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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (22 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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Carmen se movía por el patio de un lado a otro. Transportó un balde lleno de ropa hasta el tendedero. Volvió a su casa. Llevaba las manos ocupadas con pinzas de tender. Mientras colgaba la ropa, canturreaba una cancioncilla. La labor tiene que estar acompañada de una canción. Las labores monótonas, desesperantes en su cotidianidad, de las mujeres, tienen que estar acompañadas de una canción, cuando no se tiene en qué pensar o se ha pensado mucho la misma cosa.

Para coger la ropa se agachaba subiendo con la mano izquierda la bata y abriendo las piernas. La blancura de las piernas destacaba sobre la mancha ocre de la tierra. Las nalgas se le marcaban poderosas y el pecho suelto le colgaba como un par de racimos maduros. Ernesta la veía desde su portal. Ernesta se pasó las manos por las caderas y estableció comparaciones.

En el castillo la ropa se solía tender en el invierno en la galería y en el buen tiempo en el patio. Pero todo dependía de la necesidad del momento. Alguna vez, si la galería estaba ocupada y el tiempo amenazaba tormenta, corriendo este albur el tender en el patio, dio lugar la ropa a discusiones entre las mujeres. Las discusiones eran siempre originadas por apreciaciones poco exactas de Carmen, a la que gustaba gritar por gritar, como tenía bien aprendido de su barrio de Madrid. Había que dejarla sola. No escuchaba, y a medida que hablaba se enfurecía más y más. María solía decir que Carmen era una incomprendida, que para hacerla feliz lo conveniente era disputar, aunque fuera sin ganas, con ella. Era la mejor forma de hacerse muy amiga de ella. Pero María no ponía en práctica lo que decía, porque su lógica chocaba constantemente con las argumentaciones disparatadas de la madrileña.

A Ernesta le llamó la atención que Carmen cantase en vez de hablar en voz alta, como tenía por costumbre, diciendo lo que se le ocurría de la que se le había adelantado al tender la ropa. Era lo mismo; las palabras brotaban de sus labios a chorro libre. En la galería, o en el patio, hablaba sin dirigirse al parecer a nadie en particular, hasta que alguna, molesta, le preguntaba si podía callar. Entonces Carmen se transformaba; le estaban haciendo el juego, y no se contenía.

Carmen terminó de tender su ropa y se encaminó a su casa. Ernesta salió a la puerta.

—¿Qué haces ahí como una pasmada, chiquilla? —El tono de la voz de Carmen era alegre.

Ernesta se disculpó.

—Mirando.

—Pero ¿es que no tienes nada que hacer?

—No.

—Vente a casa. Te voy a enseñar unas revistas que recibí el otro día de Madrid.

Ernesta acompañó a Carmen.

Sonsoles y Felisa estaban trabadas en una larga conversación. Hablaba Sonsoles.

—¿Tú crees que María les va a decir a las otras dos lo que les tiene que decir, suavemente, sin herirlas?

—María lo puede decir mejor que nosotras. Sabe más.

—Sí, sabe más; pero es más brusca.

—Cuando quiere. No creo que esta vez lo sea.

—Ernesta es la que me preocupa más. Carmen ya se sabe…

Volvían los chicos de alborotar en el patio. Llegaban con palos de fresno que habían convertido en espadas, formando con ellos una cruz e imaginándose que iban armados. De vez en cuando se oían sus gritos: «Tras, tras. Muerto. Estás muerto, Luis. Te he matado.» Y la voz del muerto, que contestaba: «No estoy muerto; ni siquiera me has tocado. Me has pasado por debajo del brazo.» Y otra vez la voz del matador: «Eres un tramposo. Así no se puede jugar. Te he matado. Te he dado en el corazón. Estos lo han visto. ¿Verdad que lo habéis visto?» Nadie contestaba.

