El gran espectáculo secreto (20 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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«Quiero morir», pensó.

Cuando estaba formulando ese deseo, uno de los seres que peleaban frente a él se volvió. Buddy vio un rostro en la tormenta. Un rostro barbudo, cuya carne estaba tan inflamada por la emoción que parecía empequeñecer el cuerpo sobre cuyos hombros estaba asentado; era como e! rostro de un feto: un cráneo abovedado, con ojos enormes. El terror que Buddy sintió cuando aquel ser lo miró no fue nada en comparación con el que le invadió al ver que alargaba los brazos para asirle. Quiso retirarse hacia algún nicho de piedra, huir del contacto de los dedos de aquel espíritu, pero su cuerpo no respondía ya al halago ni a la intimidación.

—Soy el
Jaff
—oyó Buddy decir al espíritu barbudo—, dame tu mente, quiero
terata.

Cuando los dedos del espíritu rozaron por fin el rostro de Buddy, éste sintió un brote de fuerza, blanco como la luz, la cocaína o el semen, rodar por su cabeza, bajar por toda su anatomía. Y con esta fuerza le llegó también la certidumbre de haber cometido un error. Él era algo más que carne rasgada y huesos rotos: era algo más que eso, porque, a pesar de sus inmoralidades, había algo en él que el Jaff ambicionaba: un rincón de su ser del que esa fuerza ocupante iba a beneficiarse. Lo había llamado
terata,
y Buddy no tenía la menor idea de lo que esa palabra pudiera significar, pero lo que sí entendió con enorme claridad fue el terror cuando el espíritu penetró en él. Su roce era electrizante, y abría a fuego una senda hacia lo más esencial de su interior. Y también una droga, creando imágenes de aquella invasión que hacían piruetas ante su vista mental. ¿Y semen? Sí, también era semen, pues, si no, ¿porqué surgía ahora de su cuerpo, saltando como una culebra, un ser nacido de su misma médula, una vida que nunca hasta entonces había sentido en su interior, producto de la violación del Jaff?

Lo miró cuando se fue. Era pálido y primigenio. Sin rostro, pero con una docena de patas que se agitaban. Tampoco tenía mente, excepto la justa para no hacer otra cosa que la voluntad del Jaff. El rostro barbudo rió al verlo. Retirando los dedos del cuerpo de Buddy, el espíritu soltó el otro brazo del cuello de su enemigo y dirigió el
terata
abismo arriba, hacia el sol.

El otro luchador se desplomó contra la pared de la caverna. Buddy, desde donde se encontraba, echó una ojeada a aquel hombre. Tenía un aspecto mucho menos belicoso que su oponente, y, por lo tanto, más maltratado por esa lucha. Su cuerpo estaba devastado y en su rostro había una expresión de angustiada fatiga. Miraba con fijeza la obertura, como por una chimenea de roca.


¡Jaffe!
—gritó, y aquella palabra levantó polvo de los intersticios de la roca contra los que Buddy se había golpeado en su accidentado descenso.

Pero no llegó respuesta al grito. El hombre miró hacia abajo, a Buddy, entrecerrando los ojos.

—Soy Fletcher —dijo, con voz meliflua.

Se acercó a Buddy, llevando una luz débil consigo.

—Olvida tus dolores.

Buddy trató con todas sus fuerzas de decir: Ayúdame, pero no tuvo necesidad de ello. La proximidad de Fletcher suavizó de pronto los terribles dolores que sentía.

—Piensa conmigo tu mayor deseo —le dijo Fletcher.

«Morir», pensó Buddy.

El espíritu oyó la confesión no pronunciada.

—No —dijo—, no pienses en la muerte. Por favor, no pienses en la muerte. No puedo armarme con ese pensamiento.

«¿Armarte?», pensó Buddy.

—Sí, contra el Jaff.

—¿Qué sois?

—Hombres fuimos en otro tiempo; pero ahora somos espíritus. Enemigos eternos. Tienes que ayudarme. Necesito exprimir hasta la última gota de tu mente, si no, tendré que luchar desnudo contra él.

