Empezó así:
Después del Moonglow Lounge y la insinuación de Janice Modine, se le ocurrió una idea: elaborar su propia ficha sobre la muerte de Goines, anotar cada dato, obtener copias de los informes de autopsia y dactiloscopia, presentar a Dietrich resúmenes para salir del paso y concentrarse en sus propias averiguaciones en su caso. Investigaría ese 187 aunque no le echara el guante a aquel canalla antes de que el capitán lo pusiera en otro caso. Fue al Hollywood Ranch Market, manoteó una pila de cajas de cartón, compró sobres, etiquetas de color, libretas amarillas, papel carbón y de máquina y regresó a casa, concediéndose dos tragos extra de I. W. Harper como recompensa por su esfuerzo. El alcohol lo tumbó en el diván, y el resultado fue escalofriante.
Las mutilaciones de Goines a todo color. Tripas y grandes penes magullados, tan cerca que al principio no pudo distinguir qué eran. Perros escarbando en la viscosidad, y él, la Cámara Humana, filmando hasta que se juntaba con la jauría y empezaba a morder. Dos noches.
Con un día espantoso en medio.
Desechó el sueño de la primera noche como una pesadilla causada por un caso frustrante y el hambre. Por la mañana comió una doble ración de tocino, huevos, bizcochos, tostadas y panecillos en el Wilshire Derby, se dirigió a la Oficina Central y revisó los archivos de Homicidios. No encontró datos sobre ningún asesinato en el que hubieran participado animales; los únicos homicidios homosexuales que guardaban algún parecido con el de Goines eran casos simples: arrebatos pasionales con el culpable capturado y todavía preso, o ejecutado por el Estado de California.
Después, más averiguaciones.
Llamó a Karen Hiltscher y la persuadió de que indagara por teléfono acerca de otras agencias que pudieran haber proporcionado trabajos a Martin Goines, y clubes de jazz de Los Ángeles que lo hubieran contratado en forma independiente. Le pidió que llamara a las demás oficinas del Departamento del sheriff y solicitara informes sobre robos de casas: antecedentes de músicos-ladrones que pudieran estar relacionados con Goines. La muchacha accedió a regañadientes; él le envió besos por teléfono, prometió llamar luego para ver los resultados y regresó a la agencia 3126.
Allí, la mujer le permitió echar otra ojeada a los antecedentes laborales del Cuerno de la Abundancia, y Danny copió direcciones de clubes y locales de carretera que se remontaban hasta la primera actuación de Martin en el 36. Pasó el resto del día recorriendo locales de jazz que se habían transformado en lavanderías automáticas o casas de hamburguesas; locales de jazz que habían cambiado de dueño media docena de veces; locales de jazz que habían conservado el mismo dueño durante años. Y obtuvo siempre la misma respuesta: hombros encogidos ante las fotos de Goines, la pregunta «¿Martin qué?», rostros pétreos ante la mención de los robos y el chico de la cara vendada.
Al atardecer llamó a Karen para preguntarle los resultados. Cero: más «¿Martin qué?», archivos de robo que daban once nombres —siete negros, dos mexicanos, dos blancos— cuyos antecedentes penales revelaban sangre AB positivo y cero negativo. Nada en absoluto.
Recordó la promesa que le había hecho a Janice Modine, llamó a San Dimas y habló con el jefe de Robo de Automóviles. John Lembeck aún estaba allí bajo custodia, acusado de varios robos. Danny comentó que Lembeck era su confidente, y enfatizó que lo harían papilla si ingresaba en una cárcel del condado. El jefe del escuadrón acepto a darle la libertad; Danny comprendió que John de la Selva recibiría primero una buena tunda, aunque no tan brutal como la que él mismo pensaba darle.
Luego regresó al apartamento, se tomó cuatro copas de I. W. y se puso a trabajar en la ficha. Preparó etiquetas y las pegó en carpetas: «Entrevistas», «Eliminaciones», «Cronología», «Detalles», «Pruebas físicas», «Antecedentes». Un pensamiento lo sacudió mientras redactaba un resumen detallado: ¿dónde había vivido Martin Goines desde el alta en el hospital de Lexington hasta su muerte? Ese pensamiento lo indujo a llamar por teléfono al hospital para pedir una lista de otros hombres que hubieran salido con rumbo a California en la misma época que Goines. Recibió la respuesta después de una espera de veinte minutos en una conferencia de larga distancia: ninguno.
A continuación, agotamiento, calambres y falta de sueño. Tras cuatro copas más y varias vueltas en la cama logró sumirse en un sueño intranquilo. De nuevo los perros y la Cámara Humana con dientes —sus dientes— mordiendo un depósito entero de cadáveres cero positivos tendidos en camillas. La mañana y otro suculento desayuno lo convencieron de proceder por eliminación; llamó a Antivicio, obtuvo la lista de criadores y la advertencia de que se fuera con cuidado: los criaderos de perros de Malibu Canyon estaban a cargo de matones, primos de los energúmenos de Tennessee. Allí criaban sus toros de lidia, lo cual no transgredía la ley; esos perros sólo luchaban al sur de Los Ángeles, y desde la guerra ninguno de esos hombres había sido arrestado por peleas de perros.
