El gran espectáculo secreto (38 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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—Vamos, levántate —dijo ella—. Podemos escapar.

—Aléjate —murmuró él. Estaba completamente devastado.

—No —insistió Tesla—. Vamos
los dos.
Nada de heroicidades. Nos vamos los dos.

Miró a sus espaldas. Grillo estaba a punto de cerrar la portezuela de golpe contra el ejército de infantería que caía sobre el coche, saltando, y subiéndose al techo y al capó. Uno, del tamaño de un zambo, se puso a golpear repetidas veces el parabrisas con su cuerpo. Los otros tiraban de la manija y metían sus púas entre los cristales de las ventanillas y sus marcos.

—Vienen a por mí, sólo a por mí —repitió el muchacho.

—¿Nos seguirán si escapamos? —preguntó Tesla.

Él asintió. Le ayudó a ponerse en pie y, poniéndole el brazo derecho sobre su hombro (vio que tenía la mano muy herida), Tesla disparó la pistola contra la masa que se acercaba, acertando a una de las bestias más grandes, pero sin que eso redujese su velocidad en absoluto. Luego volvió la espalda a los atacantes y comenzó a tirar del muchacho.

Éste le dio instrucciones.

—Bajemos la cuesta —dijo.

—¿Por qué?

—A la Alameda.

—¿Por qué? —preguntó ella de nuevo.

—Es que mi padre… está allí.

Tesla no discutió. Lo único que se dijo fue que ojalá su padre, quienquiera que éste fuera, pudiese ayudarles, porque, en el caso de que consiguieran sacar ventaja al ejército, iban a llegar demasiado exhaustos para defenderse al final de la carrera.

Cuando giraban en la esquina siguiente, mientras el muchacho seguía dándole instrucciones con voz apenas audible, Tesla oyó el ruido producido por el parabrisas del coche al romperse.

A poca distancia de donde este drama tenía lugar, el Jaff y Tommy-Ray, llevando a Jo-Beth consigo, vieron cómo Grillo, medio a tientas, trataba de poner el motor en marcha. Acabó por conseguirlo, y el coche arrancó, arrojando de su capó al
terata
que había roto el parabrisas.

—¡Hijo de puta! —exclamó Tommy-Ray.

—No importa —lo tranquilizó el Jaff—, hay muchos más donde encontré a éstos. Tú espera a la fiesta de mañana y ya verás qué botín.

La bestia no estaba muerta del todo, exhalaba tenues gritos de dolor.

—¿Y qué hacemos con
eso?
—preguntó Tommy-Ray, como si hablase consigo mismo.

—Dejarlo ahí.

—Pues sí que va a pasar inadvertido —dijo el muchacho—. En seguida llamará la atención.

—No llegará a mañana —replicó el Jaff—; y para cuando los carroñeros se hayan encargado de él, nadie distinguirá lo que es.

—¿Y qué coño se comerá
eso
? —preguntó Tommy-Ray.

—Cualquier cosa con suficiente hambre —fue la respuesta del Jaff—, y siempre hay algo con suficiente hambre. ¿No es verdad, Jo-Beth?

Pero la chica no contestó. Había renunciado a llorar y a hablar. Lo único que hacía era observar a su hermano con triste expresión de confusión en el rostro.

—¿A dónde va Katz? —se preguntó el Jaff, en voz alta.

—Alameda abajo —le informó Tommy-Ray.

—Es que Fletcher le llama.

—No me digas.

—Justo lo que yo esperaba. Dondequiera que recale el hijo, allí encontraremos al padre.

—Eso si los
terata
no lo cogen antes.

—No le cogerán, tienen instrucciones mías de no hacerlo.

—¿Y qué pasará con la mujer que le acompaña?

—¿No te parece que nos viene como anillo al dedo? ¡Menuda samaritana! Morirá, por supuesto, pero qué estupenda muerte la suya, llena de elogios a su increíble caridad.

La observación del Jaff despertó el interés de la chica:

—¿Hay algo que te conmueva? —le preguntó.

