El gran espectáculo secreto (40 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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Fletcher sacó una cerilla. Iba a rascarla contra la caja cuando de la mano del Jaff volaron nuevos dardos de poder, dirigidos contra Fletcher. Le acertaron en los dedos, como balas, y fue tal su violencia que le arrancaron la caja y la cerilla de las manos.


No pierdas el tiempo con trucos
—le dijo el Jaff—.
Sabes que el fuego no va a hacerme daño. Tampoco a ti, a menos que sea por tu propia voluntad. Y si lo que quieres es extinción, no tienes más que pedírmelo.

Y en esa ocasión él mismo llevó su veneno a Fletcher, en lugar de lanzárselo con la mano. Se acercó a su enemigo y le tocó. El cuerpo de Fletcher se estremeció. Con agónica lentitud volvió la cabeza lo bastante como para ver a Tesla, y ella vio una tremenda vulnerabilidad en aquellos ojos; se había abierto a sí mismo al ataque al llevar a cabo su jugada final, el jaque mate que tenía pensado. Pero la astucia del Jaff había sabido entrar en contacto directo con su esencia misma. La súplica que se leía en su expresión era inequívoca: un mensaje de caos que se extendía por todo su sistema como consecuencia del contacto del Jaff. Para él, la única salvación que había era la muerte.

Tesla no tenía cerillas, pero sí la pistola de Hotchkiss. Sin decir una palabra se la arrancó de la mano. Su movimiento llamó la atención del Jaff, y, durante un gélido instante, Tesla vio fija en ella esa mirada de loco, y una cabeza de fantasma que se hinchaba en torno de aquellos ojos; otro Jaff se ocultaba detrás del primero.

Luego apuntó el cañón de la pistola hacia el suelo, detrás de Fletcher, y disparó. No se produjo una sola chispa, como ella esperaba. Volvió a apuntar, vaciando su cabeza de todo pensamiento que no fuera su voluntad de producir una chispa. No era la primera vez que encendía fuego en sus relatos, para interesar al lector. Pero ahora iba en serio, derecho a la carne.

Exhaló un lento suspiro, como solía hacer por las mañanas cuando se sentaba ante la máquina de escribir, y apretó el gatillo.

Le pareció ver el fuego antes incluso de que éste se encendiera.

Estalló como una tormenta luminosa; la chispa y el rayo que la precedió. El aire en torno a Fletcher se volvió amarillo. Luego, la llama saltó.

El calor fue repentino, e intenso. Tesla soltó la pistola y corrió hacia otro sitio para observar lo que iba a ocurrir. Fletcher la vio a través del incendio, y en su expresión hubo una dulzura que Tesla recordaría a lo largo de las aventuras que el futuro le tenía reservadas como un recordatorio de lo poco que ella entendía el funcionamiento del Mundo. Que un hombre pudiera gozar estando en llamas; que sacase algún beneficio de arder; que el fuego fuera el modo de sentirse realizado, todo ello constituía una lección que ningún maestro hubiera podido enseñar jamás. Pero ésa era la realidad, y creada por su propia mano.

Más allá del fuego, Tesla vio al Jaff alejarse de allí con un encogimiento de hombros lleno de ridículo. El fuego le había prendido los dedos con los que tocaba a Fletcher en ese momento. El Jaff se las apagó de un soplo, como quien apaga velas. Detrás de él, Howie y Tommy-Ray se apartaron del calor, aplazando su odio. Pero esa escena retuvo la atención de Tesla sólo un instante, que en seguida volvió a concentrarla en el espectáculo del incendio de Fletcher. En ese cortísimo instante, el
status
de Fletcher había cambiado. El fuego, que lo rodeaba como a una columna, no le consumía, sino que le
transformaba.
Durante ese proceso despedía relámpagos de materia brillante y luminosa.

La respuesta del Jaff a esas luces, retroceder como un perro rabioso cuando le echan agua, dio a Tesla una idea de la repugnante naturaleza de «aquello». Esas luces eran para Fletcher lo que las gotas de poder que le habían arrancado las cerillas eran para el Jaff: algún poder esencial liberado, y por eso el Jaff odiaba esas luces. La claridad hacía más visible el rostro que ocultaba tras la careta. Y al ver ese rostro, y el cambio milagroso que se producía en Fletcher, Tesla se acercó al fuego más de lo que la seguridad aconsejaba. Percibió el olor a quemado de su propio cabello, pero se sentía demasiado intrigada para retroceder. Ésta, después de todo, era su obra. Ella era la creadora. Como el primer mono que alimentó una llama, y, con ello, transformó a su tribu.

