El gran desierto (18 page)

Read El gran desierto Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
2.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por qué nosotros? —interrumpió Duarte—. ¿Por qué Sammy, Mondo y yo?

—Porque ustedes son delincuentes reinsertados y serían muy buenos testigos.

—¿Porque creyó que tendríamos miedo de la cárcel y nos ablandaríamos?

—No, porque han pertenecido a bandas callejeras y han sido comunistas, y pensamos que tendrían suficiente inteligencia para saber que todo aquello era basura.

Benavides intervino, mirando con desconfianza a Dudley.

—Usted sabe que el HUAC usó el mismo recurso, y mucha gente cabal salió malparada. Ahora ocurre de nuevo y usted quiere que nos pongamos de su parte.

Mal miró a Benavides: el violador de una niña estaba hablando de decencia; sintió que Dudley pensaba lo mismo y estaba a punto de perder los estribos.

—Mire, conozco la corrupción. El presidente del HUAC está en Danbury por soborno, y la Comisión se extralimitó. Y admito que la policía se equivocó en Sleepy Lagoon. Pero no se puede…

Mondo López exclamó:

—¡Se equivocó! ¡Pendejo, fue un pogrom de su gente contra la mía! Trata de persuadir a las personas equivocadas en el caso equivocado para obtener…

Dudley dio un paso adelante, la chaqueta abierta, exhibiendo la automática 45, la porra y la nudillera de bronce. La sombra de su mole cubrió a los tres mexicanos y su voz subió varias octavas, pero no se quebró.

—Tus diecisiete roñosos compatriotas asesinaron a José Díaz a sangre fría y escaparon de la cámara de gas porque varios traidores, degenerados y debiluchos engañados se juntaron para salvarlos. Y no permitiré que le faltes el respeto a un colega en mi presencia. ¿Comprendido?

Un silencio sepulcral, los hombres de la UAES bajo la sombra de Dudley, unos tramoyistas les miraban desde el pasillo. Mal se adelantó para hablar por sí mismo, más alto que Dudley pero con menos voz. Asustado. Cobarde. Se disponía a hacer señas cuando Mondo López contraatacó.

—A esos diecisiete los jodieron el puto Departamento de Policía y los putos tribunales de la ciudad. Esa es la puta verdad.

Dudley avanzó hacia López hasta la distancia necesaria para asestarle un puñetazo en los riñones. Benavides retrocedió temblando; Duarte rezongó que la Comisión de Sleepy Lagoon había recibido cartas anónimas donde se denunciaba a un blanco por lo de José Díaz, pero que nadie lo había creído; Benavides se alejó del peligro. Mal asió a Dudley por el brazo; el corpulento Dudley lo arrojó hacia atrás y puso voz de barítono:

—¿Te gustó corromper la justicia con la Comisión, Mondo? ¿Gozaste de los favores de Claire de Haven, esa sucia y rica capitalista, con influencia en las altas esferas, un verdadero regalo para tu minúscula polla mexicana?

Benavides y Duarte tenían la espalda contra la pared y se alejaban poco a poco. Mal se quedó quieto, López miró a Dudley de hito en hito y Dudley se echó a reír.

—Tal vez he sido injusto, muchacho. Todos sabemos que Claire echaba sus favores a los cuatro vientos, pero no creo que se hubiera rebajado a tu nivel. Eso sí, tu amigo Chaz Minear es otra historia. ¿Estaba en la Comisión buscando un culito mexicano?

Benavides avanzó hacia Dudley; Mal entró en acción, lo aferró y lo aplastó contra la pared, viendo hojas de afeitar apoyadas en la garganta de una niña.

—¡Ese puto compraba chicos en un servicio especial, no se acostaba con nosotros! —gritó Benavides.

Mal apretó con más fuerza, el traje transpirado contra la ropa india empapada, músculos duros resistiendo el cuerpo de un delgado hombre de casi cuarenta años. Benavides se aflojó de golpe; Mal le quitó las manos de encima y de pronto recordó un dato: Sammy despotricando contra los homosexuales ante el doctor Lesnick, un punto débil que ellos podrían haber aprovechado.

