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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (12 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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Juan miró a su hija.

—Sí, mejor será no recordarlo. Sírveme un poco más de vino antes que tome el café, anda.

Los chicos pequeños comentaban ya: «En la guerra se divertirá uno mucho… Con una ametralladora, pa-pa-pa-pa-pa… no se pueden acercar: pa-pa-pa-pa.» Y otra vez: «Yo metía más balas: pa-pa-pa-pa-pa…»

Uno de los hermanos preguntó a Felisa:

—¿Podemos jugar a las guerras?

Felisa le respondió:

—No, dejaos de guerras y a ver si podéis por una vez estar formales… Además, estropeáis las sillas.

Los niños echaban las sillas al suelo y, detrás de ellas, como si las patas fueran mortíferos cañones de armas automáticas, repetían su estribillo: «Pa-pa-pa-pa…» Lo hacían en cuanto tenían ocasión. Era la guerra una diversión paradisíaca, como el mejor juego con el que se puede entretener un niño. La guerra que para Juan Martín sonaba con un lejano pa-pa-pa-pa contra su corazón.

Juan quiso salir a dar un paseo. Felisa quería retenerlo en casa. En la casa, con el jugar de los chicos, se entretendría y no encontraría ocasión de pensar en el hijo ausente. Juan no accedió. Salió a pasear.

Caminaba por el paseo que llevaba a la estación del ferrocarril. Estaba el cielo gris y hacía frío. Juan llevaba las manos metidas en los bolsillos de la gabardina y la bufanda le tapaba la boca. La boina, echada un poco hacia atrás, dejaba que se asomase bajo su borde un mechón de pelo blanco. Entró en la estación. Saludó a un mozo conocido y se fue a sentar en un banco, frente a un tren de material de guerra con guardia de soldados. Los soldados reían al parecer de algo muy gracioso que contaba uno de ellos. Juan ya se suponía lo que contaban para reírse tan nerviosa y fuertemente. Uno de los soldados se volvió de pronto y lo vio sentado en el banco. La edad del soldado, calculó Juan, no rebasaría la de su hijo mayor; probablemente eran del mismo tiempo. El soldado se dirigió a él:

—Quítese usted de ahí. No se puede estar ahí.

Juan se levantó y fue hacia la puerta de la estación. El soldado volvía lentamente al grupo sonriendo la gracia que no escuchaba todavía. Juan caminó hacia su casa. Principiaba una lluvia fina y helada. Iba pensando que posiblemente su hijo estaba de centinela allá, en el otro extremo de la vía, pasadas las líneas de combate, custodiando material de guerra y riendo con los compañeros de uno de aquellos chistes que contaban los jóvenes.

Al entrar Juan en casa, los pequeños estaban jugando a la guerra. Juan se quedó un momento mirándolos; luego sonrió.

* * *

Andar, andar y no dejar de andar. Había andado mucho. Los paisajes de la tierra, que él no llamaba España, sino Patria. La Patria andaba por sus rincones más alejados, más desconocidos, en continuo peregrinaje. En vez de la cayada o el bastón de viaje, el mauser. Los cinturones negros, a los que se acostumbraba uno como al brazo de la mujer propia. Los cinturones, las cartucheras, que la mano acaricia suave e insistentemente durante la marcha. La huella de sudor del pulgar de la mano derecha en la piel limpia del portafusil. La mano, que sabía su camino, ajustar una correa, compensar y equilibrar las cartucheras.

Andar y andar de un lado a otro, con el reglamento en cada caso rebotando del labio a la mente. El temor de algunos frente al uniforme, las caras hostiles o amigas que brotaban en el recuerdo, relacionadas con las obligaciones del servicio. Conocer la geografía paso a paso, palmo a palmo, surco a surco. Dependiendo la marcha del camino del sol. Cuando esté sobre el cerro, haremos alto. Cuando el olivar esté en sombra, comeremos apresuradamente para llegar lentamente, pero con seguridad a la cita. Cita de hombres en el pueblo perdido, donde un abigeato los reclamaba. Y otra vez andar bajo el sol, bajo la lluvia, con calor o con frío. Claro que el rostro lo acusaba. El camino avieja el rostro y cansa el corazón. El cuerpo se endurece la piel a la intemperie va cogiendo el color de herramienta usada o color de tierra trabajada. Y el corazón, que mide los kilómetros, las leguas, sabe que ya van siendo muchos y anhela el descanso. Descansar antes que nada.

Ruipérez había pedido el traslado al cuartelillo de la ciudad. Estaba cansado del campo. La ciudad exige un servicio más minucioso en las cosas de ordenanza, no tiene la libertad que los puestos del campo, pero tiene el descanso que se desea con toda el alma. Ruipérez estaba pendiente del traslado. Además, el sueldo podría aumentarse trabajando en alguna función complementaria. O acaso se podría pedir la separación del Cuerpo por encontrar algo mejor, algo para lo que se necesitase las primeras cualidades que cada uno de ellos poseía: honestidad, seriedad, o aún más precisamente, gravedad.

