El gran desierto (42 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
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Danny se abrió camino y arrancó la obscenidad de la pared; dio media vuelta, se enfrentó a un contingente de policías hostiles e hizo trizas el pedazo de cartulina. Los policías abrieron la boca, se calmaron y lo miraron fijamente. Gene Niles se abrió paso entre ellos y se enfrentó a Danny.

—Hablé con un tipo llamado Leo Bordoni —espetó—. No se decidía a cantar, pero noté que lo habían interrogado antes. Creo que usted le echó el guante, y creo que fue en el apartamento de Goines. Cuando le describí el lugar, me pareció que él ya había estado allí.

Excepto por Niles, la sala era un borrón.

—Ahora no, sargento —dijo Danny severamente, la voz de la autoridad.

—Al demonio con eso. Creo que usted se entrometió en mi jurisdicción. Sé que usted no recibió esa noticia por la radio e intuyo de dónde la consiguió. Si puedo probarlo, está usted…

—Ahora no, Niles.

—Al demonio con eso. Yo tenía un buen caso de asalto en marcha hasta que apareció usted con esos maricas. ¡Usted está obsesionado con los invertidos, no se los puede sacar de la cabeza, y tal vez sea un maldito maricón!

Danny atacó. Rápidas izquierdas y derechas, puñetazos rápidos que le dieron de lleno a Niles, le destrozaron la cara sin detenerle el cuerpo. Los policías hostiles se alejaron. Danny lanzó un gancho al vientre, Niles lo esquivó y le lanzó un
uppercut
que aplastó a Danny contra la pared. Se quedó allí, un blanco inmóvil, fingiendo que no existía; Niles le descargó la manaza derecha contra la cintura. Danny se escabulló a tiempo y el puño de Niles se estrelló contra la pared; al ruido de huesos astillados siguió un grito. Danny se movió a un lado, hizo girar a Niles y le pegó una y otra vez en el estómago, Niles se arqueó. Danny notó que los policías hostiles cerraban el cerco. «¡Basta!», gritó alguien; fuertes brazos lo sujetaron y lo rescataron. Era Jack Shortell, susurrando «Tranquilo, tranquilo» mientras lo abrazaba como un oso. Los brazos lo soltaron y alguien gritó: «¡El comandante de guardia!» Danny se aflojó y dejó que el veterano policía lo sacara por una puerta lateral.

Krugman-Upshaw-Krugman.

Shortell llevó a Danny hasta el coche, arrancándole la promesa de que intentaría dormir. Danny condujo hasta su casa, cada vez más deshecho e inseguro. Al fin le venció el agotamiento y recurrió a diálogos Ted-Claire para permanecer despierto. El diálogo lo acompañó hasta la cama, y al pasar bebió un sorbo de la botella de Mal Considine. Tapándose con la chaqueta de cuero de Krugman, se durmió de inmediato.

Lo acompañaron mujeres extrañas y «él».

Baile en la secundaria de San Berdoo, 1939. Glenn Miller y Tommy Dorsey por los altavoces. Susan Seffert lo lleva al gimnasio y al vestuario de chicos, usando como señuelo una lata de galletas. Ya dentro, le desabrocha la camisa, le lame el pecho, le muerde el vello. Él trata de entusiasmarse mirando su propio cuerpo en el espejo, pero sigue pensando en Tim; eso le hace bien pero resulta doloroso, no se pueden tener ambas cosas. Le dice a Susan que conoció a una mujer mayor a quien quiere ser fiel y menciona a la suicida Donna, quien le compró esa bonita cazadora de aviador, un auténtico trofeo de héroe de guerra. «¿Qué guerra?», pregunta Susan; la acción se esfuma porque él sabe que algo no encaja, faltan dos años para Pearl Harbor. Luego ese hombre alto, sin rasgos faciales, de pelo plateado, desnudo, está allí, rodeándolo en un círculo, y mientras entorna los ojos besa a Susan en la boca.

Luego un pasillo con espejos, él persiguiéndolo a «él»; Karen Hiltscher, Roxy Beausoleil, Janice Modine y mujeres de Sunset Strip se abalanzan sobre él mientras él arroja excusas.

—Hoy no puedo. Tengo que estudiar.

—No sé bailar, soy muy tímido.

—En otra ocasión, ¿de acuerdo?

—Encanto, no nos liemos. Trabajamos juntos.

—No quiero.

—No.

—Claire, eres la única mujer verdadera que he conocido desde Donna.

—Claire, quiero follarte tanto como follaba a Donna y a todas las demás. Ellas disfrutaban porque yo disfrutaba con ellas.

Lo estaba alcanzado a «él», viendo con más precisión a ese hombre canoso con contextura de letrina de ladrillos. La aparición dio media vuelta; no tenía cara, pero tenía el cuerpo de Tim y un miembro mayor que el de Demon Don Eversall, quien solía pasearse por la ducha, juntar agua en el descomunal prepucio, empuñar su verga y ronronear: «Ven a beber de mi copa del amor.» Besos intensos; cuerpos fundidos, uno dentro del otro, Claire salía del espejo, diciendo:

—Eso es imposible.

Luego un escopetazo, y otro, y otro.

Danny despertó sobresaltado. Oyó un cuarto timbrazo, vio que había empapado la cama de sudor, sintió ganas de orinar y apartó la chaqueta para encontrar sus pantalones mojados. Fue hasta el teléfono y barbotó:

—¿Sí?

—Danny, habla Jack.

—Sí, Jack.

—Hijo, he logrado quitarte de encima al comandante de guardia un teniente llamado Poulson. Es amigote de Al Dietrich, y se muestra razonable en cuanto a nuestro Departamento.

Danny pensó: y Dietrich es amigote de Felix Gordean, quien tiene conocidos en el Departamento de Policía y en la Fiscalía de Distrito, y Niles está relacionado con vete a saber quién en el Departamento del sheriff.

—¿Y Niles?

—Lo han distanciado de nuestra misión. Le dije a Poulson que te estaba acosando, que él empezó la pelea. Creo que estarás bien. —Una pausa, luego—: ¿Estás bien? ¿Has dormido?

El sueño regresaba, Danny ahuyentó una imagen de «él».

—Sí, he dormido. Jack, no quiero que Mal Considine se entere de lo que ha pasado.

—¿Es tu jefe en el gran jurado?

—Sí.

—Bien, yo no le diré nada, pero es probable que alguien se vaya de la lengua.

Mike Breuning y Dudley Smith lo reemplazaron a «él».

—Jack, tengo que trabajar en la otra misión. Te llamaré mañana.

—Algo más —añadió Shortell—. Ha habido suerte con nuestras averiguaciones acerca de coches robados: se llevaron un Oldsmobile a dos manzanas de La Paloma. Lo abandonaron en el muelle de Samo, sin huellas, pero añadiré «ladrón de coches» a nuestros antecedentes. Y hemos hecho ciento cuarenta y una llamadas a talleres dentales. Vamos despacio, pero presiento que lo atraparemos.

«Él».

Danny rió. Le dolían las heridas del día anterior, y nuevas magulladoras le hacían arder los nudillos.

—Sí, lo atraparemos.

Danny se transformó de nuevo en Krugman con una ducha y un cambio de ropa, Ted el Semental Rojo en la chaqueta deportiva de Karen Hiltscher, pantalones de franela y una camisa de seda del vestuario cedido por Considine. Condujo hacia Beverly Hills despacio, mirando el espejo retrovisor de vez en cuando por si algún coche lo seguía demasiado cerca y un hombre sin cara lo miraba demasiado intensamente, haciendo brillar los faros porque en el fondo ansiaba que lo atraparan, que todos supieran por qué. No aparecieron sospechosos en el espejo; dos veces estuvo a punto de chocar por su lentitud. Llegó a la casa de Claire de Haven tres cuartos de hora más temprano; vio Cadillacs y Lincolns en la calzada, luces tenues brillando detrás de cortinas y una estrecha ventana vertical, tapada por cortinas pero abierta. La ventana daba a un sendero de piedra y a arbustos altos que separaban la residencia De Haven de la casa contigua; Danny se acercó, se acuclilló y escuchó.

Oyó palabras, entre toses y farfulleos. La exclamación de un hombre: «Cohen y sus malditos lacayos tienen que perder la chaveta primero.» Claire: «Todo consiste en saber cuándo presionar.» Una suave voz del Este: «Tenemos que dar a los estudios una salida para que salven las apariencias, por eso es importante saber cuándo. Todo tiene que saltar en el momento preciso.»

Danny escuchó pensando en probables testigos. Oyó una larga digresión sobre las elecciones presidenciales del 52 —quiénes serían los candidatos, quiénes no lo serían— que degeneró en una pueril competencia de gritos, hasta que Claire impuso su opinión de que serían Stevenson y Taft, sicarios fascistas de diversa importancia. Se mencionó a un director de cine llamado Paul Doinelle y sus clásicos «estilo Cocteau»; luego un dueto casi completo: el hombre de voz suave riéndose de «viejas llamas», un hombre de estentóreo acento sureño replicando: «Pero yo tengo a Claire.» Danny recordó los archivos psiquiátricos: Reynolds Loftis y Chaz Minear habían sido amantes en el pasado; Considine le había dicho que ahora Claire y Loftis estaban comprometidos. Sintió un retortijón en el vientre y miró el reloj: las 8.27, hora de enfrentarse al enemigo.

Rodeó la casa y llamó al timbre. Claire abrió la puerta y dijo «Qué puntual». Danny vio que el maquillaje y el traje le disimulaban las arrugas y le marcaban las curvas mejor que la pintura y el vestido del restaurante.

—Estás encantadora, Claire —saludó.

—Guárdalo para después —susurró Claire.

Le cogió del brazo y lo llevó al salón, elegancia sutil equilibrada por fotografías cinematográficas enmarcadas: títulos izquierdistas que había visto en sus informes. Había tres hombres de pie, bebiendo: un fulano de aire semítico en traje, un sujeto menudo y pulcro que llevaba un suéter de tenis y pantalones blancos, y un duplicado de «él», un hombre de pelo plateado, casi cincuentón, más de un metro ochenta, tan flaco como Mal Considine pero diez veces más guapo. Danny le miró la cara, pensando que algo le resultaba familiar en la configuración de los ojos, luego miró hacia otro lado: homosexual, ex homosexual o lo que fuese, era sólo una imagen, un comunista no un asesino.

Claire hizo las presentaciones.

—Caballeros, Ted Krugman. Ted, de izquierda a derecha tenemos a Mort Ziffkin, Chaz Minear y Reynolds Loftis.

Danny les dio la mano. Ziffkin respondió con un «Hola, campeón», Minear con un «Es un placer» y Loftis con una sonrisa socarrona, un aparte implícito: dejo que mi novia coquetee con jovencitos. Saludó al hombre alto con mayor firmeza, adoptando la personalidad de Ted K.

—El placer es mío, y ansío ponerme a trabajar.

Minear sonrió, Ziffkin dijo «Así me gusta», Loftis comentó:

—Tú y Claire debéis hablar de estrategia, pero tráela a casa temprano, ¿entiendes? —Acento sureño, pero seco, y otro aparte: esa noche dormiría con De Haven.

Danny rió, consciente de que acababa de memorizar los rasgos de Loftis.

—Vamos, Ted —suspiró Claire—. La estrategia espera.

Salieron. Danny pensó en seguimientos y llevó a Claire hacia su coche.

—¿Dónde quieres planear la estrategia? —dijo ella: su propio aparte, su parodia de la ironía de Loftis. Danny le abrió la puerta y tuvo una idea: recorrer el distrito negro con la protección de una mujer. Hacía casi dos semanas que había estado allí haciendo preguntas, quizá no lo reconocieran con su nueva indumentaria, y «él» había estado en esa zona el día anterior.

—Me gusta el jazz. ¿Y a ti?

—Me encanta, y conozco un buen lugar en Hollywood.

—Yo conozco algunos sitios realmente buenos en South Central. ¿Qué me dices?

Claire titubeó, luego dijo:

—Muy bien, suena divertido.

Al este por Wilshire, al sur por Normandie. Danny conducía deprisa, pensando en su reunión de medianoche y en cómo aplacaría a Considine por la pelea con Niles; miraba el espejo retrovisor aparentando concentración, sonriendo en cada ocasión para que Claire creyera que pensaba en ella. En el espejo no descubrió nada que le llamara la atención; la cara de Reynolds Loftis permaneció en su mente, unos rasgos desdibujados para que la cara no pasara inadvertida. Claire fumaba un cigarrillo tras otro y tamborileaba con las uñas en el salpicadero.

El silencio era propicio, dos idealistas sumidos en sus pensamientos. Al este por Slauson, al sur por Central, más vistazos al espejo ahora que estaban en el coto de caza de «él». Danny frenó frente al Zombie.

—Ted, ¿de qué tienes miedo? —dijo Claire.

La pregunta le sorprendió tanteándose la cintura en busca de la porra que siempre llevaba cuando recorría el distrito negro; se quedó quieto y aferró el volante, Ted el Rojo, amigo de los negros perseguidos.

—Los Transportistas, supongo. Estoy algo oxidado.

Claire le tocó la mejilla.

—Estás cansado, solo y nervioso. Tu constante esfuerzo por resultar agradable y hacer lo correcto resulta conmovedor.

Danny se apoyó en la caricia, con un nudo en la garganta como al ver la botella de Considine. Claire apartó la mano y le besó el lugar que había tocado.

—Me enloquecen los solitarios. Ven, hombre fuerte y silencioso. Escucharemos música y no hablaremos de política.

El nudo aún le cerraba la garganta, el beso aún estaba tibio. Danny caminó hacia la puerta precediendo a Claire; el portero de Año Nuevo estaba allí y lo miró como si sólo fuera otro parroquiano blanco. Claire lo alcanzó justo cuando el aire frío lo devolvía a la normalidad: Krugman el comunista en una cita, Upshaw el policía de Homicidios haciendo horas extras. Cogió el brazo de Claire y la condujo al interior del local.

El Zombie no había cambiado desde su anterior visita, con una orquesta aún más estentórea y disonante gimiendo en el escenario. Esta vez la clientela era totalmente negra: un mar de caras oscuras bañadas por las luces coloreadas, un lienzo fluctuante donde una cara blancuzca sobresaldría gritado «¡Soy yo!». Danny dio al encargado un billete de cinco y pidió una mesa junto a la pared que le permitiera controlar toda la sala; el hombre los condujo hasta cerca de la salida trasera, anotó el pedido de un burbon doble y un martini seco, se inclinó y llamó a una camarera. Danny acomodó a Claire en la silla más cercana al escenario, y él optó por la que le permitía observar la barra y el público.

Claire entrelazó los dedos con los de Danny y los movió rítmicamente sobre la mesa, un golpeteo suave, un contrapunto de la música chillona que llenaba la sala. Llegaron las copas. Claire pagó a la camarera negra con un billete de cinco y movió la mano para rechazar el cambio. La muchacha se fue. Danny bebió un sorbo de burbon, era barato y le quemaba las entrañas. Claire le estrujó la mano, la apretó a su vez, agradeciendo que la música estridente les impidiera hablar. Escudriñando la muchedumbre, intuyó que era imposible que «él» estuviera allí. Ahora sabía que la policía lo tenía fichado como ladrón de coches en el distrito negro y evitaría South Central como la peste.

Pero el lugar parecía acogedor, seguro y oscuro. Danny cerró los os y prestó atención a la música, mientras Claire aún marcaba el ritmo con la mano. El ritmo del conjunto era complejo: la batería le disparaba una melodía al saxo, el saxo la despedazaba en digresiones, volviendo a acordes cada vez más simples, luego al tema principal, luego la trompeta y el bajo echaban a volar, enloqueciendo con notas cada vez más complejas. Las transiciones resultaban hipnóticas; la mitad de los acordes eran feos y extraños, y le hacían desear el regreso de los temas simples y bonitos. Danny escuchó, ignorando la bebida, tratando de seguir la música y predecir adónde iba. Creía haber captado la sincronización cuando un crescendo surgió de ninguna parte, los músicos dejaron de tocar, el aplauso estalló como un trueno y se encendieron unas luces brillantes.

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