—Malcolm dijo que Checoslovaquia es… una…
—¿Una qué, querido?
—¡Una inmundicia! ¡Una pila de estiércol!
Scheiss! Scheiss!
¡En alemán para
mutti
!
Celeste alzó una mano, se contuvo y se palmeó las rodillas.
—En inglés para ti… pequeño ingrato, vergüenza para tu verdadero padre, un hombre culto, un doctor que no se relacionaba con mujerzuelas y delincuentes…
Stefan tiró la mesita y salió corriendo del cuarto. En la puerta tropezó con Mal. El niño regordete rebotó contra su alto padrastro, luego le aferró la cintura y le hundió la cabeza en el chaleco. Mal lo abrazó, aferrándole los hombros con una mano y acariciándole el pelo con la otra. Cuando Celeste se levantó y los vio, Mal dijo:
—No te das por vencida, ¿verdad?
Celeste masculló unas palabras; Mal sabía que eran palabrotas en su lengua natal que no quería que Stefan oyera. El chico aferró a Mal con más fuerza, luego se zafó y subió corriendo a su cuarto. Mal oyó un tintineo: los soldados de juguete de Stefan arrojados contra la puerta.
—Sabes qué recuerdos le trae, pero no te das por vencida…
Celeste metió los brazos en la chaqueta que llevaba encima, un gesto europeo que Mal aborrecía.
—
Nein, Herr Leutnant
. —Puro alemán, puro Celeste: Buchenwald, el oficial alemán, el mayor Considine, asesino a sangre fría.
Mal atravesó la puerta.
—Dentro de muy poco tiempo seré capitán,
Fräulein
. Jefe de investigación de la Fiscalía de Distrito y con muchas posibilidades de ascenso. Prestigio,
Fräulein
. Por si se me ocurre que estás arruinando a mi hijo y tengo que quitártelo.
Celeste se sentó con las rodillas juntas, un gesto escolar, Praga 1934.
—El hijo pertenece a la madre. Incluso un abogado fracasado como tú debería conocer esa máxima.
Un argumento ineludible. Mal salió con pasos furibundos; se sentó en la escalinata y miró los nubarrones. La máquina de coser de Celeste empezó a gemir; arriba, los soldados de Stefan aún se estrellaban contra la maltrecha y mellada puerta del dormitorio. Mal pensó que pronto quedarían despintados, dragones sin uniforme, y que ese simple hecho derrumbaría todo lo que él había construido desde la guerra.
En el 45 Mal era un mayor del ejército destinado al puesto provisional de la Policía Militar cerca del recién liberado campo de concentración de Buchenwald. Su misión consistía en interrogar a los supervivientes, especialmente a aquellos que los equipos médicos de evacuación consideraban enfermos terminales, desechos de seres humanos que quizá no lograrían sobrevivir para identificar a sus verdugos en un tribunal. Las sesiones de preguntas y respuestas eran espantosas; Mal sabía que sólo la pétrea y fría presencia del intérprete le permitía conservar la suficiente calma profesional. Las noticias de casa eran igualmente malas: los amigos le escribían que Laura se acostaba con Jerry Dunleavy, un fulano de la Sección de Homicidios, y Buzz Meeks, un corrupto detective de Narcóticos y recaudador de Mickey Cohen. Y en San Francisco, su padre, el reverendo Liam Considine, moría de una enfermedad cardíaca congestiva y todos los días le enviaba telegramas rogándole que abrazara a Jesús antes de que él muriera. Mal lo odiaba demasiado para complacerle en eso y estaba demasiado ocupado rezando por la muerte rápida e indolora de cada superviviente de Buchenwald, por la absoluta interrupción de sus recuerdos y pesadillas. El viejo murió en octubre; Desmond, hermano de Mal y rey de los coches usados de Sacramento, le envió un telegrama lleno de invectivas religiosas. Terminaba con palabras de reproche. Dos días después Mal conoció a Celeste Heisteke.