Sammy Benavides se deslizó pared abajo y observó el duelo de miradas entre Smith y López. Mal trató de hacer una seña con las manos, pero no pudo. Juan Duarte estaba junto al pasillo, mirando la escena desde lejos. Dudley dio fin al enfrentamiento dando media vuelta y mascullando en voz baja.

—Espero que hoy hayas aprendido una lección, capitán. No puedes tratar con amabilidad a esos inmundos. Tenías que haber estado conmigo en el Escuadrón Especial. Allí lo habrías aprendido con gran estilo.

Había sido un desastre.

Mal regresó a casa pensando que le habían arrebatado las barras de capitán, que Dudley Smith las había aplastado con sus manazas. Y en parte era por su propia culpa. Se había mostrado demasiado blando mientras que los mexicanos eran demasiado listos, pensó que podía razonar con ellos, adularlos y arrastrarlos a trampas lógicas. Había pensado en presentar una nota a Ellis Loew pidiendo que se olvidara de Sleepy Lagoon, un tema muy delicado, y luego lo había mencionado buscando comprensión, pulsando una cuerda sensible en los mexicanos y sacando de quicio a Dudley. Y Dudley lo había defendido, con lo cual era difícil culparlo por perder la paciencia; eso significaba que el abordaje directo ya no surtiría efecto y tendrían que concentrarse en infiltrar a alguien y en interrogatorios discretos. Su especialidad, lo cual no disminuía la mordacidad de la broma de Dudley sobre el Escuadrón Especial. Además, estas circunstancias aumentaban la necesidad de incluir a Buzz Meeks en el equipo.

Todo en contra, aunque al menos Dudley no había revelado información de los archivos de Lesnick, y esa estrategia de manipulación permanecía abierta. Lo inquietante era que un policía tan listo como el irlandés tomara tan personalmente un ataque indirecto, y que luego diera un golpe bajo a «un colega».

Cobarde.

Pusilánime.

Y Dudley Smith lo sabe.

En casa, Mal aprovechó que no había nadie para quitarse la ropa sudada, ducharse, ponerse una camisa deportiva y pantalones color caqui y sentarse en el estudio a escribir un largo informe para Loew, enfatizando que no debían interrogar directamente a gente de la UAES hasta no haber infiltrado a alguien. El señuelo era ahora indispensable. Había redactado una página cuando advirtió que tendría que suavizar el incidente. No había modo de describir con precisión el episodio de Variety International sin quedar como un debilucho o un idiota. Así que lo palió, y llenó otra página con advertencias acerca del sujeto escogido por Loew: Buzz Meeks, el hombre con fama de ser el policía más corrupto en la historia del Departamento de Policía de Los Ángeles, ladrón de heroína, artista de la extorsión, recaudador y ahora rufián de lujo de Howard Hughes. Después de escribir esa página supo que era inútil; si Meeks quería entrar, lo conseguiría. Hughes era quien más aportaba a los fondos del gran jurado y era el jefe de Meeks. Harían lo que él quisiera. Al cabo de dos páginas supo
por qué
no valía la pena insistir en eso: Meeks era el mejor hombre para esa tarea. Y el mejor hombre para esa tarea le tenía miedo, tal como él temía a Dudley Smith. Aunque el miedo no se justificara.

Mal arrojó el informe a la papelera y empezó a pensar en un infiltrado. La Academia de Policía quedaba descartada: eran jóvenes transparentes sin talento para fingir. La Academia del sheriff era improbable: las revelaciones de Brenda Allen y la protección que el Departamento del sheriff daba a Mickey Cohen serían un obstáculo para que la Academia cediera a la ciudad un recluta joven y listo. La mejor probabilidad era un simple agente de la ciudad, listo, bien parecido, adaptable y ambicioso, alrededor de veinticinco años, un joven maleable sin aspecto de policía.