Ésa, comprendió Tesla, era la esperanza de Fletcher: la transformación de la tribu. O sea. No se trataba de un mero espectáculo. Las motas ardientes que el cuerpo de Fletcher desprendía llevaban en sí la intención de su progenitor. Salían de la columna como semillas luminosas, y tejían una búsqueda de terreno fértil en el aire. Los habitantes de Grove eran ese terreno, y las luciérnagas les encontraron esperándolas. Lo que le pareció milagroso a Tesla fue que ni uno de ellos huyó. Quizá la violencia recién presenciada había espantado ya a los medrosos, y los que quedaban estaban dispuestos a participar en la magia, hasta el punto de que algunos incluso avanzaron para saludar a las luces, como devotos que se acercan al altar a recibir la comunión. Primero los niños, cogiendo las motas en el aire, y comprobando así que no hacían daño. La luz se rompía contra sus manos abiertas, o contra sus rostros, que le daban la bienvenida, mientras el fuego se reflejaba un instante en sus ojos. Los padres de estos audaces fueron los siguientes en sentir el contacto. Algunos, golpeados por las motas, volvieron corriendo junto a su cónyuge.

—Es agradable —decían—. No hace daño. ¡Sólo es… luz!

Pero se trataba de algo más que eso, y Tesla lo sabía. Era Fletcher mismo. Y al dar así su propia sustancia física, él mismo iba extinguiéndose. Pecho, manos e ingle habían desaparecido ya casi por completo. La cabeza y el cuello estaban apenas sujetos a sus hombros, y éstos a la parte inferior del torso, todo ello unido por hilos de materia polvorienta a merced del más leve capricho de las llamas. Tesla los vio desaparecer también, romperse, tornarse luz. Ese espectáculo le recordó un himno de su niñez. Su mente rompió a cantar:
Jesús quiere hacer de mí un rayo de sol.
Una canción vieja para una nueva edad.

El primer acto de esa nueva edad llegaba a su fin. La esencia de Fletcher estaba consumida casi por entero; su rostro, corrido en torno a los ojos y a la boca; su cráneo se fragmentaba, su cerebro se fundía transformándose en luz y volaba de su cuenco como la cabeza de un diente de león a impulsos del viento de agosto.

Al arder, los pedazos de Fletcher que aún quedaban desaparecieron en el fuego. Carentes de combustible las llamas se apagaron. No hubo un momento intermedio, ni tampoco cenizas, ni siquiera humo. Sólo un instante de luz, de calor y de asombro. Después, nada.

Tesla había presenciado la transformación de Fletcher demasiado de cerca para contar el número de testigos que fueron tocados por su luz. Muchos, sin duda. Todos, quizá. Tal vez fuera su mismo número lo que impidió que el Jaff tomara represalias. Después de todo, tenía un ejército esperando en la noche. Pero el hecho es que no lo avisó. En vez de eso se marchó de allí llamando la atención lo menos posible. Y Tommy-Ray se fue con él. Pero Jo-Beth no. Howie se había situado junto a ella, pistola en mano, durante la cremación de Fletcher. Lo único que Tommy-Ray pudo hacer, en vista de ello, fue proferir unas cuantas amenazas poco coherentes y seguir los pasos de su padre.

Ésa fue, en lo esencial, la última actuación de Fletcher
el Brujo.
Desde luego, aquello tendría repercusiones, pero sólo cuando los que recibieron su luz hubieran tenido tiempo de asimilar ese don durante unas pocas horas. Sin embargo, hubo algunas consecuencias inmediatas. Para Grillo y Hotchkiss, la satisfacción de saber que sus sentidos no les habían engañado en las cuevas; para Jo-Beth y Howie, la unión, después de los sucesos que les habían llevado al borde mismo de la muerte; y para Tesla, el conocimiento de que, con la desaparición de Fletcher, un gran peso de responsabilidad había pasado a ella.

Sin embargo, el depositario de la mayor parte de la magia de aquella noche fue Grove. Sus calles habían visto horrores. Aunque sus ciudadanos habían sido tocados por espíritus.

Pronto, la guerra.

Quinta parte:
Esclavos y amantes
I
1

Cualquier alcohólico hubiera reconocido lo que ocurrió a la mañana siguiente en el Grove. Fue la conducta de un hombre que ha pasado la noche entera de botella en botella y tiene que levantarse temprano por la mañana y hacer como si se encontrara normal. Una ducha fría durante unos minutos para asestar a su sistema un golpe que le haga entrar en reacción. Después toma un «Alka—Seltzer» y café solo por todo desayuno, y, hecho esto, sale a la calle, a la luz del sol, pisando más fuerte que de costumbre y con la ultracongelada sonrisa de una actriz que acaba de perder el codiciado Oscar. Aquella mañana hubo más «Hola», «Buenos días» y «¿Qué tal estamos?» que de costumbre. Más vecinos se hicieron saludos llenos de animación al sacar sus coches del garaje familiar, más radios se oyeron anunciando el tiempo que iba a hacer (¡sol!, ¡sol!, ¡sol!) a través de ventanas abiertas de par en par para demostrar que en
aquella
casa no había secretos. Al forastero que llegase esa mañana por primera vez a Grove, le hubiera parecido que la ciudad estaba compitiendo en el concurso de Perfectville, de Estados Unidos. El aire de buen humor general forzoso se le hubiese cortado en el estómago.

