El fulgor y la sangre (25 page)

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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El fulgor y la sangre
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Carmen y Ernesta hablaban de trivialidades. Ernesta quería hacerse una bata como la de Carmen.

—Tú la cortas y yo la coso. ¿Te parece?

—Tienes que tener cuidado de rematarla bien, porque estas cosas de mucho trote se estropean en seguida por las costuras…

Después de la bata, Carmen hablaba de cómo estarían, con el verano las calles de Madrid de gentes bien vestidas.

—Ahora ya nadie se va a San Sebastián. Está carísimo. Ahora hasta las mejores familias veranean en la sierra. Total, a dos pasos de Madrid. Pueden ir a hacer sus compras a Madrid y volverse tranquilamente en la misma mañana. ¡Cómo estarán los cafés de la Gran Vía por la noche! Las terrazas llenas. Además, que Madrid, Ernesta, con el buen tiempo, es un paraíso.

—A mí me gustaría ir alguna vez. Si Guillermo lograra que lo trasladaran allí… pero claro, eso debe de ser muy difícil.

Carmen alzaba la vista, nostálgica.

—Sí, eso es muy difícil. Lo estamos intentando nosotros desde no sé cuánto tiempo y que si quieres. Parece que se han dicho: ésos se tienen que quedar ahí hasta que se mueran.

La vida en el castillo, durante las horas de la tarde se desarrollaba con un ritmo lento y fugaz al mismo tiempo. Los comentarios se encendían en los anocheceres. Parecía que nunca terminaría de pasar el tiempo y, sin embargo, llegaba la noche sin que se percatasen de la marcha de las horas. Las horas del castillo, que eran inaprehensibles por su misma monotonía, que pasados los años seguramente no se podrían recordar más que como una gran mancha gris, surcada de conversaciones, de los trabajos de la casa. Imposible fijar en el tiempo un día u otro. Todos iguales, todos monótonos. En el invierno, con la misma pesadez debido al cielo oscuro, denso, sin movimiento. En el verano, con la misma pesadez de cielo alto, azul, quieto. Solamente en el otoño y en la primavera los días variaban con las nubes movilizadas por los vientos en el cielo. Y la vida en el castillo abandonaba su ritmo un momento, para volver en seguida a él, fabricando una ilusión de algo nuevo que nunca se sabía precisar.

Ruipérez, en la guardia, miraba hacia el horizonte, cubierto todo él de una ligera capa de nubes. La tarde se hacía bochornosa. Las piedras de las murallas, al sol, estaban ardientes. Bastaba posar una mano sobre ellas para localizar, en su misma esencia, la tormenta amenazante. Las piedras achicharradas, que poseen al contacto de la mano una suave, brillante y húmeda sensación de ingle. Ruipérez, en la guardia, miraba al horizonte desde el que, pensaba, se irían acercando, al compás de la formación de la tormenta, los compañeros que estaban en el campo. Los cuatro compañeros, de los que uno estaba muerto y al que traerían tumbado sobre unas parihuelas o una tabla. Deseaba que el tiempo transcurriese veloz. La guardia se le hacía interminable.

María había decidido llamar a Carmen.

—Cuanto antes lo sepa, va a ser mejor para todas. Por lo menos no tendremos que andar con este misterio, que a todas nos desasosiega y que tenemos necesidad y obligación de desvelar.

—¿La llamo? —preguntó Sonsoles.

—Sí, llámala.

* * *

Asun cerró la peluquería durante tres días seguidos. No le bastaban las noticias que llegaban y los comentarios que se suscitaban en torno a ellas. Quería verlo todo, estar en el centro de todo. Se fue hasta el Cuartel de la Montaña para ver lo que había por allí. Las amigas, cuando de vuelta lo contó, la admiraban profundamente:

—Pero ¿no te entró mieditis, Asun, con la que dicen que se ha armado allí?

