—Es una cría de marica. Tiene un ala rota.
Sobre el matorral caían piedras y terrones. Estos se deshacían al golpear en una rama fuerte y se oía durante unos segundos el siseo de la tierra cayendo entre las hojas.
Cuando todos volvieron al pueblo se extrañaron del nerviosismo reinante. El alcalde los llamó a la plaza. Les habló. Les dijo que había estallado la revolución en África, que un grupo de españoles…, que había que defender a Dios, que en Madrid se estaban quemando las iglesias. La maestra estaba a la izquierda del alcalde, muy tiesa y muy triste. El cura, a la derecha, asentía con la cabeza. Los campesinos oyeron las palabras del alcalde en silencio. Luego se fueron a sus casas.
La madre de Ernesta le preguntó a su marido:
—¿Tú crees que va a pasar algo malo?
Paulino tardó en contestar. Se frotó las manos, se frotó con los callos de las palmas el dorso de las manos. Era algo que le producía placer. Dijo:
—Donde hay política no puede pasar nada bueno. Ya veremos.
Al día siguiente era domingo. Hacia mediodía pasaron por el pueblo cinco camiones con hombres de camisa azul celeste y pantalones de soldado. Algunos llevaban fusiles. Cantaban y daban vivas. Los niños salieron a la carretera y los aplaudieron. Tras el paso de los camiones, quedó una espesa nube de polvo. Los niños siguieron aplaudiendo y se volvieron hacia la plaza gritando, golpeándose. La madre de Ernesta le preguntó a su marido:
—¿Quienes eran ésos, Paulino?
—Han dicho que si son los de Albiñana y que van para la capital.
La mujer quedó un momento pensando.
—¿Os llevarán a vosotros?
—Creo que irá el que quiera. A no ser… Pero no, irá el que quiera.
El alcalde andaba con boina colorada por el pueblo. Preguntaba a los vecinos:
—Tú, Laurentino, ¿te vienes para Burgos?
—¿Y qué hago yo con la mujer y los chicos? ¿Quién les da de comer?
—Entonces no cuento contigo.
—No, señor alcalde; yo lo siento, pero no estoy para andar metido con los jóvenes en estos pasos.
Pasaba el alcalde a otro:
—Y tú ¿qué dices?
El campesino se acobardaba:
—Yo lo que usted diga.
—Pues anda, vete para casa y prepárate. Lleva una manta. Paulino, cuando le llegó el turno, le contestó que no, que no podía ir, que las obligaciones las tenía en el pueblo. El alcalde agrió el gesto y comentó:
—Aquí parece que hay mucha mala voluntad. Andaos con cuidado. No os digo más.
Dos o tres hombres le fueron a consultar a Paulino:
—Tú, que siempre has sido prudente ¿qué hacemos nosotros, dinos? Porque don Alfonso sabe que fuimos a darle una paliza y como venga se puede terciar algo malo.
Paulino pensaba. Los hombres guardaban silencio, esperando.
—Yo que vosotros… no sé. Don Alfonso no lo puede tener en cuenta. Vosotros le queríais sacudir por otras razones. No sé. No quiero decir nada. Si me equivoco, malo. Hay que confiar en que las cosas no se pondrán muy duras. Yo, me quedaría, pero ya os digo que no sé.
Los hombres se miraron. Uno de ellos explicó:
—Es que nosotros también hemos votado, y ellos lo saben…
Paulino hizo un gesto:
—No sé, no sé.
Ernesta estaba con la madre.
—Madre, ¿viste a los soldados? Ha dicho el hijo de la señora Segunda que hoy pasarán más. Yo voy a estar avisada, porque no me lo quiero perder. Los que han pasado ¿has visto qué camisas llevaban? Ahora pasarán con otros uniformes. Lo han dicho. ¿No te crees?
—Claro que sí, Ernesta. —La madre revolvía con un palo un caldero que estaba puesto a la lumbre—: Hay que echarles a los churros la comida. ¿Has puesto forraje a los conejos?