Danny salió de la carretera del Pacífico en Canyon Road y avanzó tierra adentro entre colinas cubiertas de arbustos achaparrados y bordeadas por manantiales y valles. Era una angosta carretera de dos carriles, a la izquierda campamentos infantiles, establos y clubes nocturnos, a la derecha un muro para contener un bosque y un largo tramo de arboleda. Los letreros que señalaban hacia la arboleda indicaban claros, casas y personas; Danny vio tejados de villas, agujas Tudor, chimeneas de extravagantes cabañas de troncos. Poco a poco la calidad de las fincas disminuyó: sin vistas al océano, sin brisa marina, un bosque cada vez más tupido y viviendas cada vez más ocasionales. Cuando llegó a la cima de Malibu Ridge y empezó a conducir cuesta abajo, supo que los criaderos de perros tenían que estar cerca. El paisaje estaba salpicado de pequeñas casas revestidas con tela asfáltica y el calor aumentaba a medida que raleaba la vegetación.
El agente de Antivicio con quien había hablado decía que los tres criaderos estaban a un kilómetro y medio por un camino de tierra señalizado por un letrero: PERROS DE PELEA - REPUESTOS PARA AUTOMÓVILES. Danny encontró el letrero cuando el camino bajó a un tramo largo y chato, con el Valle de San Fernando a lo lejos. Viró. El Chevy dio bandazos durante un kilómetro. Había cabañas a ambos lados. Al fin divisó tres edificios grises rodeados por alambre de púa; tres patios de tierra llenos de ejes, árboles de transmisión y bloques de cilindros; tres corrales con perros macizos y musculosos.
Danny se aproximó a la cerca, se clavó la placa en la chaqueta y tocó la bocina, una pequeña cortesía para los ocupantes de los edificios. Los perros ladraron; Danny se dirigió hasta la alambrada y los miró.
No eran los perros de sus pesadillas —negros, relucientes, con dientes blancos y acerados— sino terriers leonados, tostados y manchados, de pecho cilíndrico y mandíbulas gruesas, puro músculo. No tenían los descomunales genitales de sus perros; sus ladridos no sugerían chasquidos de muerte; no eran feos, eran sólo animales criados para una actividad cruel. Danny contempló a los del corral más cercano, preguntándose qué harían si les daba una palmada en la cabeza, luego les dijo que se alegraba de que no se parecieran a otros perros que conocía.
—Violador, Sierra y Tren Nocturno. En total han ganado dieciséis peleas. Todo un récord para un criadero de California Sur.
Danny se volvió hacia la voz. Un hombre muy gordo vestido con un mono estaba plantado en la puerta de la cabaña que había a su izquierda; usaba gafas gruesas, y quizá no veía muy bien. Danny se arrancó la placa y se la guardó en el bolsillo, pensando que era un hombre locuaz que se tragaría el anzuelo de un seguro.
—¿Puedo hablar con usted acerca de sus perros?
El hombre caminó hacia la cerca entornando los ojos.
—Booth Conklin —se presentó—. ¿Está buscando un buen sabueso de pelea?
Danny miró los ojos de Booth Conklin. Uno era acuoso, el otro estaba turbio y lleno de cataratas.
—Dan Upshaw. Podría empezar por darme alguna información sobre ellos.
—Puedo hacer más que eso —se ofreció Conklin.
Caminó contoneándose hasta la jaula de un perro manchado y levantó la tranca. El animal dio un salto, apoyó las patas delanteras en la cerca y se puso a chupar el alambre. Danny se agachó y le rascó el hocico. Una lengua rosada le lamió los dedos.
—Buen chico —dijo, desechando al instante las teorías del doctor Layman.
Booth Conklin retrocedió, empuñando una madera larga.
—Ante todo, no le hable como a un crío, de lo contrario no le tendrá respeto. Violador es un surtidor, sólo quiere mojarle los pantalones. Mi primo Wallace lo llamó Violador porque es capaz de montar cualquier cosa. ¡Abajo, Violador!
El perro seguía lamiendo los dedos de Danny; Booth Conklin le propinó un maderazo en el trasero. Violador aulló, retrocedió y se frotó el lomo contra la tierra, pataleando en el aire. Danny apretó los puños; Conklin metió la madera en la boca de Violador. El perro bajó las patas; Conklin lo levantó y lo mantuvo a distancia. Danny jadeó ante esa exhibición de fuerza.
Conklin habló con calma, como si frenar treinta kilos de perro con una madera fuera cosa de todos los días.
—Estos perros dan tarascadas y tienen que aguantar las que reciben. No le venderé ningún perro si piensa mimarlo.
Violador estaba quieto, un gruñido en la garganta. Cada músculo se mostraba perfectamente perfilado; Danny pensó que ese animal era una belleza perfecta en su maldad.
—Vivo en un apartamento, así que no puedo tener un perro —dijo.
—¿Ha venido a mirar y charlar?
Los gruñidos de Violador eran más profundos y placenteros; se le contrajeron los testículos y tuvo una erección. Danny miró hacia otra parte.