Contestó:

—Ni me entró mieditis ni nada. ¿Os creéis que a mí unos tiros me vuelven histérica? Ya le dije a un miliciano que andaba por allí escondiéndose: «Si yo fuera hombre, a estas horas iba a estar como tú estás agazapado por las esquinas.»

—¿Y qué te dijo? Porque ésos le sueltan un tiro a su padre por un quítame allá esas pajas.

—¿Qué me dijo? Pues, chicas, nada; ¿qué me iba a decir?

Y si me dice algo, se come la pistola, el fusil y la tapia del cuartel. Pues vaya…

Entró la madre de Carmen a preguntar por la peluquera. Se enteró de las aventuras de Asun. Comentó:

—Vamos, Asun, que Cascorro a tu lado es una hermanita de la caridad, ¿no?

El papel de Asun subió mucho en la calle. Las vecinas, en sus comentarios, desorbitaban los hechos. Decían:

—Pues cuentan y no acaban de ella. Dicen que cogió un fusil de un tío que estaba despanzurrado por allí y que comenzó a tirar como si tal cosa.

—Se necesita valor —comentaba otra—, porque a mí sólo ver una arma me entra un cosquilleo por las piernas como el que le entraba al Gallo cuando veía un toro negro. Las armas son para los hombres. Las mujeres no necesitamos más armas que las cacerolas y las sartenes.

La madre de Carmen recomendaba a su hija:

—Me parece que lo mejor va a ser que dejes la peluquería, porque si no, esa loca te va a envenenar. Se le ha metido la chifladura de la heroicidad en la chinostra y cualquier día le da por organizar un batallón de mujeres para irse a la sierra a pegar tiros. Está más chalada que el niño de las sales, que se mareaba en cuanto tomaba gaseosa. No te
gila
, la Asun…

Carmen dejó de ir a la peluquería donde ya ni se trabajaba ni se hacía otra cosa que discutir sobre la revolución. Se alegró. No le gustaba el cariz que iban tomando los asuntos de Asun.

A los pocos días, la calle entera se conmovió. Asun paseaba vestida con un mono, con un gran pistolón en la cintura, colgada del brazo de un miliciano joven. El comentario de la madre de Carmen fue: «Ya te lo decía yo, Carmen. Esta Asun, con tanto sentirse heroína, se va a complicar la vida. En cuanto le dé por hacer el general Weyler, nos fastidia a todas; da por seguro que nos moviliza y se nombra jefe de la calle y tenemos que empezar a saludarla militarmente, y a decirle a sus órdenes.

Carmen salía poco de casa. Sus hermanas seguían trabajando. El señor Santiago acudía puntualmente al taller. Apenas se veía con sus amigos en la taberna. Su mujer solía decirle:

—Anda, Santiago, hombre, baja un rato a echar una parrafada con los amigos. ¿No ves que aquí no pintas nada? Anda, no seas aburrido, vete a ver lo que hay por ahí. Distráete, hombre, distráete, que pareces un momia.

El señor Santiago, cuando bajaba a la taberna, lo hacía de mala gana. No se atrevía a hablar con los amigos de lo que estaba pasando. Todo lo más aventuraba un comentario o alguna noticia que oía:

—Pero ¿dónde vamos a ir a parar? Me parece que esta vez acabamos todos en el río.

Los amigos discutían las noticias como energúmenos. Habían perdido el tono mesurado con que hablaban antes. Ahora gritaban por cualquier cosa, y un día dos de ellos llegaron a insultarse. El señor Santiago quiso poner paz y no le hicieron caso. Le dijeron:

—Tú métete en tus cosas y déjanos en paz.

El señor Santiago se quedó asustado. ¿Dejarlos en paz cuando estaban riñendo a grandes voces y amenazándose peligrosamente?

—Tú lo que eres y te lo digo para que todo el mundo lo sepa así; como te lo digo: un cochino carca.