Ella salió de Buchenwald saludable y firme, y hablaba bastante inglés como para hacer innecesaria la presencia del intérprete. Mal interrogó a Celeste a solas; hablaban de un solo tema: Celeste se acostaba con un teniente coronel de las SS llamado Franz Kempflerr, el precio por la supervivencia.
Las anécdotas de Celeste —gráficamente narradas— aliviaron a Mal de sus pesadillas mejor que el fenobarbital de contrabando que había ingerido durante semanas. Le excitaban, le repugnaban, le hacían odiar al oficial nazi y odiarse a sí mismo por ser un mirón a doce mil kilómetros de distancia de sus legendarias operaciones para capturar a prostitutas en Antivicio. Celeste captó su excitación y lo sedujo; juntos revivieron los amoríos de Celeste con Franz Kempflerr. Mal se enamoró de ella, pues advirtió que Celeste lo comprendía mucho mejor que Laura, sensual pero tonta. En cuanto le hubo echado el guante, Celeste le habló de su difunto esposo y de su hijo de seis años, quien quizás aún estuviera vivo en Praga. Él era un detective con experiencia. ¿Estaba dispuesto a buscar al chico?
Mal aceptó porque ese desafío le daba la oportunidad de ser para Celeste algo más que un amante mirón, algo más que el policía de albañal que veía su familia. Viajó tres veces a Praga. Anduvo de aquí para allá preguntando en torpe checo y alemán. Los primos de la familia Heisteke desconfiaban de él; dos veces lo amenazaron con pistolas y cuchillos y se retiró, mirando por encima del hombro como si recorriera el distrito negro de Los Ángeles entre los susurros y burlas de los policías de Oklahoma, que allí dominaban la ronda nocturna: universitario cagón, asustado por los negros, cobarde. En su último viaje localizó a Stefan Heisteke, un chico pálido de cabello oscuro y vientre distendido que dormía frente a un puesto de cigarrillos en una alfombra enrollada prestada por un amigo que trabajaba en el mercado negro. Este hombre contó a Mal que el chico se asustaba si la gente le hablaba en checo, el idioma que mejor entendía; las frases en alemán y francés sólo suscitaban respuestas monosilábicas. Mal se llevó a Stefan a su hotel, lo alimentó e intentó bañarlo, pero desistió cuando el chico rompió a llorar.
Dejó que Stefan se lavara solo y que durmiera diecisiete horas seguidas. Luego, armado con diccionarios de frases en alemán y francés, inició su interrogatorio más agotador. Logró ordenar la historia al cabo de una semana de largos silencios, largas pausas, preguntas y respuestas entrecortadas, con medio cuarto de distancia entre ambos.
Stefan Heisteke había quedado en manos de unos primos apenas antes de que Celeste y su esposo, antinazis no judíos, fueran capturados por los alemanes; los primos, al huir, lo habían confiado a parientes políticos distantes, quienes lo entregaron a unos amigos, que a su vez se lo dieron a unos conocidos escondidos en el sótano de una fábrica abandonada. Allí pasó casi dos años, en compañía de un hombre y una mujer a quienes el encierro había enloquecido. La fábrica enlataba comida para perros, y durante todo ese tiempo Stefan sólo comió carne de caballo enlatada. El hombre y la mujer lo usaban sexualmente, y luego le susurraban, en checo, palabras de amor a un niño de cinco y seis años. Stefan no toleraba el sonido de ese idioma.
Mal se reunió con Celeste, le devolvió a Stefan, le contó una versión piadosamente abreviada de esos años y le aconsejó que le hablara en francés o que le enseñara inglés. No le dijo que en su opinión los primos de Celeste eran cómplices de los horrores del niño, y cuando Stefan contó a su madre qué había ocurrido, Celeste capituló ante Mal. Él sabía que antes se había servido del niño; ahora lo amaba. Mal tenía una familia para reemplazar su hogar destruido en Estados Unidos.
