Ellen volvió el rostro hacia un lado y cerró los ojos. Una de sus manos permanecía asida a la camisa; la otra, caída contra su costado, como si se le ofreciera en una bandeja para que él se sirviese lo que le apeteciera. Grillo puso la mano sobre el vientre de ella, se lo acarició con la palma abierta, hasta llegar al coño, presionándola con fuerza contra la piel, que parecía a la vista, y al tacto, casi bruñida.
—Lo que quieras… —murmuró ella sin abrir los ojos.
Durante unos segundos, esa invitación le desconcertó. Grillo estaba acostumbrado a que el acto sexual fuese un acuerdo entre iguales; pero aquella mujer prescindía de tales convenciones, y le ofrecía total autoridad sobre su cuerpo. Eso le inquietó. Con una adolescente, tal pasividad le hubiera parecido de un erotismo increíble. Sin embargo, en ese caso, supuso un choque para la liberal sensibilidad de Grillo. Pronunció su nombre, en espera de alguna señal por parte de ella, que siguió haciendo caso omiso de él. Por fin, cuando Grillo se irguió de nuevo para despojarse de la camisa, Ellen abrió los ojos.
—No, Grillo, así. Mira, así.
La expresión, tanto de su rostro como de su voz, fue como de rabia, y despertó en él un hambre de responderla con la misma moneda. Rodó sobre ella, le cogió la cabeza con ambas manos y hundió la lengua en la boca de la mujer. El cuerpo de Ellen se apretó contra el suyo, levantando las caderas del colchón, se frotó contra él con tal fuerza que Grillo estuvo seguro de que Ellen, con aquel movimiento, expresaba tanto dolor como placer.
En la habitación recién abandonada, las tazas de café temblaban como si el más débil de los terremotos estuviera en marcha. El polvo saltaba por la superficie de la mesa, turbado por el movimiento de algo casi invisible que deslizaba sus gastados hombros desde el rincón más sombrío del cuarto y flotaba, más que andar, hacia la puerta del dormitorio. Su forma, aunque rudimentaria, era, así y todo, demasiado reconocible para poder ser desechada como se desecha a un fantasma. Daba igual lo que pudiera haber sido o lo que pudiese llegar a ser, el hecho era que, a pesar de su precaria situación actual, tenía un objetivo. Impulsado por la mujer de cuyo sueño era producto, se acercó a la puerta del dormitorio. Allí, en vista de que estaba cerrado, lloró contra la puerta, a la espera de instrucciones.
Philip salió de su
sancta sanctorum
y vagó por la cocina en busca de algo que comer. Abrió el tarro de las galletas, buscó una de chocolate, y se volvió por donde había llegado, con una galleta en la mano izquierda para sí y otra en la derecha para su compañero, cuyas primeras palabras habían sido:
—Tengo hambre.
Grillo levantó la cabeza, apartándola del rostro húmedo de Ellen, que abrió los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Hay alguien al otro lado de la puerta.
Ellen levantó la cabeza de la almohada y le mordió la barbilla. Aquello dolió, e hizo que Grillo diera un ligero respingo.
—No hagas eso —dijo.
Ella le mordió más fuerte.
—
Ellen…
—Muérdeme tú a mí —le replicó ella. Grillo no tuvo tiempo de ocultar la sorpresa que aquello le produjo, y Ellen, al observarlo, insistió—. Grillo, lo digo en serio. —Y le metió un dedo en la boca, como un gancho, apretándole el extremo de la palma contra la barbilla—. Abre —dijo—, quiero que me hagas daño. No tengas miedo. Es lo que deseo. No soy frágil. No me romperé.
Grillo se desasió de su mano.
—Hazlo —insistió ella—.
Por favor,
hazme daño.
—¿De verdad quieres eso?
—¿Cuántas veces tendré que pedírtelo, Grillo? Sí
Su mano, rechazada, había subido hasta la nuca de Grillo, cuya cabeza llevó hacia su rostro, contra el que chocó. Entonces comenzó a mordisquear los labios, y luego el cuello de Ellen, poniendo a prueba su resistencia. Pero ella no se resistía, al contrario, sus gemidos se intensificaban cuanto más fuerte la mordía.
Aquella reacción acabó con cuantos recelos pudiera abrigar Grillo; entonces comenzó a morderle el cuello, los senos, y los gemidos de Ellen se hacían más y más altos, y, entre ellos salía el nombre de él, como un suspiro, incitándole a seguir. La piel de Ellen comenzó a enrojecer, y no sólo por las marcas de los mordiscos de Grillo, sino también por la excitación sexual. De pronto, comenzó a sudar. Grillo le puso una mano entre las piernas, mientras con la otra le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Ellen tenía el coño húmedo, y parecía absorber los dedos de Grillo, que comenzaba a jadear por el esfuerzo de sujetarla. El sudor le pegaba la camisa a la espalda. A pesar de la incomodidad, todo aquello lo excitaba: el cuerpo de Ellen, tan vulnerable; el suyo, encerrado entre cremallera y botones. Le dolía la polla, dura y colocada en mal ángulo; pero el dolor sirvió sólo para endurecérsela aún más; dureza y dolor que se estimulaban recíprocamente como él se estimulaba con ella, y, en vista de que Ellen seguía insistiendo que le hiciese más daño, él le abrió las piernas más y más. Su coño estaba caliente en torno a los rígidos dedos de Grillo, sus senos se hallaban cubiertos de las pequeñas medias lunas gemelas que sus dientes le habían dejado. Los pezones se levantaban, tensos como puntas de flechas. Grillo los chupó; los mordisqueó. Los gemidos de Ellen se convirtieron en gritos de angustia, sus piernas se agitaban, espasmódicas, debajo de él, hasta casi arrojar a los dos de la cama. Cuando Grillo relajó su presión durante un instante, la mano de Ellen se aferró a la suya, y le hincó aún más los dedos en la carne.
