir a la banda de raqueros.

Cuando Bolitho alcanzó el
Avenger
, su segundo bote se hallaba también amarrado al costado. El hombre elegido para vigilarlo sobre la playa había cumplido a la perfección, pensó. La única baja era la de Trillo.

Hugh le observó trepar por el costado del
Avenger
. Sus manos se apoyaban en las caderas con presunción. Su sombrero se inclinaba en un ángulo provocador.

—¡Ardiente como una tea, el chiquillo! —dijo acercándose a grandes pasos por la cubierta, y agarrando su mano—. Estás hecho un idiota. Aunque en cuanto oí el cañonazo que pedía socorro me supuse que te saltarías las órdenes. Antes de que nadie pudiese abrir la boca ya había embarcado yo mi dotación de presa —dijo con sonrisa satisfecha—. Un precioso bergantín holandés destinado a Cork, bien cargado hasta los topes con licores y tabaco. El rescate será generoso.

—Dice sir Henry que los saqueadores se escaparon; sólo pudo atrapar a uno.

—Raqueros y contrabandistas, a mí no me engañan, son la misma gente. Pyke cree que alcanzó a alguno con sus disparos de pistola. Es probable que aparezcan en algún lugar. Jamás un jurado de Cornualles condenaría a un contrabandista, pero un saqueador de naufragios es otro asunto.

Richard se encaró con su hermano.

—Es culpa mía si no hemos hallado los alijos de contrabando. Pero no podía hacer otra cosa. Entre hallar algunas barricas de brandy o salvar un buque entero con su tripulación no dudé ni un instante.

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