El matador, en el patio, se retiraba enfurruñado un momento del juego. Volvía a él cuando se ponía a su alcance el que había matado: «Tras, tras. ¿Y ahora?» Contestaba: «Ahora sí, pero me doy una medicina que llevo en el bolsillo y me curo.» De nuevo la voz del esgrimidor superdotado: «Contigo no se puede jugar. Yo no juego más.» Y en seguida la labor de proselitismo: «¿Os venís tú y tú? Con éste no se puede jugar.»

María estaba echada sobre la cama. Las voces de los niños le llegaron claramente: «Estás muerto, estás muerto.» «No estoy muerto, ni siquiera me has tocado.» En la penumbra, los reflejos del sol, entrando por las junturas de las contraventanas, le daban el movimiento de los chicos del patio en el techo. Los veía en una sombra alargada moverse entre el techo y la pared. Los seguía con los ojos puestos en los reflejos. Cerró los ojos. Quería pensar en algo. Cerró los ojos y no lo consiguió. Los juegos de los niños seguían en el patio.

Seis de la tarde

L
A CALLE SE DESLIZABA
en suave pendiente hacia la ribera del Manzanares. Las casas no estaban alineadas; formaban rinconadas y patinillos en las aceras, donde se abrían tiendas y tabernas. La altura de las casas era variable; junto a alguna alta, de fábrica nueva, se recogían las de uno o dos pisos, y las tejavanas que servían para guardar carros o eran empleadas como almacenes. Las aceras eran a veces muy estrechas, a veces demasiado anchas, en comparación con la calzada. Sorteando coches y carros, los chicos jugaban en medio de la calzada y las niñas buscaban el amparo de las aceras para trazar con yeso los cuadros de la mariquita o del juego de la teja. Desde primera hora de la mañana hasta las diez de la noche, la calle estaba llena de gente, de voces, de ruido, de olores diferentes de las casas de comidas con las puertas abiertas, de una alegría jaranera de patio de vecindad.

Carmen vivía con sus padres y hermanas en una casa de tres pisos. Vivían en un interior. El patio de la casa se abría sobre el tejado de un almacén de frutas y en el verano tenían echadas las persianas, siempre, por las moscas gordas, pesadas, repugnantes, que subían del almacén. Al almacén le llamaban el cementerio de los tomates. Todas las mañanas los carros de los basureros se llevaban una gran cantidad de estos frutos, en estado casi de licuefacción, en grandes cubas, que tapaban con trozos de arpilleras.

La madre de Carmen solía hacer chistes: «Con la cantidad de tomates que se llevan estos tíos, los cerdos que crían deben de agarrar unas cagaleras espantosas. O a lo mejor los emplean para hacer conservas y nos dan el pego en las tiendas, con los tomates del cementerio.» El olor del almacén en el verano era tan penetrante, que sofocaba. En cuanto el padre llegaba del trabajo y se aseaba, se marchaba rápidamente a la taberna de Fisio, que estaba en los bajos de la casa, o mandaba cerrar todas las ventanas, aunque hubiera que sudar la gota gorda.

Las hermanas de Carmen trabajaban. La mayor en una fábrica de botones, la otra de chica de recados con una modista. Carmen las admiraba. ¡Sabían tantas cosas! Al regreso del trabajo, si no tenían que salir con cualquier disculpa, se quedaban contando chismes a la madre. Esta, cuando el chisme era subido de color, solía decir, como pura fórmula, a Carmen: «Niña, baja un rato a jugar a la calle.» O: «Vete a ver a tu amiguita del segundo.» Naturalmente, Carmen no se marchaba y se quedaba escuchando, sin comprender demasiado, pero sabiendo que aquello que decían era algo importante y misterioso que le producía un escalofrío por todo el cuerpo, que le gustaba.

Pocas veces solía llegar bebido el padre de Carmen. Era un hombre que resistía mucho y su mujer estaba muy orgullosa de ello. A las amigas de la vecindad se lo hacía notar: «Mi Santiago es todo un hombre. Resiste lo que deben resistir los hombres, bebiendo y…» Las vecinas se reían la mar con la madre de Carmen. Así lo decía alguna: «Con este demonio de la Pepa nos reímos la mar; lo que digo, la mar.» Y era verdad. Tenía sus golpes hechos, sus timos, sus muletillas, pero a veces le brotaba la gracia un poco chocarrera y entonces las vecinas se reían la mar y la tierra en una pieza.