—
No pares
—dijo ella.
Grillo se adaptó al ritmo que Ellen le imponía, y lo aumentó al doble, lo que hizo que las caderas femeninas se apretasen contra su mano, a fin de hundirse en su interior los dedos de Grillo hasta los nudillos. El sudor de Grillo goteaba sobre Ellen, y sus ojos la observaban. Ella, con los ojos muy cerrados, levantó la cabeza y le lamió la frente; luego le lamió las comisuras de la boca, dejándole sin besos, pero pegajoso de su saliva.
Por fin, Grillo sintió que el cuerpo de Ellen se ponía rígido, y entonces detuvo los movimientos rítmicos de sus dedos. El aliento de Ellen se hacía más corto, más lento. Dejó de asirle tan fuerte que le había hecho sangrar. Apartó la cabeza de él. De pronto se quedó tan lacia como al principio, cuando se había deslizado debajo de él, para ofrecérsele por entero. Grillo rodó para apartarse de ella, los latidos de su corazón jugaban a
squash
contra las paredes de su pecho y de su cráneo.
Yacieron así, quietos, durante un tiempo fuera del tiempo. Grillo no hubiera podido decir si habían sido segundos o minutos.
Ella hizo el primer movimiento al sentarse en la cama para echarse la bata por encima. Grillo lo notó y abrió los ojos.
Ellen trataba de ceñirse el cinturón, cubriéndose el escote casi pudorosamente con la bata. La vio levantarse y andar hacia la puerta.
—Espera —dijo él. Aquello estaba sin acabar.
—La próxima vez —replicó Ellen.
—¿Cómo?
—Ya me has oído —fue su respuesta, y hubo un tono de orden en su voz—. La próxima vez.
Grillo se levantó de la cama, consciente de que era probable que su excitación le hiciera parecer ridículo; pero estaba furioso ante aquella falta de reciprocidad. Ellen observaba su actitud con una media sonrisa.
—Esto no es más que el comienzo —dijo, mientras se frotaba la parte del cuello donde Grillo la había mordido.
—¿Y qué se supone que puedo hacer ahora? —preguntó Grillo.
Ellen abrió la puerta. El aire fresco chocó contra el rostro de Grillo.
—Chuparte los dedos —respondió Ellen.
En aquel momento, Grillo recordó el ruido que había oído, y casi esperó ver a Philip apartándose con rapidez del ojo de la cerradura. Pero allí no había otra cosa que aire, secándole la saliva que le cubría el rostro, dejándola reducida a una máscara sutil, tensa.
—¿Quieres café? —preguntó Ellen. Y, sin esperar respuesta, fue a la cocina.
Grillo se quedó quieto, mirándola alejarse. Su cuerpo, debilitado por la enfermedad, había empezado a reaccionar ante la adrenalina que lo cercaba. Las extremidades le temblaban como si le llegase desde la misma médula.
Escuchó el ruido que Ellen hacía para preparar el café: agua corriente, tazas que eran lavadas… Sin pensarlo, se llevó los dedos, a la nariz y a los labios; dedos que tenían un fuerte olor al sexo de ella.
Lamar, el bufón, se bajó de la limusina ante el portal de la casa de Buddy Vance y trató de borrar la sonrisa que le fruncía el rostro.
Eso era difícil para él la mejor de las veces; pero ahora —en la peor, con su viejo socio muerto, y tantas palabras duras como habían quedado sin perdonar entre ambos— resultaba casi imposible. Para cada acción hay una reacción, y la de Lamar ante la muerte era una mueca de risa.
En una ocasión había leído algo sobre los orígenes de la sonrisa. Según la teoría de un antropólogo, era una sofisticada forma de reacción del mono ante los elementos rechazados por la tribu: los débiles o los desequilibrados. En lo esencial, la sonrisa quería decir:
Eres un estorbo. ¡Fuera de aquí!
Y esa mueca de condena al exilio se fue formando la risa, que consistía en descubrir los dientes a un idiota profesional. Además, expresaba desprecio, proclamando también que el objeto de ella era un estorbo al que se debía mantener a distancia a fuerza de gestos.