«Lo siento, lo he dado todo —pensó Buddy—. Tú mismo le has visto apropiarse de ello, y, a propósito, ¿qué era aquello?»

—¿El terata? Tus miedos primigenios solidificados. Se dirige al mundo con ellos. —Fletcher volvió a mirar a la parte superior de la chimenea—. Pero todavía no saldrán a la superficie. El día es demasiado luminoso para él.

«¿Todavía es de día?»

—Sí.

«¿Cómo lo sabes?»

—A mí el sol me llega hasta aquí, su fuerza me alcanza y me mueve. Yo quise ser cielo, Vance, pero he pasado dos décadas en la oscuridad con el Jaff cogiéndome por el cuello. Ahora él lleva la guerra a la superficie y tengo que armarme contra él, busca en tu cabeza.

«No queda nada, estoy acabado.»

—Hay que preservar la Esencia.

«¿Esencia?»

—El mar de los sueños. Quizá puedas ver su isla, cuando mueras. Es maravillosa. Te envidio la libertad que tienes de abandonar este mundo…

«¿Te refieres al cielo? —pensó Buddy—. ¿Quieres decir el cielo? Si es así, no tengo la menor probabilidad de conocerlo.»

—El cielo no es más que una de las muchas historias que se cuentan en las orillas de Efemérides. Hay miles de ellas, y las conocerás todas. No tengas miedo. Pero dame un poco de tu mente, para que la Esencia pueda ser preservada.

«¿Preservada contra quién?»

—Contra el Jaff, ¿contra quién va a ser?

Buddy nunca había tenido mucho de soñador. Su sueño, cuando estaba drogado o borracho, era el de un hombre que vive hasta el agotamiento todos los días. Después de un baile, o de un polvo, o de ambas cosas, se echaba a dormir como para hacer un ensayo del sueño final que ese momento lo llamaba. Con el miedo a la nada a modo de acicate de su espalda rota, intentaba encontrar sentido a las palabras de Fletcher. Un mar; una orilla; un lugar de historias en el que el cielo no pasaba de ser una posibilidad más. ¿Cómo podía él haber vivido sin saber nada de ese lugar?

—Sí que lo has conocido —le dijo Fletcher—. Has nadado en la Esencia dos veces en tu vida. La noche que naciste y la primera noche que dormiste con el ser más querido de tu vida. ¿Quién era, Buddy? Has tenido muchas mujeres, ¿no? ¿Cuál de ellas significó más para ti? Bien…, a fin de cuentas, sólo hubo una, tu madre, ¿no es cierto?

«¿Pero cómo diablos sabes todo eso?»

—Pienso que no es más que una suposición afortunada.

«¡Mentiroso!»

—Vale, de acuerdo, la verdad es que estoy ahondando un poco en tus pensamientos. Perdona si me he sobrepasado. Necesito ayuda, Buddy, o si no el Jaff me vencerá. Y tú no quieres eso.

«No, no lo quiero.»

—Pues, entonces piensas. Dame algo más que compasión para que me sirva de aliado. ¿Quiénes son tus héroes?

«¿Héroes?»

—Sí, descríbemelos.

«Todos ellos son comediantes.»

—¿Un ejército de comediantes? ¿Y por qué no?

La idea misma hizo sonreír a Buddy. Eso es, ¿Por qué no? ¿No hubo un tiempo en el que él mismo pensaba que su arte podía limpiar de malevolencia a la gente? Quizás un ejército de locos benditos fuese capaz de triunfar con la risa donde las bombas habían fracasado. Era una visión dulce y ridícula a un tiempo. Comediantes en el campo de batalla, oponiendo sus culos a los cañones, golpeando a los generales en la cabeza con pollos de goma, riendo como carne de cañón, confundiendo a los políticos con juegos de palabras y firmando tratados de paz con tinta moteada de lunares blancos.

Su sonrisa se convirtió en carcajada.

—Retén ese pensamiento —pidió Fletcher, al tiempo que penetraba en la mente de Buddy.

La carcajada le dolía. Ni siquiera el contacto de Fletcher consiguió suavizar los espasmos que comenzaron a agitar el sistema de Buddy.