Ruipérez acababa de llamar a su mujer. Deseaba decirle lo que había pasado. Felisa no estaría todavía enterada. Era su obligación comunicárselo. La guardia le obligaba a pensar constantemente en el muerto. En aquel muerto, que era uno de la comunidad y que resultaba tan del cuerpo de la comunidad que casi era un hermano. Recordaba las palabras de los primeros tiempos de servicio, cuando se les inculcaba día tras día la fraternidad en las armas, aquella fraternidad que durante la guerra había sido fraternidad en la muerte y en la sangre.

La imaginación se le fue hacia la guerra. La herida por la metralla. Felisa cuidando de la casa del padre. Quedaba en lontananza el pálido reflejo crepuscular de aquellas primeras relaciones, cuando sintió que tenía que casarse con Felisa; y la espera durante los años de la guerra, siempre presente, unas veces como una caricia y otras como una ráfaga de color y de melancolía, por los compañeros que cayeron. Aquellos compañeros que se habían acabado para siempre, tan fácilmente que no los creía distantes, pero no muertos. ¿Por qué pensaba en la guerra lejana cuando ellos jamás habían abandonado la guerra ni posiblemente la abandonaran? La guerra. En la guerra estaba su cuerpo, allí, dando una breve sombra, mientras los nervios acusaban la noticia escueta y tremenda. Ésta era otra guerra que él había escogido desde niño como la escogió su padre, también guardia.

Felisa le sorprendió cuando casi estaba junto a él.

—¿Por qué me llamabas? ¿Han hecho alguna de las suyas los chicos? —Felisa explicaba ceñuda y dulcemente—: Sin escuela, ya se sabe, son unas calamidades. No se están tranquilos en ninguna parte. Atados deberían estar. Tengo el alma en un hilo con ellos. Siempre estoy temiendo algo… Cualquier día…

Ruipérez cambió de posición y estiró el brazo, señalando al campo. La mirada de Felisa siguió el ademán.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?

Ruipérez volvió el brazo hacia el fusil.

—Mal día el de hoy —dijo—, mal día. A la noche habrá tormenta.

Quería dar la noticia, pero dudaba. Apartaba la atención de Felisa hacia el campo. El día parecía tener una raíz profunda donde algo fermentaba y bullía.

—Las tormentas de verano tienen que encontrar limpias las acequias, si no, el agua se sale del cauce y forma charcas. Luego nos quejamos de los mosquitos.

De repente, dijo:

—Felisa, han matado o herido gravemente a uno de los nuestros. No se sabe a quién ha sido.

Hablaba rápida, embarulladamente. Felisa agachó la cabeza. Se agarraba las faldas con las manos.

—¡Qué desgracia!

—No debes decir nada todavía. Ponte de acuerdo con Sonsoles para comunicárselo a las otras. Debéis tener cuidado.

Por la cabeza de Felisa pasaba en aquel momento la actitud de Sonsoles por la tarde, la historia que contó. Debiera haber supuesto que algo importante para la vida en el castillo había sucedido; si no, Sonsoles no se hubiera sentado con ellas a contar algo tan raro como aquello que contó.

—¡Qué desgracia!

Ruipérez volvió el brazo hacia el campo.

—Esta noche habrá tormenta. Sería preferible que enteraseis primeramente a María y a Carmen. Ernesta… bueno. A los chicos no les digáis nada. Ahora dejadlos jugar.

Ruipérez volvió el brazo hacia el fusil.

—La tormenta va a hacer daño al trigo tardío que tienen en las eras. Supongo que lo recogerán.

Felisa notaba cómo la ira se iba acumulando en su marido.

Los dos miraron al campo. En el horizonte se iban espesando las nubes. Felisa dejó a su marido en la guardia, dio la vuelta lentamente y entró en el castillo. Ruipérez miraba fijamente el campo, sin pestañear, hasta que la luz le hizo daño en los ojos. Felisa caminaba muy despacio, como si le costase arrastrar su breve sombra. Al pasar por delante del Cuerpo de Guardia, vio por la ventana a Pedro. Pedro la miró y no dijo nada.

Felisa se sentó junto a las otras mujeres. María Ruiz estaba contando algo. Pero Felisa no escuchaba lo que decía María. Con la mirada fue ascendiendo por el cuerpo de Sonsoles, hasta que encontró sus ojos. Se entendieron. María Ruiz hablaba de una muchacha que tuvo un hijo natural y que lo estranguló con una media.

—…y después de estrangularlo, la maldita lo echó a un pozo. —Ponía la nota repulsiva—. Un pozo como el que tenemos, del que estuvieron bebiendo agua los de la familia hasta que uno cayó enfermo con fiebre; fue entonces cuando lo limpiaron y encontraron el angelito casi enteramente comido por los sapos.

—¡Qué horror! —Ernesta se estremeció—. ¡Qué horror! Parece mentira que haya mujeres así en el mundo.

María Ruiz se sonrió.

—Pues aún conozco otro caso más asqueroso: el de la mujer que descuartizó a un niño y se lo echó a los cochinos. Cuando fueron a detenerla, se dio un corte con un cuchillo de cocina en el bajo vientre y se dejó salir los intestinos. Recibió a los guardias insultándolos y llamándoles de todo. La bruja tenía redaños. Del vientre le salía la sangre, negra como si fuera tinta china.

