—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esas voces?
La señora Pepa le despidió.
—No es nada para ti. Vete abajo. Son cosas de mujeres.
Carmen asistía al altercado. En algún momento parecía ser ella la culpable de lo que estaba ocurriendo. Las hermanas la culpaban de que la madre se hubiera enterado. Le decían que era ella la que había ido con los cuentos. Carmen se quiso marchar, pero la madre la obligó a quedarse:
—Conviene que tú también te vayas enterando. No creas que solamente hablo para tus hermanas, hablo para todas, porque las tres sois iguales. —Se desató en insultos—. Y, claro, yo me entero por una buena amiga, porque yo estaba en la higuera, mientras vosotras, aprovechando la ocasión, estáis haciendo una vida de golfas —recalcaba—, sí, de golfas… —La hermana mayor pretendía explicarle lo que ocurría. La señora Pepa no atendía a lo que se le decía—. Yo en la higuera. Muy bonito, muy bonito. Y vosotras con unos tíos que sólo sabe Dios lo que habrían planeado. Dejándoos ver por los cafés y metiéndoos en juerga. Yo descornándome a trabajar y vosotras…
Acabaron llorando todas. Carmen se marchó de la cocina y bajó a la calle. El aire, todavía frío, de la primavera le golpeaba en el rostro. Lejos se oían las apagadas detonaciones del frente, espaciadas y monótonas. De vez en cuando, la gente se paraba a escuchar una explosión más fuerte. Surgía el comentario:
—Ha debido de ser uno del quince y medio.
Los chiquillos mostraban su sabiduría en la distinción de las detonaciones del frente. Habían cambiado sus inclinaciones respecto de los ruidos. Antes de la guerra discutían sobre los ruidos de los motores:
—Es un Chevrolet, es un Citroen, un Renault.
Ahora decían:
—Es un quince y medio, un siete y medio, un ruso, un antiaéreo alemán.
Echó a andar hacia la plaza de la Cebada. Le dolían los muslos. Cuando estaba muy nerviosa, siempre le dolían los muslos. No podía contener los nervios. La discusión la había excitado mucho. No había dicho una sola palabra, pero le hubiera gustado gritar y desahogarse. Le cansaban las cosas de su madre, las tonterías de sus hermanas. Además, ya conocía el final de las breves tragedias familiares: lágrimas, lágrimas de todas, abrazos y actos de contrición. Por otra parte, la madre se ablandaba y empezaba a juzgar bien lo que antes juzgaba mal. Eran muy difíciles de entender las reacciones de su madre y de sus hermanas.
Volvía de la plaza de la Cebada. El señor Santiago estaba despidiéndose de unos amigos a la puerta de un bar. Se acercó. Lo cogió del brazo.
—Vamos, papá. Hace frío; vámonos para casa, que ya se ha pasado el tormentón.
El señor Santiago preguntaba:
—¿Qué ha pasado? Dime qué ha pasado.
—¡Qué va a pasar! Que las tres tienen una boca para llevarlas de charlatanas. Todo ha acabado en agua de borrajas.
El padre y la hija caminaban despacio. El señor Santiago iba muy contento de que su hija lo llevase del brazo:
—Adiós, Sierra.
El conocido volvió la cabeza:
—Adiós, Santiago —y piropeó a los dos—: Vaya; ¡qué bien acompañado vas!
—Es mi hija —gritó, mientras Carmen tiraba de su brazo.
Al señor Santiago le hubiera gustado presentarla y escuchar a aquel hombre proclamar la belleza de Carmen. Entendía que aquella belleza, de la cual era él el creador, le correspondía totalmente, y por eso quería mostrarla a todo el mundo. El señor Santiago se estiraba al caminar. Pensaba en la entrada en su calle.
Entraron en la calle. De pronto les sorprendió el sonido de las sirenas. Sonaban sirenas por todas partes. Pasó una moto haciendo la llamada de alarma con gran fuerza. El señor Santiago y su hija apresuraron el paso, después corrieron. Se metieron en la «catedral».
En la «catedral» estaban todos los habitantes de la calle. Estaban también la señora Pepa y sus dos hijas mayores. A la señora Pepa se le había pasado ya el mal humor:
—¿De dónde venís, perdidos? —preguntó en broma.
Carmen estaba seria. El señor Santiago se deshizo en una larga explicación.
Cuando pasó la alarma, comenzaron a salir lentamente del refugio. En la calle las mujeres hacían comentarios sobre los lugares donde habían caído las bombas. El señor Santiago, a la cabeza de su familia, comenzó a subir la escalera de su casa. Carmen se quedó la última, echó una mirada a la calle y entró en la oscuridad del portal.
* * *
Habían llamado a Carmen. Felisa había sido la encargada de llamarla. María hablaba con Sonsoles.
—Ahora mi madre vive con una de mis hermanas. A ella le hubiera gustado venirse a vivir conmigo; siempre nos hemos entendido bien. Era imposible traerla aquí. Está demasiado vieja para meterla en este sitio. Ella es una mujer de ciudad. Aquí no se acostumbraría.
Entró Felisa, acompañada de Carmen.
