María no escuchaba a Ernesta. Estaba pensando en el cabo. Quería no desearlo; sin embargo, le parecía que la suerte solamente estaba ya en que fuera el cabo el muerto. Le penetraba como una ligera música la voz de Ernesta contando las consecuencias de la tormenta.
—Todo estaba quemado…
«Es imposible que no se sepa nada de las dos parejas. Puede también que la noticia no sea del todo acertada», pensaba María.
La voz de Ernesta:
—Mi madre estuvo preparando ropas con otras mujeres…
El pensamiento de María: «El cabo Santos es soltero. Un soltero no es como un hombre casado, el que se debe a otra persona, haciendo que muera también, con su muerte, parte de esa otra persona…»
—Luego que se echó la noche y no se veía más que al resplandor del fuego…
María agitó la cabeza, como queriendo sacudirse los pensamientos.
—¿Qué te pasa, María? —dijo Ernesta.
—Nada, nada, sigue con tu historia.
* * *
Las hojas de las acacias; su neblinoso verde, iluminado bajo el cielo, alto y claro, de Madrid. Banderas, canciones, camiones abarrotados de gentes que dan vivas y mueras. La calle es un hervidero.
Pasan dos días.
Carmen está en la casa, hablando con su madre. La señora Pepa, sentada en una sillita baja, cose, mientras en el fogón una olla de agua, de fondo abollado, tiembla ruidosa y monótonamente. El señor Santiago ha salido. Las hermanas han salido. A través de la ventana que da al patio, se oyen los trinos de un jilguero enjaulado. Alguien canta en la labor de tender la ropa. Chirrían las poleíllas del tendero. Una vecina lava en el fregadero furiosamente sobre la taja. El patio es un aljibe de calma.
Los pequeños objetos de la cocina; el tosco aparador, azul celeste; el hierro negro de hurgar en la lumbre, de retirar o colocar las arandelas del fogón; las rodillas colgadas en la barra dorada, gastadas del uso; los ajos y las cebollas en los cacharros de barro, junto a los cuales hay un tarro blanco lleno de pimiento colorado, un tarro amarillo con sal gorda, un tarro azul con harina. Los objetos de la cocina se sienten en la contemplación como seres animados que traducen una extraña alegría y que la dispensan. Encalman la vida de las dos mujeres que hablan, alegran los ojos en fugitiva e inesperada visión.
Carmen habla con su madre. La señora Pepa, puntada tras puntada, va precisando los planes del porvenir.
—Carmen —dice—, debes volver, en cuanto pasen unos días, a buscar trabajo. Naturalmente, en una peluquería. Ahora que ya ha acabado todo, la gente volverá a recuperar el gusto. En un par de años te pones en el oficio a la última; luego será cosa de ir pensando en que te establezcas por tu cuenta. Si te casas, tampoco te vendrá mal, podrás ayudar a tu marido. La vida se ha de poner dura. Siempre ocurre después de las guerras. —Carmen calla; la madre adivina—: No ha de ser difícil, mujer; de todas formas no ibas a volver con la Asun, aunque viviera y no la encerraran, porque con la Asun no ibas a salir nunca de ser una peluquera de barrio. Tú necesitas ampliar horizontes, aprender bien el oficio. Para una mujer, te lo tengo repetido muchas veces, no creo que haya oficio que le vaya mejor. Fíjate, podrías poner un letrero, de los que se iluminan por la noche, con letras muy grandes: CARMEN, PELUQUERIA DE SEÑORAS. Yo me acercaría al anochecer. Te llevaría las cuentas. Es necesario que alguien te lleve las cuentas y nadie más indicado para hacerlo que tu madre. ¿Qué te parece?
—No me parece mal, pero yo no sé si para aprender otra vez lo que en estos años he olvidado; soy ya un poco mayor.