—¡No te mueras! —oyó que Fletcher le decía—. ¡Todavía no! ¡Por la Esencia todavía no!

Pero sus gritos eran inútiles. La risa y el dolor se habían apoderado de Buddy desde la cabeza hasta los pies. Miró al espíritu que se cernía en torno a él con el rostro arrasado en lágrimas.

«Lo siento —pensó—. Me parece que no voy a poder resistirlo. Ni quiero. —La risa lo desgarraba—. No debiste pedirme que recordase.»

—¡Un momento! —dijo Fletcher—. ¡Esto es todo lo que necesito!

Demasiado tarde. La vida lo abandonó, dejando a Fletcher con unos vapores en las manos, demasiado débiles para poder enfrentarse con el Jaff.

—¡Maldita sea! —dijo Fletcher, vociferando al cadáver como había vociferado antes (hacía mucho tiempo) al Jaff yaciendo en el suelo de la Misión de Santa Catrina.

Pero esta vez ya no había vida que arrebatar al cadáver. Buddy estaba muerto. En su rostro se veía una expresión trágica y cómica al mismo tiempo que era muy apropiada. Así había vivido su vida, y, con su muerte, garantizaba a Palomo Grove un futuro lleno del mismo tipo de contradicciones.

4

El tiempo iba a hacer en Grove innumerables burlas durante los días siguientes, pero ninguna sería, sin duda, tan frustrante para su víctima como el lapso de tiempo transcurrido entre el momento en que Howie se despidió de Jo-Beth y el momento en que volvió a verla. Los minutos se alargaban como si fuesen horas, y las horas parecían tan largas como para producir una generación entera. Howie se distrajo lo mejor que pudo buscando la casa de su madre. Después de todo, eso era lo que le había llevado allí: comprender mejor su propia naturaleza conociendo más de cerca su árbol genealógico, hasta las raíces mismas. Pero, de momento, no había conseguido otra cosa que añadir confusión a la confusión. Howie nunca se hubiera creído capaz de sentir lo que sintió la noche anterior; lo que sentía en ese instante, quizá de manera más intensa. Era un flotante e irrazonable convencimiento de que en el mundo todo estaba bien, y que nunca más podría estar mal. El hecho de que las cosas sucedieran como estaban ocurriendo sólo podía servir para confirmar su optimismo: era un juego que la realidad estaba jugando con él para confirmar la autoridad absoluta de sus sentimientos.

Y a este juego se añadió otro, aún más sutil. Cuando llegó a la casa donde su madre había vivido, se encontró con que era exacta, casi de una forma sobrenatural, a las fotografías que él había visto de ella. Se paró en la mitad de la calle y se quedó observándola con atención. No había tráfico en ninguna dirección, ni tampoco peatones. Ese rincón de Grove flotaba en la languidez de la media mañana, y él sintió como si su madre fuera a aparecer en la ventana de un momento a otro, niña de nuevo, mirándole. Esta idea no se le hubiera ocurrido si no hubiese sido por los sucesos de la noche anterior. El milagroso reconocimiento recíproco de su mirada y la de Jo-Beth; la sensación que había tenido entonces (y que continuaba) de que aquel encuentro con Jo-Beth había sido una alegría que estaba
esperándole;
todo inducía a su mente a crear pautas que hasta entonces nunca habría osado pensar, y esta posibilidad (un lugar desde el cual un yo más profundo, pero igualmente suyo, había tenido noticia anticipada de Jo-Beth) hubiera estado completamente fuera de su alcance veinticuatro horas antes. También eso era una trampa, una curva. Lo misterioso de su encuentro le había llevado al reino de la suposición que conduce del amor a la física y a la filosofía, y de vuelta al amor, de tal forma que el arte y la ciencia se confundían, no pudiéndose distinguir el uno de la otra.

Tampoco podía distinguir el sentimiento de misterio que sentía en ese lugar, frente a la casa de su madre, del misterio de la chica. La casa, su madre, el encuentro, las tres cosas eran una sola y extraordinaria historia. Y él, su denominador común.