—¿Qué me queréis con tanto misterio? —preguntó Carmen.
Se sentó, haciendo rebullir la bata. Se hizo un silencio. Carmen se inquietó.
—Bueno, María, a ti nunca te faltan las palabras; desembucha ya.
María se levantó y se fue hacia la ventana. Abrió las contraventanas. Entró la luz. Una mosca gorda zumbaba sobre el cristal. María la golpeó con el visillo. La mosca aumentó su zumbido. Le hubiera gustado aplastarla, pero le repugnaba hacerlo. Imaginaba la mancha asquerosa sobre el cristal y los últimos aleteos. Tuvo una instantánea sensación de náuseas.
—Carmen, en el campo —dudó—, en el campo han matado un hombre. Han matado a uno del castillo, uno de aquí.
Carmen no parecía entender. María volvió la cabeza.
—Sí, Carmen, han matado a uno de los nuestros. Lo mismo ha podido ser a mi marido que al de Ernesta, que al tuyo, que al cabo…
María se calló. Nadie hablaba. De pronto, Carmen comenzó a decir:
—¿Que han matado a uno de los nuestros, que han matado uno de los nuestros?
—Ha sido en el campo —contestó María—. No se sabe a quién.
Carmen estaba como estupefacta. Tenía las manos apretadas sobre las rodillas. Repetía:
—¿Que han matado a uno de los nuestros?
Sonsoles y Felisa la observaban alarmadas. María volvió a repetir:
—Sí, ha sido en el campo. Le han matado en el campo.
Se extendió un nuevo silencio. Carmen empezó a sollozar. Primero muy suavemente, después más fuerte. Los sollozos iban aumentando de intensidad. Le caían las lágrimas, pero no se llevaba las manos al rostro, las tenía atenazadas sobre las rodillas. María se acercó y le pasó las manos por los hombros.
—Vamos, Carmen —dijo suavemente.
Carmen se levantó sin dejar de sollozar. La empujaban hacia no sabían qué sitio. María deseaba abandonar la casa donde le habían dado la noticia. Inconscientemente sentía que la alejaba de la pena, del dolor, que había que buscar un nuevo lugar donde explicar lo que ya estaba explicado.
—Vamos, Carmen.
María, en el umbral de la puerta, contemplaba el patio.
—Vamos, Carmen. Anda, vamos.
Carmen lloraba ruidosamente. Fueron hacia su casa. Sonsoles y Felisa iban detrás, sin decir palabra. Ernesta salió al patio.
—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?
María se volvió hacia las dos mujeres.
—Llevaos a Ernesta hasta tu casa, Felisa. Lleváosla.
Antes de que María volviera la cabeza de nuevo, Carmen se había abrazado a Ernesta.
—Lo han matado, Ernesta, lo han matado. Ha sido a él.
Ernesta no comprendía.
María insistió:
—Llevaos a Ernesta y explicárselo.
Después se dirigió a Ernesta.
—Vete con Felisa y Sonsoles. Ellas te lo explicarán.
Se deshizo el abrazo. Desde la ventana, en silencio, Pedro contemplaba a las mujeres. Iba a decir algo, pero no se atrevió. Pensó que ellas lo entendían mejor, que su intervención hubiera sido desafortunada, tal vez causante de un ataque nervioso de todas.
Ernesta no se quería despegar de Carmen. Estaba también llorando. María se volvió de nuevo a las mujeres.
—Pues estamos arregladas. Andad, llevaos a Ernesta.
Cuando Sonsoles y Felisa la cogieron de los brazos, Ernesta aumentó su llanto. María logró llevar a Carmen a su casa. Intentaba calmarla.
—Mira, Carmen, no ha tenido por qué ser tu marido. Lo mismo ha podido ser el de Ernesta, o el mío, o el cabo. Cálmate, mujer. En seguida se sabrá; pero, hasta entonces, por favor, cálmate.
Carmen se abrazaba frenéticamente a María, que le acariciaba la cabeza.
—Anda, cálmate, Carmen, que ya verás como no ha sido al tuyo, que ya verás como a Cecilio no le ha pasado nada.
Carmen no hablaba. María la requería insistentemente para que recuperase la tranquilidad:
—Cállate ahora, por Dios, que van a venir los chicos y entonces no sé lo que va a ser esto.
Produjo efecto. Casi de inmediato Carmen cesó en su llanto, aunque suspiraba ruidosa y profundamente:
—¿Tú crees —titubeó— que a Cecilio no le ha pasado nada?
—Sí, mujer; a Cecilio seguramente no le ha pasado nada. Estas noticias dudosas solamente sirven para alarmar, pero había que decíroslo, era necesario decíroslo. Hay que conservar la calma, Carmen; por lo menos así podemos consolar a la que le haya tocado.
Carmen movía la cabeza escuchando las palabras de María, asintiendo como una chiquilla.
—¿Estás mejor, Carmen?
—Sí, ya estoy mejor.
—Pues mira, ahora te dejo un instante sola para ir a ver lo que le han dicho a Ernesta, no sea que ésas le hayan asustado demasiado y como es todavía una criatura…
—Como tú quieras, María.