Juntos habían empezado a enseñar inglés a Stefan; Mal escribió a Laura, le pidió el divorcio y preparó los papeles para llevar a su nueva familia a California. Las cosas andaban muy bien; pero de pronto se desquiciaron.
El oficial que había prostituido a Celeste había escapado antes de la liberación de Buchenwald; lo capturaron en Cracovia y lo encerraron en el puesto de la Policía Militar cuando Mal estaba a punto de recibir la baja. Mal fue a Cracovia sólo para verlo; el oficial de guardia le mostró las pertenencias confiscadas al nazi, entre las que encontró inequívocos mechones de cabello de Celeste. Mal fue hasta la celda de Franz Kempflerr y descargó su pistola en la cara del alemán.
El episodio se encubrió. Al gobernador militar, general de una estrella, le gustaba el estilo de Mal. Éste obtuvo una baja honrosa, llevó a Celeste y Stefan a Estados Unidos, volvió a ser sargento de policía y se divorció. En cuanto a los amantes de Laura, Buzz Meeks resultó herido en un tiroteo y volvió a la vida civil con una pensión; Jerry Dunleavy se quedó donde estaba, pero lejos de Mal. Se rumoreaba que Meeks sospechaba que Mal era responsable del atentado, una venganza por su aventura con Laura. Mal dejó que esos rumores siguieran circulando: servían para contrarrestar la fama de cobarde que se había ganado en Watts. Aquí y allá se habló del oficial alemán; Ellis Loew, aspirante a fiscal de distrito, un judío que había evadido el reclutamiento, se interesó por él y se ofreció a allanarle el camino cuando aprobara el examen de teniente. En el 47 Mal llegó a teniente y recibió el traslado a la Oficina de Investigaciones de la Fiscalía de Distrito, protegido por el más ambicioso ayudante de fiscal que había visto la ciudad de Los Ángeles. Se casó con Celeste e inició una vida matrimonial que ya incluía un hijo. Y cuanto más se acercaban el padre y el hijo, más rencor sentía la madre; y cuanto más se empeñaba Mal en adoptar formalmente al niño, más se negaba ella. Celeste trataba de inculcar a Stefan los modales de la vieja aristocracia checa, que los nazis le habían arrebatado: lecciones de lengua, cultura y costumbres europeas. Celeste era indiferente a los recuerdos que esas lecciones despertaban.
—El hijo pertenece a la madre. Incluso un abogado fracasado como tú debería conocer esa máxima.
Mal oyó la máquina de coser de Celeste, los soldados de juguete de Stefan golpeando la puerta. Inventó su propio epígrafe: salvar la vida de una mujer sólo despierta gratitud si la mujer tiene algo por qué vivir. Celeste sólo tenía recuerdos y una odiada existencia como
hausfrau
de un policía. Sólo quería llevar a Stefan de vuelta a la época de sus horrores y convertirlo en parte de los recuerdos. La conclusión final de Mal: no se lo permitiría.
Mal entró en la casa para leer los archivos clandestinos de los comunistas: su glorioso gran jurado y todo lo que cosecharía.
Prestigio.
Los dos piquetes avanzaban despacio por Gower, frente a las entradas de los estudios de Poverty Row. La UAES ocupaba la parte interior, donde desplegaban letreros pegados a tablas de madera chapada: PAGA JUSTA POR HORARIO LARGO, NEGOCIACIONES DE CONTRATOS YA, PARTICIPACIÓN EN LAS GANANCIAS PARA TODOS LOS TRABAJADORES. Los Transportistas caminaban junto a ellos, dejando libre una franja de acera, empuñando maderas revestidas con cinta adhesiva en cuyas puntas llevaban sus letreros: FUERA LOS ROJOS, NINGÚN CONTRATO PARA LOS COMUNISTAS. Ambas facciones intercambiaban palabras; de vez en cuando alguien gritaba: «Mierda», «traidor» o «basura» y estallaba un coro de obscenidades. Enfrente, los periodistas esperaban, fumando y jugando a las cartas en el capó de los coches.