—Ahora voy. ¿Tú crees que pasarán más soldados, o que será mentira?
—No lo sé, hija mía. Seguramente pasarán más soldados, pero yo no lo sé.
En la cuadra se respiraba un aroma acre y, sin embargo, agradable. Las telarañas colgaban empolvadas de las vigas del techo. A Ernesta le gustaba arrancarlas con un palo, luego lo hacía girar hasta que se enroscaban totalmente, y lo llevaba a la cocina para quemar la telaraña. El ruidillo que hacía al quemarse la llenaba de contento. Cuando era más pequeña, la madre la amenazaba:
—Un día va a salir la abuela de las arañas y te va a picar, entonces verás lo que es bueno.
Ernesta se quedaba un momento suspensa de temor y al fin sonreía entre incrédula y miedosa:
—Sólo arranco las telas viejas, las que ya no les sirven para nada.
En la cuadra corría espléndidas aventuras Ernesta. Había subido más de una vez al pajar vacío, de madera abrillantada por la paja depositada allí durante años. En el pajar, por donde se abohardillaba el tejado, había huecos en la pared. Huecos que aprovechaban los pájaros para construir sus nidos. Ernesta y otros niños introducían las manos en los huecos y sacaban las crías de los pajarillos. A veces las crías todavía no habían nacido. Entonces sacaban los huevos con mucho cuidado y los contemplaban en las manos. Los volvían a dejar donde estaban. Se lo contaban a su madre.
—Hay un nido que tiene tres huevos.
—Bueno, pues no los toques porque como la madre se dé cuenta los aburre y entonces no habrá este año pajarillos.
Ernesta prometía no hurgar más en los nidos, pero la tentación era superior a sus fuerzas. Cualquier día iba donde su madre con la noticia.
—Los pajarillos ya han salido. Son muy feos.
—Déjalos, Ernesta, que si no voy a tener que darte unos azotes.
El misterio de la cuadra radicaba en los ratones. Descubrir un nido de ratones era cien veces más importante que descubrir un nuevo nido de pájaros. Los ratoncillos parecían burbujas de pelo y a Ernesta le emocionaba contemplarlos en sus cómodos nidos. No decía nada, porque la madre hubiera ido inmediatamente al nido y hubiera matado a los ratones. Entre las amigas lo comentaban:
—Ya tengo otro nido de ratones. Voy a coger el más chiquitín y lo voy a guardar en una caja hasta que crezca.
Alguna vez habían llevado ratones a la escuela. Cuando se enteró la maestra, les costó un castigo.
—Los ratones —dijo— no sirven más que para transmitir enfermedades. Así que ya estáis tirando esas porquerías rápidamente y que no me vuelva a enterar que jugáis con esos bichos.
Ernesta entró en la cuadra ayudando a su madre a llevar el pesado caldero. Olía bien. El vapor le abrasaba las manos. La madre se deshacía en advertencias:
—Ten cuidado, Ernesta, no te vayas a escaldar. No andes tan de prisa, que me vas a hacer tirarlo todo.
Los cerdos gruñían, avisados por el olfato de la comida cercana. Entraron en la cochiquera y casi no les dejaron verter el contenido del caldero en el tronco ahuecado que hacía de comedero.
—Échalos para atrás a estas fieras.
Las manos de Ernesta golpeaban los flancos de los cerdos. Salieron. Ernesta se quedó un gran rato viéndolos comer. Los gruñidos de satisfacción se mezclaban con las ventosidades de los animales. Ernesta pensaba que si su carne no fuera tan rica, sería asqueroso tener en casa unos animales tan repugnantes. Cuando volvió a la cocina, se encontró con su padre.
Paulino mostraba preocupación. Ernesta jugaba entre sus piernas.
—Padre, si sales algún día de caza me tienes que llevar. Quiero un pollo de perdiz. Arreglarás la jaula y lo tendremos ahí todo el invierno.