¿Dónde?

La División Hollywood quedaba excluida. La mitad de los hombres estaban implicados en el escándalo de Brenda Allen. Sus fotos habían salido en el periódico y estaban asustados, enfurecidos y desquiciados. Incluso se rumoreaba que tres detectives de Hollywood habían participado en el tiroteo de Sherry's en agosto pasado, un intento fallido de despachar a Mickey Cohen donde tres personas habían resultado heridas y un guardaespaldas de Cohen había muerto. Excluida.

Y Central estaba atestada de novatos que llegaban al Departamento por sus antecedentes bélicos: Calle Setenta y Siete, Newton y University contaban con energúmenos contratados para mantener a raya a la ciudadanía negra. Hollenbeck podía ser un buen sitio, pero Los Ángeles Este era mexicana; Benavides, López y Duarte aún tenían contactos allí y eso podía echar a perder la operación. Las diversas divisiones de detectives quizá fueran buen terreno para encontrar un hombre que no estuviera definitivamente marcado.

Mal cogió la guía del Departamento de Policía y se puso a buscar mientras miraba las agujas del reloj, que se acercaban a las tres, la hora en que Stefan volvía de la escuela. Iba a empezar a llamar a los comandantes para concertar entrevistas cuando oyó pasos en el vestíbulo; giró en la silla, bajó los brazos y se dispuso a recibir a su hijo.

Era Celeste. Ella miró los brazos abiertos de Mal hasta que él los bajó.

—Le pedí a Stefan que se quedara un rato más en el colegio para poder hablarte —dijo.

—¿Sí?

—Tu expresión no me facilita las cosas.

—Habla de una vez.

Celeste aferró su cartera con abalorios, su reliquia favorita de Praga, 1935.

—Voy a divorciarme de ti. He encontrado a un hombre agradable, un hombre culto que nos brindará un hogar mejor para Stefan y para mí.

Mal pensó: calma perfecta, sabe cómo emplear sus recursos.

—No lo permitiré —replicó—. No hagas daño a mi muchacho o yo te lo haré a ti.

—No puedes. El hijo pertenece a la madre.

Destrúyela, hazle saber quién es la ley.

—¿Es rico, Celeste? Si tienes que follar para sobrevivir, trata de follar con hombres ricos. ¿De acuerdo, Fräulein? O con hombres poderosos como Kempflerr.

—Siempre vuelves a eso porque es muy desagradable y porque te excita.

En el blanco. Mal perdió interés en el juego limpio.

—Salvé tu trasero de niña rica. Maté al hombre que te prostituyó. Te di un hogar.

Celeste sonrió como de costumbre, mostrando apenas los dientes perfectos entre los perfilados labios.

—Mataste a Kempflerr para probarte que no eras un cobarde. Querías ser un verdadero policía, y estabas dispuesto a destruirte para conseguirlo. Sólo tu tonta suerte te salvó. Y no sabes guardar tus secretos.

Mal se levantó y sintió que le flaqueaban las fuerzas.

—Maté a alguien que merecía morir.

Celeste acarició la cartera, pasando los dedos sobre el bordado y los abalorios. Mal notó que era un ademán histriónico, el prólogo de un golpe contundente.

—¿No tienes réplica para eso?

Celeste puso su sonrisa más glacial.

—Herr Kempflerr fue muy amable conmigo, y yo sólo inventé sus perversiones sexuales para excitarte. Era un amante considerado, y cuando la guerra estaba a punto de terminar saboteó los hornos y salvó miles de vidas. Tuviste suerte de caerle bien al gobernador militar, Malcolm. Kempflerr iba a ayudar a los norteamericanos a buscar a otros nazis. Y sólo me casé contigo porque sentía remordimientos por las mentiras con que te seduje.