Buzz Meeks miraba desde el pasaje que había frente a las oficinas ejecutivas de Variety International Pictures: tres pisos, un panorama de balcón. Recordaba que había machacado cabezas sindicales en los años 30; evaluó a los Transportistas y a los de la UAES y calculó un enfrentamiento comparable al de Louis y Schmeling Número Dos.
Fácil: los Transportistas eran tiburones y los UAES eran pececillos. El piquete de los Transportistas tenía a gente de Mickey Cohen, matones sindicales contratados en sórdidas agencias; los UAES eran izquierdistas veteranos, tramoyistas no tan jóvenes, mexicanos enclenques y una mujer. Si llegaban a las manos, sin cámaras presentes, los Transportistas empuñarían los palos como arietes y atacarían, atacarían con manoplas metálicas: sangre, dientes y cartílago nasal en la acera, tal vez unas cuantas orejas arrancadas. Después, a largarse antes de que el deslucido Escuadrón Antidisturbios llegara al lugar. Fácil.
Buzz miró el reloj: las cinco menos cuarto. Howard Hughes llevaba cuarenta y cinco minutos de retraso. Era un fresco día de enero, y los nubarrones ocultaban el cielo sobre Hollywood Hills. En invierno Howard se ponía en celo y quizá quisiera enviarle en busca de hembras: Schwab's Drugstore, las pequeñas casas sobrantes de la Fox y la Universal, instantáneas de muchachas bien provistas desnudas de cintura para arriba. El sí o el no de su majestad, luego contratos estándar para las aprobadas: papeles menores en películas baratas de la RKO a cambio de vivienda y comida en las guaridas de Hughes Enterprises, y frecuentes visitas nocturnas del Hombre en persona. Esperaba que hubiera alguna bonificación: aún estaba en deuda con un corredor de apuestas llamado Leotis Dineen, un energúmeno que odiaba a la gente de Oklahoma más que a la peste.
Buzz oyó el ruido de una puerta.
—El señor Hughes lo verá ahora, señor Meeks —declaró una voz de mujer.
La mujer había asomado la cabeza por la puerta de Herman Gerstein; si el jefe de Variety International estaba involucrado, quizás hubiera alguna gratificación. Buzz entró; Hughes estaba sentado detrás del escritorio de Gerstein, contemplando las fotos de las paredes: chicas ligeras de ropa, actrices de Gower Gulch sin futuro. Como de costumbre, Howard vestía un traje a rayas y exhibía sus cicatrices habituales: heridas faciales de su último accidente aéreo. El gran hombre se las cuidaba con loción humectante. Pensaba que le daban un aire distinguido.
Herman Gerstein no estaba, ni la secretaria de Gerstein. Buzz obvió las formalidades que Hughes exigía cuando había otras personas presentes.
—¿Cómo te tratan las mujeres, Howard?
Hughes señaló la silla.
—Tú eres mi sabueso, así que deberías saberlo. Siéntate, Buzz. Esto es importante.
Buzz se sentó y abarcó la oficina entera con un ademán: fotos de mujeres, tapicerías rococó, un perchero con forma de armadura.
—¿Por qué aquí, jefe? ¿Tiene Herman un trabajo para mí?
Hughes pasó la pregunta por alto.
—Buzz, ¿cuánto hace que somos colegas?
—Hará unos cinco años, Howard.
—¿Y has trabajado para mí en diversos puestos?
Buzz pensó: intermediario, recaudador, chulo.
—En efecto.
—¿Y durante esos años te he dado lucrativas referencias para otras personas que necesitaban tu talento?
—Desde luego.
Hughes amartilló ambas manos como revólveres. Los pulgares eran los percutores.