La luz del mediodía se filtraba por las persianas verdes, de rejillas, acebrando el pavimento. Paulino respiró profundamente:
—Don Alfonso ha llegado. Ha cogido a cuatro vecinos y se los ha llevado a su pueblo. Ha dicho que ahora les iba a dar su merecido.
La mujer se volvió a mirarle. Ernesta estaba callada. El padre la empujó suavemente:
—¿Quieres irte a jugar un rato? En la plaza están tus amigas; las he visto saltando a la soga.
Ernesta salió por la puerta remoloneando. Asomaba la cabeza. El padre repitió:
—Anda, vete y vuelve luego. Te contaré una cosa que le ha ocurrido a Crispín el botero.
Desapareció la cabeza de la niña y oyeron el golpe de la puerta de la calle. Silencio.
—Se los ha llevado. Yo soy un poco el culpable de que se los haya llevado. Yo les dije, porque confiaba…
—Tú no tienes la culpa, Paulino, tú no tienes la culpa.
—Es que yo les dije que no pasaría nada, que no iba a ser tan mal hombre como para darles un disgusto. Yo creía que lo pasado, pasado.
La mujer se estiró el delantalillo:
—Voy a ver lo que dicen las mujeres. ¿A quiénes se han llevado?
Como en un suspiro, Paulino fue enumerándolos. Quedó solo.
—¿Dónde vas, madre? —dijo Ernesta. La madre le hizo un gesto. Ernesta jugaba con las demás niñas en la plaza. En el pilón, el delgado chorro del agua caía continuamente. Las chicas iban al pilón de vez en cuando, se mojaban las manos y luego se las pasaban por el pelo. «¡Qué calor, qué calor!»
Se componían con coquetería. El juego seguía: «Una y dos
ca
, una y dos
fé
; una y dos
ca-fé
. / La vecina / de allí enfrente / como no tiene / que hacer…»
Las mujeres, en grupos, comentaban el incidente.
—Ese don Alfonso es capaz de meterlos en la cárcel. Con él no se puede andar con bromas. La cantidad de sangre negra que debe de tener el tal don Alfonso.
Una de las mujeres dijo en voz baja:
—No será lo peor que los metan en la cárcel o que les muelan las costillas. No será lo peor.
Se extendió un silencio. Las palabras de la mujer hacían eco en todas las mentes: «No será lo peor, no será lo peor.»
La madre de Ernesta entró en la casa de uno de los que se habían llevado. La mujer lloraba. La madre de Ernesta pretendió consolarla:
—No te preocupes, mujer, verás como no pasa nada. Ese don Alfonso es un mal bicho, pero no se va a atrever. Te lo aseguro. No quiere más que darles un buen susto.
La mujer se quejaba entre los lloros:
—Primero nos quitó todo y ahora se lleva hasta a los hombres. Dios lo maldiga: Mucha misa y mucho andar con los curas, pero es un canalla, un asesino. Dios lo maldiga.
Don Alfonso, en su pueblo, daba órdenes respecto a los cuatro campesinos. Primero los había interrogado con mucha sorna.
—¿De modo —había dicho— que tú justamente con estos otros me pensabas haber calentado las costillas, infeliz? —El campesino agachaba la cabeza y no contestaba nada. Don Alfonso tenía un montón de papeles entre sus manos—. Contesta, animal. Os debía romper a todos las espaldas.
El montón de papeles fue partido por las manos nerviosas de don Alfonso. Un escalofrío de sadismo le hacía temblar. Los despidió. Decidió después:
—Les dais cuatro palos y que se larguen; me han pillado de buena, ¡qué se le va a hacer!
Los campesinos regresaron a su pueblo contentos y humillados. Creían que habían salvado el pellejo y esto les llenaba de contento. Por otra parte, los palos que les dieron y el saberse insignificantes frente a la fuerza de don Alfonso, los había humillado.
—Si no nos hubiéramos metido en nada, seguro que…
Uno de los cuatro tenía el gesto agrio:
—…seguro que te hubieran dado un premio por bueno. Este don Alfonso es un canalla que algún día me las pagará. No sé vosotros, pero yo lo juro que éste me las paga.