El Jaff la observó con mirada atenta.

—Demasiadas cosas —dijo—, demasiadas cosas me emocionan. La expresión de tu rostro. La expresión del rostro de tu hermano. —Echó una ojeada a Tommy-Ray, que sonrió, luego volvió a mirar a Jo-Beth—. Lo único que quiero es ver las cosas con claridad. Ir a las
razones,
por encima de los sentimientos.

—¿Y es así cómo lo haces? ¿Matando a Howie y destruyendo Grove?

—Tommy-Ray ha aprendido a comprender, aunque sea a su manera. También tú comprenderás, si me das tiempo para explicártelo. Es una larga historia. Pero ten confianza en mí si te digo que Fletcher es nuestro enemigo, y que su hijo también lo es. Me matarían si pudiesen.

—Howie, no.

—Sí, también él. Es hijo de su padre, aunque él lo ignore. Y hay un premio que ganar, Jo-Beth. Se llama el Arte. Y cuando yo lo tenga lo compartiré…

—No quiero nada tuyo.

—Te enseñaré una isla…

—No.

—…y una orilla…

El Jaff la aferró, acarició su mejilla. Sus palabras serenaron a Jo-Beth, muy en contra de su buen juicio. No era la cabeza de feto lo que tenía ahora ante ella, sino un rostro que había visto dolor, que estaba surcado por el sufrimiento, y en el que, quizás, hubiera arraigado la sabiduría, la prudencia.

—Más tarde —dijo el Jaff— tendremos tiempo sobrado para hablar. En esa isla de la que te hablo, el día nunca termina.

2

—¿Por qué no nos adelantan? —preguntó Tesla a Howie.

Por dos veces, las fuerzas perseguidoras habían parecido a punto de adelantarles, cercarles y dominarles, y, otras tantas veces, sus filas habían aminorado la velocidad en el momento mismo en que se dieron cuenta de que estaban a punto de realizar su ambición. Tesla comenzaba a sospechar que la persecución estaba siendo orquestada. Y, de ser así, se inquietó, ¿por quién?, ¿y con qué intención?

El muchacho —le había dicho su nombre, murmurándolo apenas, Howie, varias calles antes— pesaba cada vez más. El último tramo que les quedaba hasta llegar a la Alameda se extendía ante los ojos de Tesla como un campo de maniobras de Infantería de Marina. ¿Dónde estaba Grillo, en ese momento que tanto lo necesitaba? ¿Perdido en el laberinto de callejas y callejones sin salida que hacía a esa ciudad tan difícil de cruzar, o habría caído víctima de los extraños seres que atacaron el coche?

A Grillo no le había ocurrido ninguna de ambas cosas. Confiando en que el ingenio de Tesla la mantendría a salvo de la horda el tiempo suficiente para permitirle a él encontrar ayuda, condujo como loco, primero hasta un teléfono público, luego a la dirección que acababa de averiguar allí. Aunque los miembros le pesaban como si fuesen de plomo y los dientes seguían castañeteándole, sus procesos mentales le parecían bastante claros, por más que sabía —a causa de los meses que siguieron a la catástrofe, pasados en un estupor alcohólico ininterrumpido— que esa claridad mental podía muy bien ser engañosa. ¿Cuántas resmas escritas bajo la influencia del alcohol que, al leerlas, le habían parecido la lucidez misma, resultaron tan ilegibles como
Finnegans Wake
cuando los efectos del alcohol pasaron? Quizá le estuviese ocurriendo en ese momento. Quizás estuviese perdiendo un tiempo que hubiera debido aprovechar mejor llamando a la primera puerta que encontrase para pedir ayuda urgente. Pero su instinto le decía que no la encontraría. La inesperada aparición de un sujeto sin afeitar, hablando de monstruos, bastaría para que le dieran con la puerta en las narices en cualquier hogar que no fuera el de Hotchkiss.

El hombre estaba en casa, y despierto.