—¡Qué vas a ser! A tu edad, aunque no supieras nada, estás en situación de emprender cualquier cosa. Si yo tuviera tus años, me iban a echar a mí un galgo. Para vivir hay que trabajar y una mujer necesita tener oficio con el que defenderse. Ya verás ahora cuántas señoritingas de esas que no tenían dinero, pero que iban viviendo, se ponen a trabajar. ¡Qué han de hacer! Hay que trabajar, hay que trabajar mucho para poder vivir, y lo has de ver…
Llamaron a la puerta.
El señor Santiago volvía muy contento. Había hablado con su antiguo patrón. Desde luego, en cuanto pasaran unos días comenzaba el trabajo. Le había dado las señas de algún compañero, de otros no. De otros había dicho: «A ése no le quiero ver ni en pintura por aquí. Si se lo encuentra, no le diga nada. Avise a fulano y a fulano: ésos son buenos oficiales.» El señor Santiago manifestó que había que celebrarlo. Carmen bajó a comprar dos botellas de vino y un cuarto de quilo de mortadela. La mortadela le costó encontrarla.
En la calle de Goya, en una peluquería elegante, habían colocado un anuncio reclamando oficialas. Carmen llegó en busca de trabajo. La recibió una señora alta y rubia que declaró que era la dueña. A Carmen le parecía, más que una peluquera, una artista de cine. Había visto algunas películas donde las dueñas de las casas de modas tenían el aspecto de aquella señora. Se imaginó que aquella señora no trabajaría, que estaría en la peluquería para supervisar la labor de las oficialas, para recibir a las clientes. La señora la miró de arriba abajo. La hizo girar. Asentía, mientras tanto, con la cabeza. Sí, le parecía bien, le parecía muy bien. ¿Y dónde había trabajado hasta entonces? ¿Informes? No, informes ¿para qué? No era necesario, tenía buena planta y se presentaba como peluquera. Ya se vería.
—Desde mañana vente a trabajar.
La trataba de tú. A Carmen le molestaba la mirada insistente de la señora.
—Déjame tu dirección. Mañana, con que vengas a las nueve y media, está bien. Del dinero ya hablaremos, según lo que te desenvuelvas.
Carmen salió de la peluquería, que estaba en un piso bajo. Echó a andar despacio; fue paseando rumbo a su barrio.
Cuando llegó a su casa, la madre le anunció que había habido una visita.
—Tú ya no le recordarás. Es un muchacho de aquí, de la calle, algo emparentado con tu padre. Ha venido vestido de sargento. Se ha llevado a tus hermanas a darles un garbeo por ahí. Es un buen muchacho.
Carmen se entristeció. Pensó que, en tanto ella buscaba trabajo, las hermanas, ¡las hermanas qué suerte tenían!, las hermanas… Bueno, las hermanas eran mujeres muy listas y sabían sacarle jugo a la vida y divertirse cuando llegaba la ocasión.
Carmen explicó a su madre cómo era la peluquería de la calle de Goya y la señora que la regentaba.
—Es una mujer muy guapa, alta, rubia, ya algo mayor. Parece como si hubiera sido artista o algo así. Viste muy elegantemente. La casa está muy bien puesta. De dinero no hemos hablado. Mañana o pasado mañana me dirá lo que voy a ganar. Yo creo que le he caído bien.
La madre dijo que se cercioraría:
—Mira, niña, con estas cosas de la guerra la gente se ha vuelto mala; hay que aprender a desconfiar de todo el mundo. Ya me daré yo por allá una vuelta, no sea que bajo el negocio de la peluquería haya alguna cosa sucia. Nunca se sabe lo que se oculta debajo de una buena capa, pero hay que estar ojo avizor.
Las hermanas volvieron con el sargento bastante tarde. Le presentaron a Carmen. No quiso ser simpática. Se sentía herida o tal vez menospreciada. Guardó silencio durante todo el tiempo. El sargento cenó en la casa. Las hermanas le preguntaban cosas de la guerra. El sargento contaba, al principio con entusiasmo, luego mecánicamente. De vez en cuando miraba a Carmen.