—Y tú —le respondía el otro— un ladrón que no ha hecho más que robar toda su vida. Y para que se enteren, yo de eso que tú dices no tengo ni un pelo, lo único que soy es una persona honrada.

Intervenía el tabernero:

—Si no os conociera a los dos, estoy por decir que habíais perdido el juicio. Ni éste es un carca, porque éste es de los míos, ni tú un ladrón. De modo que haced las paces.

Pero las paces duraban bien poco. Al día siguiente se enzarzaban otros dos, o los mismos. El señor Santiago decidió terminantemente no bajar a la taberna.

Carmen pasó el resto del verano ayudando a su madre en unas labores que le habían encargado. Algún día iba al cine, acompañada de la madre o con alguna de sus hermanas. Con el calor del verano, fumando el público en el salón de proyecciones, la atmósfera era casi irrespirable. En los anfiteatros se hacían gracias groseras que la madre definía en voz baja a su hija:

—Ya ves lo que traen éstos: groserías, cerdadas y cosas impropias de personas. Menuda gente; en cuanto ha faltado el palo, ya ves: hacen lo que quieren.

La madre de Carmen gustaba de la gracia, de la libertad y de que cada uno viviera a su modo, pero no podía soportar las cochinadas que, aprovechando la oscuridad, hacía y decía la gente.

Al principio del otoño, el señor Santiago dejó de trabajar en el taller. El dueño había cerrado por falta de labor. Los obreros le amenazaron con dar parte al sindicato. El dueño se encogió de hombros. Dijo que a él le daba igual, que ya no tenía dinero y que no había labor. Casi todos los clientes del taller pertenecían a las clases altas, que eran los que hacían los encargos fuertes, lo mismo que la labor seria corría por cuenta de los conventos. Realmente, en el taller no se hacía pintura industrial. Se hacía pintura decorativa, dorados, grabación en cristal y otros trabajos que no alcanzaban la mayoría de los demás talleres de Madrid. Con la guerra se acabaron los trabajos finos. Los obreros dieron parte al sindicato y se quedaron con la industria. El dueño y su familia desaparecieron. Los obreros cerraron poco después, porque no encontraban trabajo que hacer. Para entonces el señor Santiago andaba ganándose la vida con sus amigos del Rastro, que estaban de enhorabuena por la cantidad de negocios que se les ofrecían. Hacían la vista gorda y no se querían enterar de donde provenían tantos objetos de precio como llegaban a sus manos.

Cuando, a pesar de los nuevos negocios en que andaba metido el señor Santiago, las cosas se pusieron mal, decidieron que la familia se marchara a un pueblo de la provincia de Albacete donde tenían una tía. La decisión se llevó a efecto en la primera quincena de noviembre. La guerra estaba a las puertas dé la casa. La calle casi desembocaba en el frente. Alguna bala perdida había llegado a los tejados de las casas cercanas. El señor Santiago dijo una noche:

—No hay más remedio que irse hasta que pase todo esto. Tú, Pepa, te vas con las chicas. Ya os avisaré cuando podáis venir, suponiendo que antes no acabe todo esto.

Carmen y sus hermanas se fueron al pueblo acompañadas de la madre. La tía del pueblo no las recibió muy bien. Era una vieja, tía del señor Santiago, que vivía sola y que poseía una casita en las afueras, rodeada de un huerto al que solía salir a hacer que trabajaba todos los atardeceres. Carmen, sus hermanas y su madre no se sentían a gusto. Estuvieron casi un mes en el pueblo. Al mes se volvieron para Madrid.