—¿Grillo? Hombre, por Dios, ¿qué diablos le ocurre?

Hotchkiss no tenia razón para jactarse, porque parecía tan agotado como el mismo Grillo. Tenía un vaso de cerveza en la mano y varios hermanos de ése en los ojos.

—Acompáñeme y calle —le dijo Grillo—. Se lo explicaré por el camino.

—¿A dónde?

—¿Tiene armas?

—Tengo una pistola.

—Cójala.

—Espere, necesito…

—Ni una palabra más —dijo Grillo—. No sé por dónde han ido, y nosotros…

—Escuche —dijo Hotchkiss.

—¿Qué?

—Sirenas, oigo sirenas de alarma.

Las alarmas entraron en funcionamiento en el supermercado en cuanto Fletcher se puso a romper los escaparates. Sonaban con la misma estridencia en la tienda de alimentación de Marvin como en la de anímales, donde el ruido aumentaba con el que los animales, despertados de su sueño, hacían. Fletcher estimulaba el coro. Cuanto antes saliera Grove de su letargo, tanto mejor, y él no conocía mejor manera de despertarles que asestar un golpe inesperado a su arteria comercial. Una vez empezado el estruendo, Fletcher entró en dos de las seis tiendas en busca de aderezos con que apresurar su trabajo. El drama que había planeado tendría que estar cronometrado a la perfección para que impresione a los espectadores. Si fracasaba, al menos no vería las consecuencias de ese fracaso. Fletcher había tenido demasiados dolores en su vida, y demasiados pocos amigos dispuestos a compartirlos con él. Y de esos pocos, el más intimo de todos había sido, quizá, Raúl. ¿Dónde se encontraría Raúl? Muerto, con toda probabilidad, y su fantasma estaría acechando las ruinas de la Misión de Santa Catrina.

Recortando la Misión, Fletcher se detuvo en seco.
¿Y qué hay del Nuncio?
¿Sería posible que los restos de la gran obra, como el Jaff solía llamarla, estuviesen todavía en lo alto de la roca? De ser así, y si a algún inocente se le ocurría tropezar con ellos, toda aquella historia se repetiría entera. Y, entonces, el martirio voluntario que Fletcher estaba preparando no serviría para nada. Ésa era otra tarea que debería encargar a Howard antes de separarse de él para siempre.

Era raro que las sirenas sonaran durante mucho rato en Grove. Y seguro que nunca había habido tantas aullando al mismo tiempo. Su cacofonía flotó sobre la ciudad entera, desde el perímetro boscoso de Deerdell hasta la casa de la viuda de Vance, en la cima de la Colina. Aunque todavía era demasiado temprano para que la gente mayor de Grove estuviese ya dormida, casi todos ellos —les hubiera tocado el Jaff o no— se sentían extrañamente trastornados. Hablaban con sus familiares y amigos en susurros, si es que se sentían con fuerza para hablar; se pasaban las horas muertas en los huecos de las puertas o en el centro del comedor de sus casas incapaces por completo de recordar la razón que les había inducido a levantarse de sus cómodos solas. Y si alguien les hubiese preguntado cómo se llamaban, es probable que muchos no hubiesen sabido decirlo.

Pero las sirenas les alarmaron a todos, confirmando lo que sus instintos animales sabían desde el alba: las cosas no iban bien aquella noche; la situación no era ni normal ni racional. Lo mejor, en un caso así era permanecer en casa, con puertas y ventanas bien cerradas y vueltas a cerrar.

No todos eran pasivos, sin embargo. Algunos levantaron un poco las persianas para ver si había algún vecino por las calles. Otros llegaron incluso a acercarse a la puerta de la calle (mientras su cónyuge les pedían que volvieran, les advertían que no tenían necesidad alguna de salir, que no había nada fuera que no pudiesen ver en la televisión). Pero bastó con que uno solo se atreviera a salir a la calle, a despecho de todos los peligros, para que otros lo limitasen.

—¡Inteligente! —exclamó el Jaff.

