—He venido a destruir lo que quede del Nuncio —dijo.
—¿Por qué?
—Porque Fletcher lo quiere así. Sus enemigos se hallan aún en este mundo, aunque él ya no esté. Y teme las consecuencias de que lleguen aquí y encuentren el experimento.
—Pero he estado esperando… —comenzó Raúl.
—Es bueno que hayas esperado. Es bueno que hayas vigilado este lugar.
—No me he movido de aquí. Todos estos años. He estado donde mi padre me hizo.
—¿Y cómo has sobrevivido?
Raúl apartó la mirada de Tesla, entornando los párpados para protegerse del sol, que casi había desaparecido.
—El pueblo mira por mí —dijo—, me cuidan, a pesar de que no entienden lo ocurrido aquí, pero saben que soy parte de ello. Los dioses habitaron esta colina en otro tiempo. Eso es lo que ellos creen. Déjame que lo enseñe.
Dio media vuelta y precedió a Tesla hacia la salida del laboratorio. Al otro lado de la puerta había otra cámara, más desnuda y con una sola ventana. Las paredes habían sido decoradas con pinturas murales que expresaban con sencillez la pasión que sus temas inspiraban.
—Ésta es la historia de esa noche —dijo Raúl—, como ellos creen que ocurrió.
En aquella habitación no había más luz que en la otra, de la que acababan de salir, pero la oscuridad daba misterio a las imágenes.
—Aquí está la Misión como era antes —prosiguió Raúl, indicando una pintura casi emblemática del roquedal sobre el que se encontraban—. Y aquí está mi padre.
Fletcher aparecía de pie, delante de la colina, con el rostro blanco y salvaje contra su oscuridad, y sus ojos parecían lunas gemelas. De sus orejas y de su boca salían formas extrañas rodeaban su cabeza a modo de satélites.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Tesla.
—Sus ideas —fue la respuesta de Raúl—, yo las pinté.
—¿Y qué ideas tienen ese aspecto?
—Cosas que llegan del mar; todo procede del mar. Eso me lo dijo Fletcher. Al comienzo, fue el mar. Al final, el mar. Y, en el intermedio…
—La Esencia —terminó Tesla.
—¿Qué?
—¿No te habló él de la Esencia?
—No.
—¿A dónde van a soñar los seres humanos?
—Yo no soy humano —la recordó, bajo, Raúl en tono suave—. Soy su experimento.
—Pero, sin duda, eso fue lo que te hizo humano —le dijo Tesla—, ¿no es eso lo que hace el Nuncio?
—Lo ignoro —respondió Raúl con sencillez—. No le estoy agradecido por lo que me hizo, fuera lo que fuese… Yo era más feliz… siendo un mono. Si hubiera seguido así, ahora estaría muerto.
—No hables así —dijo Tesla—, a Fletcher no le gustaría oírte decir cosas tan melancólicas.
—Fletcher me abandonó —la recordó Raúl—. Me enseñó lo suficiente para saber lo que yo nunca podría ser; y, luego, me abandonó.
—Tenía sus razones. He visto a su enemigo. El Jaff. Hay que detenerle.
—Ahí tienes al Jaff —dijo Raúl, señalando a un punto algo más allá, en la pared.
Era un retrato bastante bien hecho. Tesla reconoció la devoradora mirada, la hinchada cabeza. ¿Habría visto Raúl realmente al Jaffe en su condición evolucionada, o ése sería el retrato de un hombre convertido en monstruoso bebé una respuesta instintiva? Tesla no tuvo tiempo de meditar sobre ello porque Raúl trataba de sacarla de allí.
—Tengo sed —dijo él—. Podemos mirar el resto más tarde.
—Estará demasiado oscuro.
—No. Vienen aquí y encienden velas en cuando el sol se pone. Ven y habla conmigo un rato. Cuéntame cómo murió mi padre.