Carmen pretextó una disculpa y se fue a la cama. Poco después, desde la cama, oyó como el sargento se despedía de la familia. Carmen durmió tranquilamente. Al día siguiente se presentó en la peluquería. Tenía el temor de haber olvidado lo que había aprendido con Asun. Eran cerca de tres años de abandono. Se regocijó al ver que tomaba en seguida contacto con el oficio. Posiblemente, lo pensó luego, le salían las cosas tan bien porque no pensaba demasiado en ellas. Mientras estaba pendiente, con otra muchacha que acababa de conocer, de la cabeza de una señora, quiso recordar al sargento. Quería localizarlo en algún lugar de su memoria. No era imposible que le recordase de antes de la guerra, porque aquella cara, aquella voz, aquella manera de contar, le eran absolutamente familiares.
A la hora de comer, el sargento estaba en la casa. El hombre había llevado algunos paquetes con alimentos. Le había dicho la señora Pepa:
—Pero ¿por qué te molestas? —Y le había mirado fijamente mientras esperaba la respuesta—. No lo vuelvas a hacer. Parece que vienes a cumplir. No, no traigas más cosas.
La mirada seguía fija. El sargento apenas contestó. La madre disimuladamente le estuvo espiando durante toda la comida. Vio cómo las miradas del sargento se desviaban siempre hacia Carmen, que guardaba silencio. Carmen pensaba en su nombre y se hacía reflexionar: «Desde luego no es un nombre bonito. Llamarse Cecilio no es muy bonito. Otro nombre acompañaría mejor a la figura. Un hombre así, tan fuerte, tan guapo, podía llamarse de otra manera.»
Después de comer, el señor Santiago dijo que tenía que ir a darse una vuelta por el taller, porque aunque todavía no había comenzado el trabajo en serio, se estaba organizando aquello y era necesaria su presencia. Le hizo un guiño al sargento:
—Tú te vienes, ¿no? Podemos ir a tomar café por ahí.
La madre de Carmen saltó automáticamente:
—Tú, Santiago, ¡tienes unas cosas! ¿Dónde le vas a llevar? Aquí se está mejor que en cualquier otro sitio. Además, tú le vas a aburrir con tus cosas. La juventud prefiere la juventud. ¿No es verdad, Cecilio? Que se quede y luego, si quiere, que se marche o salga a dar una vuelta con éstas. —Hizo una pausa—: Por más que Carmen se tiene que ir a trabajar y si él quiere se puede ir dando una vuelta acompañándola, ¿eh?
Carmen enrojeció, pero no sabía por qué. El sargento estaba un poco turbado. Dijo:
—Bueno, bueno, claro que la acompañaré…
Cecilio y Carmen salieron juntos. Al principio hablaron de cosas que en aquel momento se les antojaban triviales: la guerra, las necesidades que la acompañaron, la pérdida de algunas amistades… Cecilio hablaba de su porvenir:
—No me voy a quedar en el Ejército; voy a pasar a la Guardia Civil. Como soy sargento provisional en el Ejército, no tengo porvenir, se me pasarían los años sin ascender. Voy a la Guardia Civil. Cuando termine el curso que hay que hacer, ya estaré en disposición de…
Carmen insistió:
—¿En disposición de qué?
—Pues casarme, por ejemplo, o qué sé yo.
Llegaron frente a la peluquería. Estuvieron dudando si despedirse de inmediato o agotar unos minutos más charlando. Cecilio miró hacia el fondo de la calle, luego a los ojos de Carmen.
—¿A qué hora sales de aquí?
—Sobre las ocho, más o menos.
—Sobre las ocho, si no te molestas, Carmen, vendré a buscarte. ¿Te parece?
Carmen se sonrió:
—Como tú quieras.
Los días que Cecilio tenía guardia o vigilancia, Carmen estaba inquieta. En la peluquería se distraía. La dueña la corregía:
—No pienses tanto en el sargento, mujer, que vas a quemar a cualquier cliente el cogote. Estáte más en la labor. Si hoy no viene, ya vendrá mañana. Te ha dado muy fuerte el enamoramiento. Hay que tomarlo con tranquilidad.