Decidió no llamar a la puerta. (Después de todo, ¿qué podría aprender de aquel sitio?) Iba a volver sobre sus pasos cuando un cierto instinto le hizo proseguir la subida por la suave pendiente, hasta la cima de la cuesta. Allí se sintió sobrecogido ante una vista panorámica de Grove, hacia el Oeste, sobre la Alameda, donde los últimos flecos de la ciudad daban paso a un follaje tupido. Casi sólido. Aquí y allá, el techo de follaje se rompía, y en uno de estos claros parecía como si se hubiese reunido una multitud de gente. Lámparas de arco voltaico se levantaban en forma de círculo iluminando algo que estaba abajo, demasiado lejos, para que él alcanzase a verlo. ¿Estarían rodando alguna película? Él había pasado la mayor parte de la mañana en una ensoñación, y sin notar nada durante el camino hasta allí arriba. Todas las estrellas ganadoras de un Oscar pudieron haber pasado por su lado sin que él se hubiese apercibido de su presencia.

Mientras observaba, oyó un susurro. Miró a su alrededor. La calle estaba vacía. Ni siquiera en lo alto de la colina de su madre había algo de brisa, que le hubiese traído aquel sonido. Y, sin embargo, el sonido volvió, tan próximo a su oreja que casi lo sentía en el interior de su cabeza. Era una voz suave. Decía sólo dos sílabas, unidas en una cadena de sonido:

—…
ardhowardhowardhow…

No parecía lógico que asociara ese misterio con lo que estuviese ocurriendo abajo, en el bosque. Howie no podía pretender comprender los procesos que se desarrollaban por encima y alrededor de él. Resultaba evidente que Grove tenía sus propias normas, y él se había beneficiado ya demasiado de sus enigmas para volver la espalda a futuras aventuras. Sí la búsqueda de un filete podía poner en sus manos el amor de su vida, ¿qué podía poner un susurro en sus manos?

No le resultó difícil dar con el camino que conducía a los árboles. Mientras bajaba, tuvo la extraña sensación de que toda la ciudad
conducía
hacía allí; que la colina era un añadido cuyo contenido podía deslizarse en cualquier momento y caer en el buche de la Tierra. Esta imagen se vio reforzada cuando llegó al bosque y preguntó qué sucedía. Nadie pareció demasiado interesado en contárselo, hasta que un niño le dijo con voz cantarina:

—Es que hay un agujero en el fondo, y se lo ha tragado entero.

—¿Tragado? ¿A quién? —quiso saber Howie.

Pero no fue el niño quien le contestó, sino la mujer que estaba con él.

—A Buddy Vance.

Howie no cayó en quién era ese Buddy Vance, y la mujer debió darse cuenta de su ignorancia, porque le suministró información suplementaria:

—Ha sido estrella de la televisión —dijo—, un tipo divertido. A mi marido le gusta mucho.

—¿Lo han subido? —preguntó Howie.

—No, aún no.

—Ya no importa —intervino el niño, con su vocecita cantarina—, porque está muerto, de modo que…

—¿Es cierto eso? —preguntó Howie.

—Bueno, seguro —respondió la mujer.

De repente, la escena adquirió una nueva perspectiva. Toda aquella gente no estaba allí para salvar a un hombre que se encontraba al borde de la muerte, sino para dar un vistazo al cuerpo cuando lo metieran por la puerta trasera de la ambulancia. Lo que quería toda aquella gente era decir: «Yo estaba allí cuando lo sacaron, le vi cubierto con una sábana.» Esa morbosidad, sobre todo en un día tan lleno de posibilidades como aquél, le sublevó. Quienquiera que hubiera pronunciado su nombre no seguía llamándole ya, o, si le llamaba, la presencia de aquella siniestra muchedumbre acallaba su voz. Carecía de sentido que continuara en aquel lugar teniendo, como tenía, ojos en los que mirarse y labios a los que besar. Volviendo la espalda a los árboles y a su emplazador, Howie regresó al motel a esperar la llegada de Jo-Beth.

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