En Madrid la vida había empeorado. Faltaban los artículos de primera necesidad. El señor Santiago estaba enfermo. No quiso avisar a su familia por no alarmarla. Le cuidaba una vecina. El señor Santiago no se quejaba de nada. Enflaquecía y tenía fiebre alta. Llamaron al médico. La opinión de éste fue que tenía una fuerte infección intestinal. No podía trabajar en una temporada, ya que la enfermedad lo desgastaría mucho. La madre de Carmen y las hermanas celebraron consejo. Luego se lo comunicaron a Carmen: «Tú te quedas con tu padre, nosotras vamos por ahí a ver si se encuentra algo, porque sino vamos a tener que comer piedras de la calle.» Carmen protestó, pero las cosas se hicieron como habían dispuesto las mayores de la casa.

Carmen se pasaba el día de la cocina a la cama del enfermo. Sentía repulsión por las labores que se veía obligada a hacer. Cuando llegaban de trabajar la madre y las hermanas, la ayudaban. La madre entraba en la habitación de su marido y preguntaba:

—¿Qué cómo está el hombre?

El hombre respondía con vago gesto, con una palabra casi balbucida. Carmen afirmaba:

—No le baja la fiebre ni a la de tres.

La madre se quedaba un momento pensativa mirando a su marido. Luego fingía alegría:

—Vamos, hombre, que estás hecho un vago, que lo que tú quieres es pasarte la vida en la cama. ¡So manta! Animo, hombre, que en seguida te pones bueno y sales a llevarte a las chavalas de la calle.

El señor Santiago bajaba los párpados. Carmen decía:

—Dejadle, dejadle que descanse.

Se reunían todas en la cocina. La madre hablaba del estado de su marido:

—Me parece que ese medicucho no le ha acertado. Debe de tener algo más que una infección intestinal. Nunca lo he visto tan pachucho como ahora. No ha sido fuerte y ha pasado sus cosas, pero como ahora nunca le he visto. Me acuerdo cuando pasó la pulmonía. No me quité de la cabeza de la cama en una semana. Vosotras dos —señaló a las mayores— erais muy pequeñas y ésta todavía no estaba encargada. Creí que la que se ponía enferma era yo. Menos mal que pasó todo. Pero ahora…

Carmen adelgazó mientras duró la enfermedad de su padre. El señor Santiago, como dijo después, las había pasado moradas, pero salió adelante. Dijo:

—He salido de ésta con los pelos en la gatera, pero se conoce que todavía hago falta en el mundo, porque si no ya estaría en el cementerio con mi chaleco de madera, intentando hacer reverdecer algún cardo.

Carmen y el señor Santiago jugaban a las cartas interminables partidas. Cuando Carmen se cansaba, su padre hacía solitarios. Lo decía con una gran alegría infantil:

—Carmen, Carmen, me ha salido el de la serie; ven a verlo.

La hija le embromaba:

—Si serás tunante… ¿A que has hecho trampas? Hacerse trampas a sí mismo es un doble engaño.

Si el día estaba bueno, salían a dar un paseo por la calle. Las vecinas le saludaban:

—¡Vaya con el señor Santiago, que no quiere morirse! ¡Olé los hombres de verdad, que todavía están para muchas!

El lenguaje era crudo, a veces agrio, pero siempre lleno de simpatía.

Durante los bombardeos se resguardaban en un refugio que habían hecho por allí cerca y que la gente del barrio llamaba la Catedral.

—Si vas a la Catedral, ten cuidado con los sacos terreros, porque con el estrépito de las bombas se derrumban y te pueden pillar debajo. Ir a ese refugio es peor que ir al frente.

En una de las casas cercanas a la que vivían, cayó una tarde un obús. No pasó nada pero toda la calle se movilizó. Fue una desbandada, impulsada por un miedo pánico, que emocionó el barrio. El obús había entrado por la pared medianera, atravesando tres habitaciones sin estallar. Fueron a recogerlo los soldados de una brigada que estaba especializada en este servicio.

El muchacho que acompañaba a Carmen, se dejó ver un día por el barrio. Carmen le saludó muy fríamente cuando se encontró con él, a pesar de que había bajado a la calle para verle, avisada por una vecina. El chico iba vestido de miliciano. Le anunció que se marchaba al frente.

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