Bajando por la Alameda, donde apenas hubiera sido posible no notar las huellas de una noche dionisíaca, la conversación general giraba sobre cualquier lema menos sobre la verdad. Una pandilla de los
Ángeles del Infierno
habían llegado la noche anterior a toda velocidad desde Los Ángeles, contaba alguien, con el único objeto de crear el caos en Grove. Esta explicación, a fuerza de ser repetida comenzaba a ganar credibilidad. Algunos llegaron a afirmar que habían oído sus motocicletas. Unos pocos incluso dijeron que las habían visto, retocando la ficción colectiva a sabiendas de que a nadie iba a ocurrírsele ponerla en duda. A media mañana, todos los fragmentos de cristal habían sido retirados y se habían clavado tablas cubriendo los huecos dejados por los cristales rotos de los escaparates. Para el mediodía, ya estaban encargadas lunas nuevas; y para las dos, instaladas. Desde los días de la
Liga de las Vírgenes,
Grove nunca se había mostrado tan unánime en la búsqueda de equilibrio; ni tampoco tan hipócrita. Y es que detrás de las puertas cerradas, en los cuartos de baño, en los dormitorios y en las guaridas, la historia que circulaba era completamente distinta. Allí no se sonreía; el paso normal cedía ante el paso nervioso y los lloros, y se tragaban píldoras que se buscaban por cualquier parte como los buscadores de oro buscan pepitas. Allí todos se confesaban —pero sólo a sí mismos, no a su cónyuge ni a sus perros— que algo iba mal hoy y que estaba pasando algo que nunca se remediaría del todo. Allí la gente trataba de recordar cuentos oídos en la infancia (aquellos cuentos, viejos y fantásticos, que los años habían ido eliminando del recuerdo, como una vergüenza), en espera de contrarrestar con ellos los miedos que les invadían. Algunos trataron de acabar con su inquietud a fuerza de beber, otros con la comida, y no faltó quien pensara en serio en la posibilidad de hacerse sacerdote.

En general, podía decirse que aquél era un día muy extraño en Grove.

Menos raro, quizá, para aquellos que disponían de datos concretos que barajar, por mucho que esos datos contradijesen lo que el día anterior había pasado por ser algo real. Para estos pocos, ahora dueños felices del conocimiento seguro de que monstruos y divinidades andaban sueltos por Grove, la cuestión no era: «¿Es verdad?», sino: «¿Qué quiere decir?»

Para William Witt, la respuesta era un encogimiento de hombros en señal de rendición. No tenía manera alguna de comprender los horrores que le habían aterrorizado en la casa de Wild Cherry Glade. Su última conversación con Spilmont, en la que éste desechaba su historia como pura invención, le había producido una cierta paranoia. O había una conspiración en marcha para mantener en secreto las maquinaciones del Jaff, o bien él, William

Witt, estaba volviéndose loco. Y esos recuerdos no se excluían mutuamente, lo que resultaba doblemente aterrador. Ante tan amargas agresiones, William Witt se había quedado encerrado en su casa, excepción hecha de su breve salida Alameda abajo la noche anterior. Aunque llegó tarde al espectáculo, y recordaba muy poco de lo que había visto, sí que se acordaba de su vuelta a casa y la noche de video babilónico que había tenido lugar a continuación. De ordinario, solía mostrarse muy parco con sus sesiones de «porno», prefiriendo escoger una o dos películas para verlas a gusto que hartarse con una docena. Pero la noche anterior se había hartado. Cuando sus vecinos los Robinson salieron para llevar a sus hijos al campo de juegos la mañana siguiente, William Witt seguía sentado ante su televisor, con las persianas bajadas, un montón de latas de cerveza a sus pies…, y venga vídeo. Tenía su colección organizada con la precisión de un bibliotecario profesional, con índice doble y sabía de memoria los nombres de las estrellas de cada una de sus épicas películas sudorientas, con todos los apodos, las historias desde el principio, las especialidades, y hasta las medidas de senos y pollas. Se sabía de memoria los argumentos, por verdes que fueran, y recordaba cada escena, hasta el menor gruñido y la más leve eyaculación.

Pero el desfile de vídeo no le excitó. Fue de película en película como un drogadicto entre camellos desvalijados, en busca de una droga que nadie podía darle, hasta que las películas formaban parte también de un montón junto al televisor. Fornicación doble, triple, oral, anal, orines, ligaduras, látigos, escenas de lesbianismo, bestialidad, violación, y hasta romanticismo, todo ello pasó ante sus ojos sin darle en absoluto el desahogo que necesitaba. Su búsqueda llegó a ser una especie de intento de encontrarse a sí mismo. «Lo que me excitará a mí
seré
yo mismo», acabó medio pensando.

Era una situación desesperada. La primera vez en toda su vida —si se excluían los sucesos de la
Liga
— en que el voyeurismo no había conseguido excitarle. La primera vez en que había deseado que los actores compartiesen su realidad como él compartía la de ellos. Siempre desconectaba el televisor en cuanto eyaculaba y hasta se mostraba algo desdeñoso acerca de los encantos de sus estrellas una vez que la influencia que tenían sobre él quedaba enjuagada con una toalla. Pero en ese momento se sentía de luto por ellas, como por amantes perdidas sin haber llegado a conocerlas debidamente; amantes cuyos orificios hubiera llegado a ver, pero sin que hubiese tenido acceso a ellos.

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