Tommy-Ray tardó más tiempo en llegar a la Misión de Santa Catrina que la mujer a la que perseguía a causa de un incidente que le ocurrió durante el viaje. Ese incidente, que no tuvo excesiva importancia, le mostró una parte de sí que más tarde llegaría a conocer muy bien. Cuando comenzaba a atardecer se detuvo en una población al sur de Ensenada, y se encontró en un bar que ofrecía —por sólo diez dólares— acceso a un espectáculo imposible de encontrar en Palomo Grove. Era una oferta demasiado tentadora para rehusarla, de modo que Tommy-Ray puso el dinero sobre el mostrador, pidió una cerveza y le permitieron entrar en un local lleno de humo, que no sería más grande que el doble de su propio dormitorio. Había un público de unos diez hombres, repantigados en sillas crujientes. Contemplaban a una mujer que copulaba con un enorme perro negro. Tommy-Ray no encontró nada excitante en esa escena. Ni tampoco, al parecer, los demás hombres del público; por lo menos nada excitante en el sentido sexual de la palabra. Todos permanecían inclinados hacia delante, observando el espectáculo con una emoción que Tommy-Ray no comprendió hasta que la cerveza empezó a influir en su fatigado sistema, encauzando su visión al rostro de la mujer, que en seguida lo fascinó. Daba la impresión de haber sido bonita, pero su rostro, al igual que su cuerpo, estaba ahora destrozado, y sus brazos eran prueba evidente de la adicción que la había llevado a caer tan bajo. La mujer excitaba al perro con la pericia de quien ya había hecho eso incontables veces. El perro la husmeó, y luego, perezosamente, se puso a la obra. Sólo cuando la hubo montado Tommy-Ray comprendió en qué radicaba su fascinación, tanto para él como para los otros. Aquella mujer parecía muerta. Esa idea fue una puerta abierta en su cabeza hacia un lugar hediondo y amarillo; un lugar de refocilamiento. Tommy-Ray había visto ya esa expresión, y no sólo en los rostros de las chicas que aparecían en las revistas cachondas, sino en los de gente famosa captada por la cámara fotográfica.
Zombies
—sexuales,
zombies
—estelares; es decir, muertos que pasaban por vivos. Cuando Tommy-Ray volvió a concentrar su atención en la escena que tenía ante sus ojos, el perro había encontrado ya su ritmo, y copulaba con la chica con canina lujuria, de su hocico goteaba espuma sobre la espalda de ella. En ese momento, la idea de que la chica estaba muerta
fue
excitante. Cuanto más se encendía el animal, tanto más muerta le parecía a Tommy-Ray la mujer, que sentía la polla del perro en su interior y sobre su piel las miradas de Tommy-Ray, hasta que se estableció una carrera entre él y el perro para ver quién terminaba antes.
Ganó el perro, que acabó poseído de un frenesí de golpes rítmicos, hasta que acabó de repente. Y uno de los hombres que estaban en primera fila se levantó de inmediato y separó a la pareja. El animal, al instante perdió todo interés. Una vez su amante se hubo marchado, la mujer quedó sola en la parte izquierda del escenario, recogiendo una serie de prendas esparcidas por allí que, sin duda, se había quitado antes de que Tommy-Ray llegara. Luego abandonó la escena por la misma puerta lateral por la que el perro y su Celestino habían salido. Evidentemente el espectáculo tenía una segunda parte, porque nadie se levantó de su asiento, pero Tommy-Ray había visto todo lo que quería ver. Se levantó y salió, abriéndose paso entre un grupo de recién llegados, hasta verse do nuevo en el bar en penumbra.
Hasta muchas horas más tarde, cuando casi estaba en la Misión, no cayó en la cuenta de que le habían vaciado los bolsillos
Sabía que no tenía tiempo de volver, ni tampoco hubiera servido de nada hacerlo. El ladrón pudo haber sido cualquiera de los hombres que se apretujaban en la salida. Además, había valido la pena gastar diez dólares en aquella función. Había encontrado una nueva definición de la muerte. Ni siquiera nueva. Simplemente, la primera, y la única.