Mal iba a decir «No» pero no pudo articular la palabra; Celeste sonrió más. Mal vio la sonrisa como un blanco y atacó. La aferró del cuello, la apoyó contra la puerta y la abofeteó con fuerza. Sintió dientes que se astillaban entre los labios de Celeste, cortándole los nudillos. Le pegó una y otra vez; habría seguido pegando, pero se detuvo al oír «¡Mutti!» y al sentir unos puños pequeños que le golpeaban las piernas. Salió corriendo de casa, asustado de un niño: su hijo.

12

El teléfono sonaba sin cesar. Primero fue Leotis Dineen, que llamaba para avisarle que Art Aragon había noqueado a Lupe Pimentel en el segundo round, con lo cual su deuda ascendía a dos mil cien, y al día siguiente tenía un pago. Luego fue el agente de bienes raíces del condado de Ventura. Sus noticias: la máxima oferta por el seco, desierto, pedregoso, árido, mal situado e inhóspito terreno de Buzz era de catorce dólares por acre. La oferta provenía del pastor de la Primera Iglesia Pentecostal de la Divina Eminencia, que quería convertirlo en un cementerio para las santificadas mascotas de los miembros de su congregación. Buzz pidió un mínimo de veinte por acre; diez minutos después el teléfono sonó de nuevo. Ningún saludo, sólo:

—No se lo conté a Mickey porque no vale la pena ir a la cámara de gas por ti.

Buzz sugirió un encuentro romántico en alguna parte.

—Vete al diablo —respondió Audrey Anders.

Recordar la estupidez más estúpida de su vida le resultó estimulante, a pesar de la tácita advertencia de Dineen: mi dinero o tus rótulas. Buzz pensó en conseguir dinero a la fuerza: él contra ladrones y proveedores de droga a quienes había exprimido cuando era policía; luego desechó la idea: había envejecido y ya no estaba en forma, mientras que los demás quizá fueran más listos y estuvieran mejor armados. Sólo quedaba él contra Mal Considine, cincuenta por ciento, quien le miraba con mal ceño pero por lo demás parecía bastante marchito. Cogió el teléfono y marcó el número privado de su jefe en el hotel Bel-Air.

—¿Sí? ¿Quién habla?

—Yo. Howard, quiero cazar tontos para el gran jurado. ¿La oferta sigue en pie?

13

Danny se esforzaba en no exceder el límite de velocidad. Entró en Hollywood —jurisdicción de la ciudad— rozando los sesenta kilómetros por hora. Minutos antes un administrador del hospital Estatal de Lexington había llamado a la oficina: una carta de Martin Goines, con matasellos de cuatro días antes, acababa de llegar al hospital. Estaba dirigida a un paciente y sólo contenía inocuos comentarios sobre jazz, pero también indicaba que Goines se había mudado a un apartamento en Tamarind Norte 2307, encima de un garaje. Era una excelente pista; si el domicilio hubiera estado en el condado, habría cogido un coche con insignias y habría ido hasta allí con luces rojas y sirena.

El 2307 estaba un kilómetro al norte del Boulevard, en un paraje poblado de edificios Tudor con marcos de madera. Danny aparcó junto a la acera y vio que el frío de la tarde había mantenido a los vecinos en el interior de las casas. Nadie estaba fuera tomando el fresco. Cogió su equipo, trotó hasta la puerta de la casa y llamó al timbre.

Diez segundos, ninguna respuesta. Danny fue hasta el garaje y vio que arriba había una improvisada construcción. Subió hasta la puerta por una escalera derruida. Llamó tres veces. Silencio. Sacó su cortaplumas y lo insertó entre la jamba y la puerta a la altura del cerrojo. Tras unos segundos de forcejeo oyó un chasquido. Danny miró en torno, no vio testigos, empujó la puerta, entró y cerró.

Other books

Tornado Allie by Shelly Bell
Choosing Sides by Treasure Hernandez
The Cellar by Minette Walters
The Story by Judith Miller
Forget by N.A. Alcorn
Night Work by Greg F. Gifune
The Power of the Herd by Linda Kohanov