La señora Pepa observaba a su hija:
—¿Qué tal marchan tus cosas?
—Muy bien, mamá.
—¡Vaya! Él es muy formal; otro mejor no vas a encontrar en tu vida.
Las hermanas llevaban una existencia disparatada. Disparatada, dijo un día el señor Santiago. Se pasaban el día en la calle. Llegaban a casa muy tarde, siempre acompañadas por distintos hombres. La señora Pepa afirmó que las pensaba llamar a capítulo muy seriamente. El marido la apoyó. Carmen vivía su noviazgo sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
La señora Pepa llamó a capítulo a las hermanas mayores:
—Esto se ha acabado. Si queréis seguir llevando esa vida de perdidas, os marcháis de casa y todo terminado. Ya sois mayorcitas para saber lo que tenéis que hacer, y ya estoy yo lo suficientemente entrada en años para andar todo el día como un guardia detrás de vosotras. Desde hoy mismo las cosas cambian en esta casa. La que quiera vivir aquí, no quiero insistir más, pero ya sabe lo que tiene que hacer.
Al principio las dos hermanas pretendieron engatusar a su madre con palabras empalagosas. La encontraron irreductible. La mayor se encolerizó:
—Pues claro que me voy. Tú lo has dicho. Ya soy mayor para hacer lo que me dé la gana, y no voy a estar atada a tus faldas porque tú seas una antigua que no comprende la vida de ahora. Naturalmente, pues estaría bueno…
La madre se entristeció:
—Vete cuando quieras. Vete con la idea de que aquí no vas a entrar más, te pase lo que te pase.
La otra hermana estaba dispuesta a claudicar:
—No es para que os pongáis así. Os pueden los nervios. En cuanto empezáis a discutir se acabó todo; inmediatamente os vais por los cerros de Ubeda…
La señora Pepa apenas se podía contener. Hubiera deseado dar una buena paliza a sus hijas, pero no lo intentaba en previsión de que iban a empeorar las cosas. La hermana mayor tomó otra vez el hilo de la discusión:
—Me voy. Esto ya no se puede resistir más. No intentéis impedírmelo, porque he dicho que me voy.
La señora Pepa se derrumbó sobre una silla.
—Haz lo que quieras.
El señor Santiago se enteró cuando regresó del trabajo. La señora Pepa estaba llorando en la cocina. Fue la hija mediana la que le advirtió:
—Mamá está llorando como una Magdalena. Se ha pasado toda la tarde deshecha en lágrimas. Julia se ha ido. Ha dicho que quiere hacer, de aquí en adelante, lo que le dé la gana y que se marchaba.
El señor Santiago no sabía cómo reaccionar. Fue a la cocina, habló con su mujer. No logró sacar nada en limpio. Se dirigió, malhumorado, a su hija:
—Bueno, a ver tú, Paloma, si me dices algo de lo que ha pasado y dónde se puede ir a buscar a esa idiota.
—Yo lo que te puedo decir es que estoy segura de que volverá.
—Bueno, eso es para discutirlo más adelante. Ahora se trata de saber dónde se ha ido..
Paloma se quedó un momento pensando:
—Puede que… Si tú quieres, te acompaño.
—No, dime dónde ha ido. Tú te quedas en casa acompañando a tu madre. Ya estoy harto de tanto jaleo.
El señor Santiago se lanzó a la calle. Estuvo durante dos horas recorriendo bares y cafés en los que Paloma le había indicado que pudiera encontrarse Julia. La busca fue infructuosa. Cuando volvió a su casa, cansado y preocupado, le recibieron las cuatro mujeres. Sí, allí estaba la señora Pepa rodeada de sus tres hijas. Al señor Santiago le entró un escalofrío por el vientre, pasó delante de ellas sin decir nada y pidió la cena. Luego confesó a sus amigos que se le habían revuelto las tripas y que estuvo a punto de hacer una barbaridad.