María salió al patio. Pensó que lo mejor que podía ocurrir en el castillo… Apartó el pensamiento. El cabo no estaba casado, pero ella no tenía derecho a pensar, ni siquiera a pensar, que el muerto fuera el cabo. Por otra parte, lo deseaba. Caminó hacia la casa de Felisa. La llamó Pedro.
—¿Qué, Pedro?
—Estáis todas enteradas, ¿verdad?
—Sí, todas.
Pedro hizo un ademán vago.
—Tenía que ocurrir cuando menos se pensaba. La vida…
—Sí, la vida, pero a la que le falte el marido, la vida…
Pedro agachó la cabeza y contempló la negra carpeta de hule.
—Quería decir que nos podía haber tocado a cualquiera. Lo mismo a los que han salido al campo que a Ruipérez o a mí. Nunca se sabe lo que va a ocurrir.
—Es verdad, pero a la que le falte el marido…
—Sí.
—Voy a ver cómo lo ha cogido Ernesta.
María se enterneció.
—Es demasiado joven para hacerse cargo, ¿comprendes, Pedro?
—Sí, es todavía una chiquilla.
María se despegó de la ventana, al otro lado de la cual estaba de pie, junto a la mesa, Pedro.
—Ya os avisaremos en cuanto tengamos noticias —gritó Pedro.
Luego se ajustó las cartucheras, tomó el tricornio y salió hacia la puerta donde estaba de guardia Ruipérez. Le dijo al llegar:
—Ya están todas enteradas. Ahora, a esperar.
Ruipérez miraba como distraído la lontananza.
—¿Cuándo aparecerán?
—¡Quién sabe!
El perro del castillo, balanceando los cuartos traseros, salió por la puerta. Cacareaba una gallina. Los niños seguían en sus juegos junto a la acequia. En el horizonte había aparecido una nube negra. La miraron los dos guardias.
—Si no vienen pronto, les va a sorprender la tormenta.
Soplaba a ráfagas un ligero vientecillo.
—Se está anunciando. Este viento no engaña.
Ernesta había dejado de llorar. María, al entrar, se sorprendió.
—¿Ya lo sabes, Ernesta?
Ernesta se abrazó a ella.
—¡Qué desgracia, María, qué desgracia!
—Dentro de poco se aclarará todo.
Guardaron silencio. Deseaban hablar de otra cosa que no fuera la muerte del hombre en el campo. María dijo:
—Si el traslado que tenemos solicitado hubiese llegado, posiblemente a estas horas estábamos lejos, en la ciudad o en un pueblo grande…
Calló. Pensó que era egoísta hablar del traslado y de aquella posible felicidad en caso de que hubiera sido concedida.
—A los chicos, ni palabra —dijo.
Hablaba por llenar el silencio angustioso que sucedía a cada palabra suya. Ya estaban todas advertidas de que no había que decir nada a los chicos.
—Iré a ver a Carmen —añadió después.
Ernesta se brindó a acompañarla.
Felisa y Sonsoles se quedaron en la casa. María y Ernesta se acercaron a Carmen. Estaba sentada en el mismo sitio donde la había dejado María.
—Me ha dicho Pedro —habló María— que se sabrá en seguida.
Por la entreabierta ventana el airecillo se colaba, moviendo los visillos.
—Llegarán antes de que comience la tormenta.
No sabían de qué hablar. De vez en cuando se le derramaban unas lágrimas a Carmen, que las enjugaba rápidamente, como temiendo que la vieran llorar. Se sentía débil frente a las dos mujeres que se sobreponían a la noticia. María quería distraerlas. Fallaba en su manera habitual de contar las cosas. No encontraba fuerzas dentro de sí misma para empezar briosamente una historia que les hiciese a las otras dos olvidar por un momento lo que sabían y tenían fijamente hincado en la mente.
—Una tormenta en la sierra es algo pavoroso. Las nubes se arremolinan como si fueran a golpear las montañas. Parece que se vuelven rabiosas. Una tormenta en la sierra no es como en el llano. Las nubes saltan, brincan de un lado a otro. Me acuerdo que, estando yo en el pueblo donde tenía la escuela, nos sorprendió una tormenta a mi madre y a mí, en descampado. Teníamos miedo a meternos bajo los árboles por los rayos. Teníamos miedo a correr, porque dicen que el rayo se va a los que corren. No sabíamos qué hacer.
Ernesta interrumpió:
—En la torre de mí pueblo cayó una vez un rayo y dejó la veleta como si la hubieran metido en la fragua. Cuando los mozos la bajaron, la fuimos a ver todos los vecinos. Estaba hecha un rebujón de hierro.
Volvió el silencio.
Ernesta principió a hablar de otra tormenta, que en un verano, siendo muy niña, la asustó mucho.
—Estaba lloviendo a cántaros y de pronto, entre los claros del agua, los rayos. Los hombres tuvieron que salir a apagar un incendio en unos pajares. No lo lograron; se consumió todo. Si hubierais visto a los hombres cómo estaban, mojados y chamuscados… Algunos tenían la cara negra y los pelos quemados. Junto al pajar se quemaron, además, muchos sacos de trigo de la cosecha.