Lamar no sabía si esa teoría resistiría a un análisis sereno, pero llevaba demasiado tiempo dedicado a la comedia para considerarla plausible. Como Buddy, él había acumulado una fortuna haciendo el idiota. Aunque existía una diferencia esencial, a su modo de ver (y al de muchos de sus amigos comunes): Buddy
había sido
un tonto de verdad. Eso no significaba que Lamar no lamentara su muerte; por supuesto que la sentía. Durante catorce años, los dos había sido señores de todos cuantos se desternillaban de risa ante ellos, y ese éxito compartido daba ahora a Lamar la sensación de quedar más pobre con la muerte de su ex socio, a pesar del abismo que ya se había abierto entre ellos en vida.
Este abismo quería decir que Lamar había visto sólo una vez a la suntuosa Rochelle, y por casualidad, en una cena benéfica a la que él y su mujer, Tammy, asistieron, y en la que estuvieron sentados en una mesa contigua a la de Buddy y su esposa del año. Esa expresión la había usado en varias de sus actuaciones, entre carcajadas estruendosas. En aquella cena benéfica, Lamar aprovechó la oportunidad para sacar ventaja a su ex socio, insinuándose a Rochelle mientras Buddy estaba ocupado vaciando su vejiga de todo el champaña que había bebido. Fue un encuentro breve —Lamar regresó a su mesa tan pronto como vio que Buddy lo había visto—, pero debió de causar cierta impresión a Rochelle, porque ella lo había llamado en persona para invitarle a «Coney Eye» a la fiesta. Y Lamar, en vista de ello, no sólo se las arregló para convencer a Tammy de que se iba a aburrir mucho si le acompañaba, sino que, además, se presentó en la casa con un día de anticipación, para estar más tiempo a solas con la viuda.
—Te ves maravillosa —le dijo mientras cruzaba el umbral de la casa de Buddy.
—Podía ser peor —dijo ella. Y esta respuesta no adquirió significado alguno hasta una hora más tarde, cuando Rochelle le dijo que la fiesta que daba en honor de Buddy había estado sugerida por el mismo Buddy.
—¿Sabía que se iba a morir? —preguntó Lamar.
—No, lo que quiero decir es que se me ha aparecido.
Si hubiese estado bebiendo, Lamar le hubiera respondido con alguna de sus bromas; aunque se alegró de no haberlo hecho cuando observó que Rochelle hablaba completamente en serio.
—¿Quieres decir… su
espíritu?
—Sí, supongo que la palabra es ésa. Lo ignoro, la verdad. No tengo ningún tipo de religión de modo que no sé cómo explicarlo.
—Pero llevas un crucifijo —observó Lamar.
—Perteneció a mi madre. Ésta es la primera vez que me lo pongo.
—¿Y por qué ahora? ¿Es que tienes miedo de algo?
Rochelle bebió un poco del vodka que se había servido. Era aún temprano para cócteles, pero lo necesitaba para sentirse mejor.
—Tal vez, sí, un poco —dijo.
—¿Dónde está Buddy ahora? —preguntó Lamar, impresionado por la facilidad con que conseguía mantener su rostro impasible—. Quiero decir…, ¿está en la casa?
—No lo sé. Vino a mí en plena noche, y me dijo que quería una fiesta por todo lo alto; luego se fue.
—Tan pronto como le llegó el cheque, ¿verdad?
—Esto no es una broma.
—Lo siento. Tienes razón.
—Dijo que quería que todo el mundo viniera a su casa a celebrarlo.
—Pues brindo por eso —dijo Lamar, y levantó el vaso—. Dondequiera que te encuentres ahora, Buddy.
Skol!
Una vez hecho el brindis, Lamar pidió excusas y fue al cuarto de baño. Interesante mujer, pensó por el camino. «Está como una cabra, eso desde luego, y —según se dice— es adicta a todas las drogas imaginables.» Pero tampoco él era un santo, después de todo. En el cuarto de baño de mármol negro, bajo los rostros burlones de una serie de fantasmales máscaras de feria. Lamar se administró unas líneas de cocaína y resopló de gusto al pensar en la belleza que le esperaba abajo. Se la iba a tirar, de eso no le quedaba la menor duda. Y en la cama de Buddy, a ser posible; luego se limpiaría con las toallitas de Buddy.
Renunciando a ver su afectada y autocomplacida sonrisa en el espejo, Lamar salió al descansillo. ¿Dónde estaría el dormitorio de Buddy?, se preguntó. ¿Tendría espejos en el techo, como la casa de putas de Tucson a la que ellos dos habían ido juntos en una ocasión, y Buddy había dicho, volviendo a guardarse aquella polla suya, que era como una serpiente:
—Un día, Jimmy, tendré un dormitorio como éste.
Lamar abrió media docena de puertas hasta dar, por fin, con el dormitorio principal. Como las demás habitaciones, estaba adornado con objetos de carnaval. No había espejos en el techo, pero la cama era grande. Bastante grande para tres personas, que había sido siempre el número favorito de Buddy. Cuando se disponía a bajar la escalera, Lamar oyó correr agua en el cuarto de baño.
—¿Eres tú, Rochelle?
Sin embargo, la luz del cuarto de baño no estaba encendida. Debía de tratarse de un grifo que alguien había dejado abierto. Lamar empujó la puerta, que no estaba cerrada con cerrojillo. Entonces oyó la voz de Buddy en el interior: