El gran desierto (19 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
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Le sorprendió un olor entre ácido y metálico. En cámara lenta, Danny dejó el equipo en el suelo, desenfundó el arma y tanteó la pared buscando un interruptor. Su pulgar encendió uno de golpe, sin darle tiempo a prepararse para mirar. Vio un cuchitril transformado en matadero.

Sangre en las paredes. Estrías enormes, inequívocas, escupitajos espumarajos, salivando un líquido rojo entre los dientes, trazando pequeños dibujos en el empapelado barato con motivos florales. Cuatro paredes enteras: curvas, rizos, un trazo semejante a una complicada letra G. Pegotes de sangre en una alfombra deshilachada, sangre en charcos secos sobre el suelo de linóleo, sangre en un desvencijado sofá de color claro, salpicaduras de sangre sobre una pila de periódicos cerca de una mesa donde había una bandeja, un platillo y una lata de sopa. Demasiada sangre para ser de un solo ser humano.

Danny respiró hondo; vio dos entradas sin puerta en la pared izquierda. Enfundó la 45, hundió las manos en los bolsillos para no dejar huellas y examinó la más cercana.

El cuarto de baño.

Paredes blancas cubiertas por líneas de sangre verticales y horizontales, perfectamente rectas, cortándose en ángulo recto, el asesino entrando en calor. Una bañera, los costados y el fondo embadurnados con una materia entre marrón y rosada que parecía sangre mezclada con grumos de jabón. Una pila de prendas masculinas —camisas, pantalones, cazadora— amontonada sobre el asiento del inodoro.

Danny abrió el grifo del lavabo con un nudillo, bajó la cabeza, se enjuagó y bebió. Al levantar la mirada, sorprendió su cara en el espejo; por un instante no se reconoció. Regresó al cuarto principal, sacó guantes de goma del maletín, se los puso, volvió al cuarto de baño y examinó la ropa, tirándola al suelo.

Tres pares de pantalones. Tres camisas de algodón. Tres pares de calcetines enrollados. Un suéter, una cazadora, una chaqueta deportiva. Tres víctimas.

Otra entrada.

Danny salió del cuarto de baño caminando hacia atrás, giró hacia una cocina diminuta, esperando un gigantesco torrente rojo. Allí la limpieza era perfecta: fregona, Ajax y un jabón guardado en un anaquel encima de una pica limpia; platos limpios en una bandeja de plástico; un calendario de 1949 clavado en la pared, los primeros once meses arrancados, ninguna anotación en la página de diciembre. Un teléfono en una mesita junto a la pared lateral y una estropeada nevera junto a la pica.

Sin sangre ni dibujos escalofriantes. El mareo pasó, el pulso se le calmó con chisporroteos de cable pelado. Otros dos cuerpos arrojados en alguna parte; una incursión ilegal en terreno del Departamento de Policía, División Hollywood, donde el escándalo Brenda Allen se cobraba el precio más alto, donde odiaban más al Departamento del sheriff. Su violación de la orden directa del capitán Dietrich: ni violencia ni arrogancia en la ciudad. No había modo de dar parte de su hallazgo. La vaga probabilidad de que el asesino llevara allí al número cuatro.

Danny bebió agua del grifo, se enjuagó la cara, dejó que el agua le empapara los guantes y los puños de la chaqueta. Pensó en buscar una botella; el estómago le resollaba; cogió el teléfono y llamó a la oficina. Respondió Karen Hiltscher.

—Sheriff, Hollywood Oeste. ¿En qué puedo servirle?

Danny habló con voz irreconocible.

—Soy yo, Karen.

—¿Danny? Tienes una voz rara.

—Sólo escucha. Estoy en un sitio donde no debería estar y necesito algo, y necesito que me llames aquí cuando lo tengas. Y nadie debe saberlo. Nadie. ¿Entiendes?

—Sí. Danny, por favor, no seas tan brusco.

—Sólo escucha. Quiero un informe verbal sobre cada cadáver denunciado en la ciudad y el condado en las últimas veinticuatro horas, y quiero que me llames aquí deprisa. Llama dos veces, cuelga y llama de nuevo. ¿Entiendes?

—Sí. Querido, ¿estás…?

—Maldición, sólo escucha. Estoy en Hollywood-4619 sin permiso, y podría tener problemas por ello, así que no se lo cuentes a nadie. ¿Lo has entendido?

—Sí, querido —susurró Karen, y colgó.

Danny colgó a su vez, se enjugó el sudor del cuello y pensó en agua helada. Vio la nevera, abrió la puerta, retrocedió hacia la pica cuando vio lo que había adentro.

Dos ojos recubiertos de gelatina clara en un cenicero. Un dedo humano cortado sobre un paquete de judías verdes.

Danny vomitó hasta que le dolió el pecho y se le vació el estómago; abrió el grifo y se empapó hasta que el agua se le deslizó dentro de los guantes y masculló que un policía mojado no podía examinar la escena de un delito por el cual Vollmer o Maslick habrían sido capaces de matar. Cerró el agua y se sacudió para secarse, apoyando los brazos en el borde de la pica. Sonó el teléfono; le pareció un escopetazo, desenfundó el arma y apuntó hacia ninguna parte.

Otro timbrazo, silencio. Un tercer timbrazo. Danny cogió el receptor.

—¿Sí? ¿Karen?

La muchacha hablaba con su sonsonete compungido.

—Han ingresado tres cadáveres. Dos mujeres blancas, un varón negro. Las mujeres, un suicidio por píldoras y un accidente automovilístico; el negro, un alcohólico que murió a la intemperie. Y me debes el Coconut Grove por mostrarte tan poco amable.

Ocho paredes llenas de salpicaduras de sangre y una aspirante a policía que quería ir a bailar. Danny rió y abrió la nevera para encontrar el lado cómico del asunto. El dedo era largo, blanco y delgado, y los ojos eran castaños y empezaban a resecarse.

—Donde quieras, cariño, donde quieras.

—Danny, ¿de veras estás…?

—Karen, escucha bien. Me quedaré aquí para ver quién aparece. ¿Esta noche haces turno doble?

—Hasta mañana a las ocho.

—Entonces hazme un favor. Quiero saber si encuentran cadáveres blancos en la ciudad y el condado. Quédate ante la centralita, escucha las transmisiones por radio a bajo volumen y fíjate si alguien informa sobre homicidios de varones blancos. Si consigues algo, llámame como has hecho ahora. ¿Comprendido?

—Sí, Danny.

—Y recuerda, nadie debe saberlo. Ni Dietrich ni nadie. Nadie.

Un largo suspiro: Katharine Hepburn exhausta, en versión Karen.

—Sí, agente Upshaw. —Un suave chasquido.

Danny colgó y examinó el apartamento.

Sacó muestras de tierra y polvo de los tres cuartos, guardándolas por separado en sobres transparentes; sacó su cámara Rolleiflex y tomó primeros y medios planos de las salpicaduras de sangre. Recogió, etiquetó y entubó sangre de la bañera, sangre del diván y la silla, sangre de la pared, sangre de la alfombra, sangre del suelo; tomó muestras de fibra de los tres tipos de ropa y anotó las marcas en las etiquetas.

Anocheció. Danny dejó las luces apagadas y trabajó con una linterna de bolsillo entre los dientes. Buscó huellas dactilares ocultas, agotando todas las superficies que se podían palpar, aferrar y apretar. Descubrió un par de guantes de goma —probablemente del asesino—, huellas de una mano derecha completa y parte de una izquierda que no coincidían con las de Goines. Sabiendo que las huellas de Goines tenían que aparecer por alguna parte, siguió hasta obtener su recompensa: las de la mano izquierda junto al borde de la pica de la cocina. Imaginó al asesino duchándose para lavarse la sangre y registró cada superficie del cuarto de baño. Obtuvo huellas de uno, dos y tres dedos, y también de manos completas, puntas de guante de goma, las manos de un hombre corpulento, muy espaciadas cuando se apoyaba en la pared de la bañera.

Medianoche.

Danny sacó el dedo cercenado de la nevera, lo entintó, lo apoyó en un papel. Concordaba con el dígito medio derecho del conjunto desconocido. Era un corte irregular por encima del nudillo, cauterizado con una llama, pues terminaba en carne negra y chamuscada. Danny revisó la sartén de la sala. Premio: piel frita pegada al fondo; el asesino quería conservar el dedo, un golpe para quien descubriera esa carnicería.

¿O planeaba regresar con otra víctima?

¿Mantendría el lugar bajo vigilancia para saber cuándo se iba al traste esta opción?

La una menos cuarto.

Danny examinó el lugar por última vez. El único armario estaba vacío, no había nada oculto bajo las alfombras. Un vistazo a la pared con la linterna le dio otro detalle para la reconstrucción: dos tercios de las manchas de sangre tenían textura parecida. La segunda víctima y la tercera debían de haber muerto casi al mismo tiempo. Revisando el suelo de rodillas obtuvo una última prueba: un grumo de residuo pastoso y blanco endurecido, de olor neutro. Lo etiquetó y embolsó, etiquetó y embolsó los ojos de Martin Goines, se sentó en el borde limpio del sofá, el arma apoyada en la rodilla. Esperó.

El agotamiento lo dominó. Danny cerró los ojos y vio dibujos de sangre, blanco sobre rojo, los colores invertidos como negativos fotográficos. Tenía las manos entumecidas tras horas de trabajar con guantes de goma; imaginó que el tufo metálico del cuarto era el olor de un buen whisky, trató de aspirarlo, desechó la idea y elaboró teorías para olvidar el hedor.

Tamarind 2307 estaba a media hora en coche de la punta del Strip. El asesino había tenido dos horas para jugar con el cadáver de Martin Goines y decorar el lugar. El asesino tenía una audacia monstruosa, suicida. Había matado a otros dos hombres —tal vez al mismo tiempo— en el mismo lugar. Puede que el asesino tuviera el inconsciente deseo de que lo capturaran, propio de muchos psicópatas; era un exhibicionista y quizá le decepcionaba que el homicidio de Goines hubiera recibido poca publicidad. Probablemente había abandonado los otros dos cuerpos en algún sitio donde los encontrarían, lo cual significaba que los otros dos homicidios habían ocurrido en las veinticuatro horas anteriores. Preguntas: ¿los dibujos de la pared significaban algo o eran sólo rabiosos escupitajos de sangre? ¿Qué significaba la G? ¿Las tres víctimas estaban escogidas al azar, a partir de su homosexualidad o drogadicción, o eran previamente conocidas por el asesino?

Más agotamiento. Los cables del cerebro se le pelaban por exceso de información y escasez de conexiones. Danny miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera para mantenerse despierto. Acababan de dar las 3.11 cuando oyó el ruido del cerrojo.

Se levantó y caminó de puntillas hasta las cortinas que había junto al interruptor de la luz: la puerta a medio metro, el brazo del arma extendido y apoyado en la mano izquierda. El cerrojo emitió un chasquido; la puerta se abrió y Danny encendió la luz.

Un hombre gordo y cuarentón quedó paralizado por la luz. Danny avanzó un paso; el hombre giró al enfrentarse al cañón de un revólver calibre 45. Se llevó las manos a los bolsillos; Danny cerró la puerta con el pie y le pegó en la cara con el cañón, lanzándolo de bruces hacia el empapelado manchado de sangre. El gordo soltó un aullido, vio la viscosidad de la pared en primerísimo plano y cayó de rodillas, entrelazando las manos y listo para suplicar.