—He venido a hacer preguntas.
Conklin entornó los ojos detrás de las gruesas gafas.
—No será policía, ¿verdad?
—No, soy investigador de seguros. Trabajo en un caso de muerte y pensé que usted podría darme algunas respuestas.
—Soy un tipo servicial, ¿verdad, Violador? —dijo Conklin, moviendo la madera con giros de la muñeca mientras el perro olisqueaba el aire. Violador aulló, gañó y jadeó; Danny comprendió lo que ocurría y se concentró en las gafas del gordo, gruesas como botellas de Coca-Cola. Violador soltó un jadeo final, se aflojó y cayó al suelo. Conklin rió—. Veo que no tiene humor para estos perros. Responderé a sus preguntas. Tengo un primo que anda en seguros, así que les tengo afecto.
Violador se aproximó a la cerca y trató de frotar el hocico contra la rodilla de Danny; éste retrocedió un paso.
—Se trata de un presunto asesinato. Sabemos que un hombre mató a la víctima, pero el forense cree que quizá le soltaron un coyote o un lobo después de la muerte. ¿Qué piensa usted de la idea?
Conklin cogió un mondadientes y escarbó mientras hablaba.
—Amigo, conozco bien a la familia canina, y los coyotes y lobos quedan descartados… a menos que el asesino los hubiera capturado, hambreado, y luego les dejara el cadáver para que lo limpiaran en un sitio cómodo. ¿Qué lesiones mostraba la víctima?
Danny miró cómo Violador se enroscaba en el suelo y se dormía, saciado, los músculos relajados.
—Localizadas. Dentelladas en el estómago, los intestinos mordidos y lamidos. Tuvo que haber ocurrido bajo techo, porque el cuerpo estaba seco cuando la policía lo halló.
Conklin rió entre dientes.
—Entonces descarte a los coyotes y a los lobos. Enloquecerían y se lo engullirían entero, y no es fácil mantenerlos dentro de una casa. ¿Usted está pensando en perros de pelea?
—Tal vez.
—¿Están seguros de que no son marcas de dientes humanos?
—No, no estamos seguros.
Booth Conklin señaló las jaulas.
—Amigo, dirijo estos criaderos para mis primos, y sé cómo lograr que los animales me obedezcan. Si estuviera tan chiflado como para querer que uno de mis cachorros le comiera las tripas a un hombre, supongo que encontraría un modo de hacerlo. Pero, aunque me gustan los deportes sangrientos, no puedo imaginar a ningún ser humano haciendo lo que usted dice.
—Si quisiera conseguirlo, ¿cómo lo haría?
Conklin palmeó las ancas de Violador; el perro meneó la cola perezosamente.
—Lo mataría de hambre, lo encerraría, haría desfilar hembras en celo alrededor de la jaula para volverlo loco. Le pondría un bozal, le sujetaría las patas, le ataría la verga para que no pudiera eyacular. Le acariciaría la verga con un guante de goma para excitarlo, le estrujaría los testículos para que no pudiera terminar. Conseguiría sangre menstrual de perra y se la arrojaría a los ojos y a la nariz durante una semana, hasta que la asociara con el alimento y el afecto. Luego, cuando tuviera ese cadáver, le arrojaría un gran charco de sangre de hembra donde quisiera que él mordiese. Y también tendría una pistola a mano por si ese torturado animal decidiera atacarme a mí. ¿La respuesta le satisface?
Danny pensó: no hubo animales, no encaja. Pero le pediría al doctor Layman que examinara los órganos de Goines, las zonas cercanas a las mutilaciones, exámenes para buscar un segundo tipo sanguíneo, no humano. Le hizo otra pregunta a Booth Conklin.
—¿Qué clase de gente le compra perros?
—Gente amante de los espectáculos sangrientos, pero no me refiero a esa locura que dice usted.
—¿No son ilícitas las peleas de perros?
—Si usted sabe a quién untar, no hay ley. ¿Está seguro de que no es policía?
Danny meneó la cabeza.
—Soy de Amalgamated Insurance. ¿Recuerda haber vendido un perro a un hombre alto, canoso, maduro, durante los últimos seis meses?
Conklin pateó suavemente a Violador; el perro se despabiló, se levantó y trotó hasta su jaula.
—Amigo, mis clientes son sementales jóvenes con camionetas y negros que quieren tener el perro más feroz de la manzana.
—¿Tiene algún cliente diferente? ¿Inusual?
Booth Conklin soltó una risotada tan fuerte que casi se tragó el mondadientes.
—Durante la guerra, gente del cine vio mi letrero, pasó y dijo que quería hacer una película, dos perros vestidos con máscaras y disfraces y luchando a muerte. Les vendí dos perros de veinte dólares por un billete de cien.
—¿Filmaron la película?
—No la vi anunciada en Grauman's Chinese, así que lo ignoro. Cerca de la playa hay un sanatorio donde personajes de Hollywood hacen curas de reposo. Supuse que aquellos sujetos venían de allí y se dirigían al Valle cuando vieron mi letrero.