El sol se había puesto hacía tiempo cuando Tommy-Ray subía la cuesta que conducía a la Misión; pero, en ese momento, le invadió la sensación de haber estado allí con anterioridad. ¿Estaba viendo el sitio con los ojos del Jaff? De todos modos, el reconocimiento le fue útil. A sabiendas de que la agente enviada por Fletcher tenía que haber llegado antes que él, Tommy-Ray decidió dejar el coche un poco más abajo y subir el resto de la cuesta a pie, a fin de no alertarla de su llegada. Aunque la oscuridad lo envolvía, no viajaba a ciegas. Sus pies conocían el camino por más que su memoria no lo conociese.
Llegaba preparado para la violencia, si acaso fuera necesaria. El Jaff le había dado una pistola, propiedad de una de las muchas víctimas de las que extrajera a sus
terata,
y la idea de utilizarla le atraía. Después de una ascensión tan dura que había logrado que el pecho le doliera, Tommy-Ray divisó, por fin, la Misión. La luna, color vientre de tiburón, se levantaba a sus espaldas. Iluminaba las paredes en ruinas y la piel de sus brazos y sus manos, con su luz enfermiza, haciéndole desear un espejo en el que observar su rostro. Estaba convencido de que le sería posible ver los huesos bajo la carne, y el cráneo tan reluciente como sus dientes cuando sonreía. Después de todo, ¿no era eso lo que decía la sonrisa?: Hola, Mundo, así seré en cuanto mis partes blandas se pudran.
Con la cabeza tierna a fuerza de pensar en esas cosas, Tommy-Ray comenzó a pisar las ajadas flores que conducían a la entrada de la Misión.
La choza de Raúl se hallaba a unos cincuenta metros de distancia del edificio principal; se trataba de una estructura primitiva en la que dos ocupantes eran una multitud. Raúl explicó a Tesla que, para vivir, dependía casi por entero de la generosidad de la gente de la localidad, que le daban alimentos y ropa a cambio de que cuidase de la Misión. A pesar de la pobreza de sus medios, él se había esforzado por adecentar la choza, para hacerla más habitable. En ella se observaban huellas de una delicada sensibilidad. Las velas romas que había sobre la mesa aparecían hincadas en un anillo de piedrecitas escogidas por su suavidad; la manta que cubría el sencillo camastro había sido decorada con plumas de aves marinas.
—Sólo tengo un vicio —le dijo Raúl en cuanto se sentaron. Tesla lo hizo en la única silla que había allí—, y lo heredé de mi padre.
—¿Cuál es?
—Fumo cigarrillos. Uno al día. Lo compartirás conmigo.
—Yo solía fumar —comentó Tesla—, pero hace tiempo que lo he dejado.
—Pues esta noche fumarás —respondió Raúl, sin permitir la menor disensión—. Fumaremos en honor de mi padre.
De un pequeño bote sacó un cigarrillo liado a mano, y cerillas. Tesla observó su rostro mientras lo encendía. Lo único que le había sobresaltado de él al principio seguía poniéndola nerviosa: sus facciones, ni de simio ni humanas, sino el más desdichado conjunto de ambos. Y, sin embargo, en lo demás —su forma de expresarse, sus modales, su manera de sujetar el cigarrillo entre los dedos, largos y oscuros—, él se mostraba muy civilizado. Sin duda, la clase de hombre que a su madre le hubiera gustado como marido de Tesla, de no haber sido mono.
—Fletcher no ha desaparecido, créeme —dijo Raúl, al tiempo que le pasaba el cigarrillo.
Tesla lo cogió a desgana, no sentía muchos deseos de poner los labios donde él acababa de ponerlos; pero Raúl la observaba, la luz de la vela brillaba en sus ojos, y Tesla no tuvo más remedio que fumar, mientras él sonreía de satisfacción al ver que lo compartía con él.