Danny se acuclilló a su lado, apuntando el revólver a la sangre que le goteaba de la mejilla. El gordo murmuró varios Ave María; Danny sacó las esposas, apartó el arma, le colocó las pulseras y las cerró sobre las muñecas unidas en una plegaria. Los dientes metálicos mordieron; el hombre miró a Danny como si él fuera Jesús.

—¿Policía? ¿Eres policía?

Danny lo examinó. Palidez de convicto, zapatos de prisión, ropas de segunda mano y agradecido de que un policía lo sorprendiera irrumpiendo allí, una violación de libertad condicional y diez años como mínimo. El hombre miró las paredes, bajó los ojos, vio que estaba de rodillas a dos pulgadas de un charco de sangre con una cucaracha pegada en el centro.

—Maldita sea, dime que eres…

Danny le aferró la garganta y la estrujó.

—Departamento del sheriff. Baja la voz y pórtate bien y te dejaré ir de aquí.

Con la mano libre, cacheó al gordo, extrayendo una billetera, llaves, una navaja y un estuche de cuero, compacto pero pesado, con cierre de cremallera.

Le soltó la garganta y examinó la billetera, volcando tarjetas y documentos en el suelo. Había un permiso de conducir caducado del Estado de California para Leo Theodore Bordoni, nacido el 19/6/09; una tarjeta de libertad condicional del condado extendida al mismo nombre; una tarjeta del banco de plasma declarando que Leo Bordoni, tipo AB positivo, podía vender su sangre nuevamente el 18 de enero de 1950. Las tarjetas eran del hipódromo: billetes de apuestas, recibos, cajas de cerillas con el nombre de caballos ganadores y números de carreras garrapateados en el dorso.

Danny soltó a Leo Theodor Bordoni, la recompensa del gordo por una combinación de elementos —repugnancia ante la sangre, tipo sanguíneo y descripción física— que lo eliminaba como sospechoso del asesinato. Bordoni regurgitó y se secó la sangre de la cara; Danny abrió el estuche de cuero y vio un equipo de herramientas: gubia, cortavidrios, cincel, todo dispuesto sobre terciopelo verde.

—Irrupción ilegal, posesión de herramientas para robo, violación de libertad condicional —espetó Danny—. ¿Cuántas veces has caído, Leo?

Bordoni se masajeó el cuello.

—Tres. ¿Dónde está Martin?

Danny señaló las paredes.

—¿Tú qué crees?

—Dios mío.

—Eso es. El viejo Martin, de quien probablemente nadie excepto tú sabe nada. ¿Conoces la ley habitual del gobernador Warren?

—Eh… no.

Danny enfundó el revólver, ayudó a Bordoni a levantarse y lo empujó hacia la única silla sin manchas de sangre reseca.

—La ley dice que una cuarta caída te cuesta entre veinte años y cadena perpetua. Sin regateos ni apelaciones. Nada. Robas un maldito paquete de cigarrillos y te llevas veinte años. Así que me cuentas todo lo que hay que saber sobre Martin Goines, o te tragas veinte en San Quintín.

Bordoni echó una ojeada al cuarto. Danny caminó hasta las cortinas, miró los jardines y las casas oscuras e imaginó que el asesino se alejaría, ahuyentado por la luz. Movió el interruptor. Bordoni soltó un largo suspiro.

—¿Lo pasó muy mal Martin?

Danny vio letreros de neón en Hollywood Boulevard, a kilómetros de distancia.

—Peor que mal, así que habla.

Bordoni habló mientras Danny miraba los anuncios y las luces de los faros.

—Salí de San Quintín hace dos semanas, después de siete años por robo. Conocí a Martin cuando cumplió sentencia por tenencia de hierba, y él conocía el número de mi hermana en San Francisco. Me envió cartas de vez en cuando después de salir, nombre falso, sin remitente, porque era prófugo y no quería que los censores descubrieran su identidad.

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