—¿Qué se propone? —quiso saber Tommy-Ray—. ¿Por qué hace tanto ruido?

—Lo que él quiere es que la gente vea los
terata
—dijo el Jaff—. Quizás espera que así se rebelen todos contra nosotros. Ya lo ha intentado en otras ocasiones.

—¿Cuándo?

—Durante nuestros viajes por América. Pero entonces no levantó rebelión alguna, y tampoco lo va a conseguir ahora. La gente no tiene bastante fe, ni tampoco sueña lo suficiente. Y a Fletcher le hacen falta fe y sueños. Éste es indicio de que está desesperado. Ha sido vencido, y él lo sabe. —Se volvió a Jo-Beth—. Te gustará saber que voy a liberar a Katz de sus perseguidores. Ya sabemos dónde está Fletcher. Y donde lo encontraremos a él, también hallaremos a su hijo.

—Han dejado de perseguirnos —dijo Tesla.

Era cierto, la horda se había detenido.

—¿Qué diablos querrá decir esto?

Su peso no respondió, porque apenas si tenía fuerza para mover la cabeza. Pero cuando la levantó lo hizo en dirección al supermercado, uno de los comercios de la Alameda las lunas de cuyos escaparates habían sido rotas.

—¿Vamos al mercado? —preguntó ella.

Howie lanzó un gruñido.

—Lo que tú digas —respondió Tesla.

En el supermercado, Fletcher levantó la cabeza, distrayéndose de sus ocupaciones. El muchacho estaba a la vista. Una mujer lo llevaba a cuestas, casi en vilo, por entre un caos de cristales rotos. Fletcher dejó sus preparativos y se acercó a la ventana.

—¡Howard! —llamó.

Tesla levantó la vista. Howie ni siquiera lo intentó, para no desperdiciar la poca energía que le quedaba. El hombre que Tesla vio salir del supermercado no parecía un terrorista. Ni tampoco daba la impresión de ser el padre del muchacho, aunque, a Tesla, nunca se le habían dado bien los parecidos familiares. Era un hombre alto, descolorido, que, a juzgar por lo andrajoso de su atuendo, estaba en una situación tan precaria como la de su hijo. Tenía la ropa empapada, eso saltaba a la vista, y su nariz identificó el acre olor de la gasolina. El hombre goteaba gasolina al andar y Tesla temió de pronto haberse liberado de la persecución para caer en manos de un loco de atar.

—Apártate —le ordenó ella.

—Tengo que hablar con Howard antes de que el Jaff llegue.

—¿Quién?

—Tú le has guiado hasta aquí, a él y a su ejército.

—No he podido evitarlo. Howie se encuentra muy mal de verdad. Eso que tiene pegado a la espalda…

—A ver, déjame ver…

—Nada de llamas —advirtió Tesla—, o me voy de aquí.

—Comprendo —dijo Fletcher, levantando las palmas de las manos como un prestidigitador que quiere demostrar que no prepara truco alguno.

Tesla asintió, y permitió que se acercase.

—Déjale en el suelo —ordenó el hombre.

Tesla le obedeció, y sus músculos vibraron de gratitud. En cuanto Howie estuvo echado en el suelo, su padre asió con ambas manos al parásito, que comenzó a agitarse de inmediato, sus miembros aferrándose más y más a su víctima. Apenas consciente, Howie empezó a jadear, en busca de aliento.

—¡Le está matando! —chilló Tesla.

—¡Agárralo por la cabeza!


¿Cómo?

—¡Ya me has oído! ¡Su cabeza! ¡Sólo agárrala!

Tesla echó una ojeada al hombre, luego miró a la bestia. Después a Howie. Tres latidos. Al cuarto se atrevió a coger la cabeza de la bestia, cuya complicada boca estaba hincada en el cuello de Howie, pero Tesla consiguió que se soltase lo suficiente para, en su lugar, hincarse en su mano. En ese momento, el hombre que apestaba a gasolina dio un tirón y la bestia y el cuerpo del muchacho se separaron.

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