—Estoy seguro de que Fletcher se ha transformado en alguna otra cosa —prosiguió Raúl—. En algo distinto.
—Brindo por eso —dijo Tesla, y dio otra chupada al cigarrillo.
En aquel momento se le ocurrió pensar que quizás ese tabaco fuese algo más fuerte que el de Los Ángeles.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Es bueno —replicó él—. ¿Te gusta?
—¿También te traen droga?
—Ellos mismos la cultivan —replicó Raúl, sin dar la menor importancia al asunto.
—Bien por ellos —exclamó Tesla, que dio una chupada extra al cigarrillo antes de devolvérselo.
Era fuerte, desde luego. Su boca estaba a la mitad de una frase que su mente no tenía la menor idea de cómo terminar cuando aún no se había dado cuenta de que había comenzado a hablar.
—…ésta es la noche de la que hablaré a mis hijos…, lo que sucede es que nunca tendré hijos… Bien, pues a mis nietos entonces… Les diré que estuve sentada con un hombre que había sido mono… ¿No te importa que te diga una cosa así? Lo que ocurre es que la primera vez…, y estamos aquí, y nos sentamos a charlar de su amigo…, y de mi amigo…, que solía ser hombre.
—Y cuando les cuentes todo eso, ¿qué les dirás de ti misma? —preguntó Raúl.
—¿De mí misma?
—Sí, ¿qué papel tendrás
tú
en el conjunto?, ¿en qué
te
piensas transformar?
Tesla lo pensó.
—¿Es que he de transformarme en algo? —acabó por preguntar.
Raúl le pasó lo que quedaba del porro.
—Todo se halla en constante transformación. Aquí, sentados, estamos transformándonos en algo.
—¿En qué?
—En más viejos, más cerca de la muerte.
—Mierda, no quiero encontrarme más cerca de la muerte.
—No tienes otro remedio —dijo Raúl con sencillez.
Tesla negó con la cabeza, que siguió moviéndose mucho tiempo después de que ella hubiera cesado de hacerlo.
—Lo que quiero es comprender —dijo al fin.
—¿Algo en concreto?
Tesla lo pensó un poco más de tiempo; examinó todas las opciones posibles, y eligió una.
—¿Todo? —preguntó.
Raúl rió, y su risa pareció a Tesla un sonido de campanas. Buen truco, estaba a punto de decirle, cuando le vio levantarse e ir hacia la puerta.
—En la Misión hay alguien —le oyó decir.
—…que habrá venido a encender las velas —sugirió ella, sintiendo que su cabeza parecía ir delante de su cuerpo a la zaga de Raúl.
—No —dijo él, que salió a la oscuridad—. No pisan por donde están las velas…
Tesla se había quedado mirando la llama de la vela mientras meditaba las preguntas de Raúl, y la imagen de la llama revoloteaba ante ella, ahora que se había levantado y andaba vacilante por la oscuridad, como una luz que la guiase por el borde del acantilado, pero la voz de Raúl era mejor guía.
Y cuando llegaron junto a las paredes de la Misión, Raúl le dijo que se quedase donde estaba; mas ella ignoró sus palabras y le siguió. Los encendedores de las velas estaban allí, no cabía duda, porque las luces llegaban desde la estancia de los retratos, dando un nuevo encanto al ambiente. Aunque el canuto de Raúl había espaciado los pensamientos de Tesla, éstos seguían siendo lo bastante coherentes como para hacerla pensar que había perdido demasiado tiempo, y que su trabajo en la Misión corría peligro. ¿Por qué no se había hecho cargo del Nuncio nada más llegar, tirándolo al océano, como Fletcher la había ordenado que hiciera? Se sintió irritada consigo misma, y eso la volvió audaz. En la oscuridad de la estancia de las pinturas murales, Tesla consiguió adelantarse a Raúl y penetrar la primera en el laboratorio, iluminado por las velas.