La madre de Carmen tenía sus ideas sobre los oficios de las mujeres. Los dividía en oficios para mujeres propiamente dichas, oficios para perdidas y oficios para marimachos. Las fábricas, a pesar de que tenía la hija mayor en una de ellas, no eran sitios adecuados para mujeres; allí sólo debían trabajar las marimachos. Las mujeres debían trabajar, si lo necesitaban, en el taller de una modista, en una peluquería, en una perfumería, o algo así. Después, lo que quedaba era para las que habían perdido todo lo que tenían que perder. Por ejemplo: ¿qué más daba ser tanguista que ser señorita masajista a domicilio? Las vecinas estaban conformes con lo que decía la madre de Carmen y los oficios de las mujeres no eran materia que levantase polémicas.

No había apreturas económicas en casa de Carmen. El padre ganaba bastante en su oficio —era dorador— y a veces hacía chapucillas por fuera, apropiándose galanamente de los panes de oro, cuya vigilancia era difícil, en el taller donde trabajaba. Carmen, cuando su padre trabajaba en casa, sobre la mesa del comedorcito, le miraba con aire estupefacto. Era muy delicado el señor Santiago en sus trabajos particulares. No se le perdía ni una «miajita» de pan de oro.

—Ni una mijita he desaprovechado. Estoy satisfecho.

Guardaba el cuchillo, las piedras de ágata, la almohadilla y se iba a beber vino, no sin antes precisar:

—Esta cornucopia ha quedado que parece de oro cobrizo.

Las chapucillas le subían al señor Santiago desde el Rastro y sus aledaños.

Carmen fue primeramente a un colegio modesto y después recibió clases de una señorita aún más modesta que el colegio donde había aprendido a leer y a escribir. La madre, en un rapto de megalomanía, quiso que Carmen aprendiera francés.

—Si aprendes francés —dijo—, todas las puertas se te abrirán en este mundo. Una mujer que sabe francés se puede colocar donde quiera y luego si tiene suerte, establecerse por su cuenta.

La madre, cuando dijo esto, soñaba con una gran peluquería para su hija. Una peluquería en la que Carmen sólo tuviese el trabajo de ver trabajar a sus empleadas y de recibir a las señoronas que aparecían por allí a que les rizasen el pelo, les hiciesen unos tufos o la permanente a la última. El porvenir se le presentaba a Carmen perfectamente claro. «En cuanto tengas dos años más entras en casa de la Asun —una vecina peluquera— para que te vayas entrenando.»

Unos Carnavales Carmen tuvo un disgusto serio. Tenía once años y estaba bastante desarrollada. Se le ocurrió disfrazarse y en unión de unas amigas andar por la calle haciendo tonterías. A la madre le entusiasmó la idea y la disfrazó, a conciencia, de mujer mayor. Carmen añadió al indumento dos postizos de trapos, que fueron los causantes del disgusto. El disgusto lo tuvo con un señor que iba disfrazado también y que esperaba a río revuelto. No pasó nada, pero Carmen aprendió una lección que no se le olvidaría en la vida. Llegó a casa llorando y a las preguntas de la madre no respondía más que entre hipos ruidosos:

—Un señor, mamá, un señor que me ha confundido.

Cuando se enteró el señor Santiago, el disgusto aumentó. Llamó idiota a su mujer, a la hija y a las hermanas, que acababan de llegar de un baile justamente para cenar y pensaban marcharse de nuevo. No dejó salir a nadie. Cerró la puerta de la calle con llave y se fue a la cama. Las hermanas de Carmen esperaron un tiempo prudencial y se escaparon. El señor Santiago dormía a pierna suelta, su mujer velaba y Carmen seguía todavía suspirando profunda y ruidosamente.