Al anochecer llegaron al pueblo. En cuanto Paulino se enteró estuvo a verlos. Fue una conversación extraña. Apenas hablaron. Al día siguiente desapareció del pueblo un hombre. Durante toda la guerra nada se supo de él. Volvió de repente; nadie le preguntó nada. Un día se lo llevaron los guardias.
Durante el verano la vida de Ernesta transcurrió feliz. Se le iba el tiempo jugando en la plaza, en los alrededores del pueblo, en el pajar de pulimentadas tablas de tarima, en el almiar alto, desde el que los chicos se tiraban dando vueltas. Ernesta, al cabo de la jornada le hacía recuento a su madre de todas sus aventuras:
—Hoy hemos estado en el arroyo, hemos cogido una rana tan grande como un gato pequeño.
—No seas exagerada, mujer, ya habrá sido de esas ranas de San Valentín, que no abultan lo que la yema de un dedo. —La madre se divertía con las aventuras de Ernesta.
—Te aseguro que era muy grande. ¡Tú sabes lo que nos ha costado cogerla! Menos mal que venía con nosotros Pruden y se ha atrevido a cogerla con la mano. Daba un asco… —Ernesta se frotaba las manos con repugnancia. Seguía—: Mañana iremos a coger un conejo que se ha metido en una cueva de la tapia grande.
—Claro, allí os va a estar esperando.
La niña dudaba:
—Tú crees que ésa no era su cueva y que se habrá marchado…
—Seguro.
A finales de septiembre cayeron algunas tormentas que hicieron crecer el arroyo. El agua estaba templada. El sol pesaba con su último calor fuerte de principios de otoño. Ernesta y sus amigas se iban al arroyo a chapotear con los pies descalzos. Las riñas de la madre eran inútiles. Todos los chiquillos del pueblo, de espaldas a los acontecimientos que preocupaban el ánimo de los mayores, estaban en el arroyo. El día de San Miguel fueron las fiestas del pueblo, pero no se celebraron. El cura, después de la misa, habló a los campesinos y les dijo que no eran tiempos de distracciones paganas los que corrían. Por otra parte, nadie hubiera tenido humor para divertirse con las fiestas. Había ya muchos mozos en el frente. Alguno había muerto.
* * *
La espera está hecha de una vaga sensación de desamparo, vaga como una figura tras el cristal sucio de una ventana. De desasosiego, en el que los nervios recorren el cuerpo como una columna de insectos. De miedo, en el que se descubren misteriosas zonas oscuras dentro de la órbita de los ojos. Desamparo, desasosiego y miedo, son en las mujeres del castillo, de donde la palabra, aun la iracunda, con estela de calma se ha alejado, las tres ondas concéntricas en las que a veces se extiende, o a veces se resume hasta casi desaparecer, para volver a nacer, el silencio. Las mujeres guardan silencio. Sonsoles se levanta y sale al patio. Se acerca al Cuerpo de Guardia. Ni siquiera pregunta a Ruipérez. Le mira a la cara y vuelve a ocupar su lugar entre las otras, en la casa.
Las pequeñas cosas en las que se fijan las miradas no distraen el pensamiento. El vaso con su mezcla, color de madera limpia, del agua y el vinagre azucarados, detiene la errabunda marcha de la mirada de María Ruiz. Mecánicamente sus manos se afianzan en él. Bebe sin ganas. Deposita el vaso en la mesa, donde un círculo de humedad brilla apagadamente. La mano derecha de Ernesta recorre el camino del brazo de la butaca una y otra vez. Felisa tiene desde hace un rato la sonrisa en los labios y no sonríe por nada; es parte de su naturaleza la sonrisa. Se ha agachado a recoger un hilo o un alfiler. Carmen cierra los ojos y los vuelve a abrir. Siempre se fija en el cuadro colgado de la pared; un cromo barato. Sonsoles contempla la falleba de la ventana, que hace un ligero ruido cuando el vientecillo empuja los bastidores.