Ernesta hizo un gesto de repugnancia. Preguntó infantilmente:

—Tú, María, ¿viste la sangre?

—No, hija, a mi me lo contaron, porque eso debió de ocurrir cuando yo era niña.

El tiempo, para el efecto que producían en Ernesta las historias de María Ruiz, era lo más importante. Le llevaba a la creencia de que cuarenta años antes el mundo era un lugar sombrío, plagado de monstruos, de casas cerradas a piedra y lodo, de miradas aviesas de los hombres y de las mujeres, donde habitaba el crimen como la luz en el sol, de herramientas usadas como armas primitivas contundentes, mortíferas. Porque una herramienta o un objeto de uso cotidiano empleados para el asesinato son cien veces más siniestros que un arma. Y el crimen cometido con una herramienta tiene siempre un soterrado sabor a algo bárbaro y horroroso, mezcla de bíblico pecado y de angustiosa reacción animal.

Ernesta, escuchando las historias de María Ruiz, sentía una especial delectación en el miedo. Porque las historias le despertaban el miedo, que le crecía en la noche y la desvelaba hasta que las olvidaba pasados los días. El horror y la lubricidad de los relatos, los dos polos de María, la tenían en tensión, los sentía en el cuerpo, como una mano que la empujase hacia una barrera que estaba prohibido franquear. Su marido, Guillermo, le advertía muchas veces que no hiciera caso de los cuentos de María, que los decía con el único afán de asustarla. Pero María había llegado a tener necesidad de contar sus historias a Ernesta. Era una necesidad y un placer. También un como desquite de la naturaleza. Le gustaba corromper y asustar a Ernesta.

Felisa dijo con una voz que era poco más de un murmullo:

—María, ¿por qué no cambias tus temas? Siempre cuentas cosas desagradables.

—¿Te molestan, Felisa?

—No, no me molestan, pero como siempre cuentas las mismas o parecidas cosas, ya hiede tanto estiércol.

María Ruiz se echó a reír.

—No sabía, Felisa, que te causaban tanta impresión las tonterías que yo cuento.

—No me causan ninguna impresión buena, María. No me horrorizan ni me divierten; me repugnan.

Ernesta se sentía avergonzada. Quiso disculparse y disculpar a María.

—Son cosas que no tienen ninguna importancia. Solamente sirven para matar el tiempo. María las cuenta para hacernos más llevadero…

—Desde luego —interrumpió Felisa—, pero así y todo no está bien, ni medio bien, tanta suciedad. Todas sabemos que el mundo es así de sucio, pero en el mundo también hay cosas limpias y hermosas que ésta nunca cuenta.

—Bueno, bueno… no es para que lo llevéis hasta esos extremos —dijo María—; si no queréis, pues no cuento nada y todas tan contentas.

María Ruiz se levantó. Sentía que le era difícil dominarse. No dominarse hubiera sido una equivocación, un demérito ante ella misma. Tenía que dominarse. Habló como si aquello no le fuera para nada; se mostraba al margen, distante y no interesada al parecer en la conversación.

—Lleváis las cosas a unos extremos de apasionamiento…

Felisa la miró.

—No lo creas, María. Yo nunca te había dicho nada y, además, con levantarme si me molestaban las historias, estaba todo concluido. Pero es que a veces ocurren cosas…

—Las cosas que ocurren siempre.

Sonsoles, por primera vez, salió a defender de forma muy extraña a María.

—Tal vez tenga razón María y llevemos las palabras sin importancia a un terreno molesto.

María decidió marcharse. Le estaba ocurriendo lo último que le podía suceder. La defensa de Sonsoles le dañaba más que la corrección de Felisa.

María sonrió por última vez.

—No os preocupéis. Yo también sé ponerme seria. ¿No te parece, Ernesta, que a veces soy muy seria?

Ernesta no contestó nada.

María Ruiz se marchó. En el movimiento de su cuerpo había un reto disimulado. Llevaba la silla balanceándola. Una de las patas golpeaba de vez en cuando el suelo. Todavía la sonrisa no había desaparecido de sus labios.

Felisa y Sonsoles se miraron. Sonsoles preguntó:

—¿Ya estás enterada, Felisa?

—Sí, ya me he enterado.

Ernesta miraba cómo se alejaba María con sus historias truculentas a veces, lúbricas otras.

* * *

Ruipérez cojeaba un poco. La primera vez le habían soldado mal el hueso. Los meses del hospital se sucedieron. Recibió la visita de Felisa. La llevó junto a su cama una monja. Ruipérez no supo qué decir. La monja le ayudó. «Bésela, hombre», le dijo, y Ruipérez obedeció. Los compañeros de las camas contiguas se reían a carcajadas. Felisa, cuando lo recordaba, seguía poniéndose colorada. Se lo explicó a sus amigas:

—Fue un rato terrible, chicas, terrible. Hubiera querido que me tragara la tierra.

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