Carmen entró en la peluquería a principios del año treinta y cinco. Tenía trece años y había crecido todo lo que tenía que crecer, según su madre. La recomendación fue muy simple. Un día se encontraron en la calle la madre de Carmen y Asun la peluquera. La madre dijo:

—Te voy a enviar a mi chiquilla para ver si puedes sacar algo de ella. ¿Qué te parece?

Asun le respondió:

—Me parece de perlas. Precisamente ahora necesitaba yo una chiquilla así para que nos ayudase, porque Feli se va a casar y nos deja, y entre mi hermana y yo no podemos atenderlo todo. Tu chica nos vendrá muy bien para las cosas pequeñas. Además, te advierto que en esto en seguida se pone al tanto. ¿Cuándo me la mandas?

—Tú dirás —dijo la madre de Carmen.

—Pues que venga el lunes próximo; así empieza la semana. Yo no le puedo dar mucho ahora, pero si ella es lista, en unos meses puede pasar de ayudanta a aprendiza y entonces…

—La cantidad de puestos que tenéis en ese negocio, Asun; ni que fuera un Ministerio: aprendiza, ayudanta… ¿Tú qué eres?… Lo menos capitán general, ¿no?

—Yo soy la jefa —respondió la peluquera.

—Bueno, bueno, te la envío para que aprenda, no para que la mareéis sin ton ni son.

—Descuida, Pepa.

Se despidieron.

La nueva vida en la peluquería la llenó de regocijo. Mientras Asun y su hermana trabajaban, ella atendía los pedidos de cosas que le hacían y escuchaba las conversaciones de la clientela, que no era muy escogida, pero resultaba divertida. Asun peinaba a una sola mujer de dudosa reputación.

—Yo prefiero cerrar antes de convertir la peluquería en una casa de fulanas —decía.

Pero aquella mujer de dudosa reputación no era una cualquiera. Se decía que un señor muy señor la tenía retirada, en una pensión de la calle del Mesón de Paredes. Era callada y no se tomaba muchas confianzas con las peluqueras. Carmen, cuando la veía entrar, la miraba temerosamente mientras saludaba. La mujer le decía siempre lo mismo:

—Ya estás hecha una mujer, Carmen; ya va a haber que darte el usía.

A Carmen le recorría el cuerpo una corriente fría.

La peluquería era el mentidero de la calle. A la peluquería llegaban, llevados por las vecinas, todos los chismes de la calle. De la peluquería salían transformadas y desorbitadas noticias que habían sufrido la corrosiva acción de la charla de las clientes. Carmen se enviciaba en las conversaciones que escuchaba. Si su madre la hubiese sacado de la peluquería, le hubiera dado un grave disgusto. Se enteraba paulatinamente de todos los sucesos y casos importantes del barrio. Sabía ya quién tenía un marido que se entendía con una vecina, o una hija que no andaba derecha, o un hijo que se dedicaba a la lucrativa profesión de afanar carteras en los tranvías o en el «metro». A la noche lo comentaba con su madre:

—Mamá, ¿a que no sabes de qué me he enterado hoy? —Y sin dejarle responder, comenzaba la narración—: Que la Benita, la hija de la pescadera, ha dejado plantado a su novio… Sí, aquel larguirucho que andaba tan acaramelado con ella; bueno, pues le ha dejado… ¿qué te parece?… ¿Y a quién crees que le está haciendo la ratonera, pasando una y otra vez delante de su puesto? A Romero, el de la pescadería de abajo. Ha dicho mi jefa que pretenderá unir los dos negocios para que no haya competencia. —Y seguía contando—: Han cogido a Valentín Sánchez, a ese que llaman el
Franela
. Dicen que la policía andaba desde hace mucho tiempo detrás de él, pero como es un tío muy listo, no le podían probar nada, hasta que le han echado el guante en el momento en que se escapaba de un tranvía con la cartera de un señor.

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