Read El fulgor y la sangre Online

Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (20 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
12.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Marcharon del pueblo a la mañana siguiente. Dos horas después estaba enterrado el cura. En el pueblo, el silencio se adensaba. Una mujer cruzó la plaza hacía la fuente. Caminaba con la cabeza baja. Desde la ventana la contemplaba María. Era la madre de Doroteo. La mujer volvió la mirada, temerosa, hacía las ventanas de las casas, María dejó caer el visillo. Siguió mirando a través de él.

—Mamá —dijo—, hay que marcharse hoy mismo. Hay que irse a la ciudad.

Doña Patro estaba echada en la cama, con los párpados entornados. María repitió:

—Mamá, hay que marcharse hoy mismo.

* * *

María Ruiz estaba pensando, mientras se miraba en el espejo. Azuleaba el espejo en la penumbra de la habitación. María se pasaba las manos por los cabellos. Su imagen tenía un aspecto fantasmal; le ahondaba los ojos, las ojeras se le hacían más oscuras, la piel más tersa, la figura más borrosa. María pensaba en los secretos que guardan los espejos según los viejos cuentos infantiles. Sí se sumergiera en aquel misterioso mundo de azogue, volverían los tiempos que ella gustaba de recordar. Los primeros años entre la adolescencia y la juventud antes de ponerse por vez primera a trabajar. Luego apartaba de su mente aquellas ideas, juzgándolas disparatadas. La inmersión en el espejo, en el azul del espejo, donde la irrealidad de un sueño se tornaba clara, diamantina realidad. De nuevo se pasó las manos por los cabellos. «Estoy vieja —pensó—, vieja y cansada. Si siquiera hubiera tenido un hijo…» Un hijo disculpa la vejez de las mujeres, hace que las arrugas, que las ojeras, que la misma enfermedad sea más llevadera. Volvía a los cuentos del espejo. Se fue apartando de él. Desde la cama de matrimonio, el espejo era una mancha azul que casi no recogía las imágenes, como un agujero en la pared, por donde era posible evadirse hacia el ensueño.

Salió al patio. Fue subiendo la escalera de la galería. Andaba muy lentamente, procurando dar los pasos cortos. Carmen la saludó:

—¿Qué, María, haciendo deporte con el calor que hace?

—No, chica. Haciendo reflexiones.

—De eso no hay tiempo. ¿Para qué sirven?

María estiró el cuello en un movimiento mecánico.

—Acaso no sirvan para nada —desvió la conversación—, pero en algo hay que pasar el rato cuando no se tiene otra cosa que hacer.

Carmen se echó a reír.

—Siempre hay cosas mejores que hacer. Hablar, por ejemplo. Contar historias de esas que tú sabes, murmurar de la gente…

María Ruiz no tenía ganas de pelear dialécticamente con Carmen.

—También éste es un buen modo de pasar el rato.

—Las traes a todas locas con las historias que tú inventas. Pero a mí no me la das; María, yo sé lo que tú piensas.

—Sí —dijo con retintín—. ¿De modo que tú sabes lo que yo pienso?

—Naturalmente. ¿Te crees que soy como ese hatajo de palurdas?

—Vaya, vaya… Tienes unas cosas, Carmen…

Carmen se desconcertó un poco.

—¡A mí me ibas a venir con tus jueguecitos! ¡Como que no te conozco!

—Puede, puede.

—Tú te aburres como todas nosotras aquí, y te tienes que divertir con algo. Ese algo con el que tú te diviertes es embarullar a la gente, haciéndoles soñar cosas en las que no han pensado en su vida. Déjalas, déjalas, y no las entretengas. Que se aburran como tú y como yo, que se fastidien.

—Mujer, eso no está bien —había notas de burla en su voz—. Si yo no las divirtiese podían caer en esa melancolía que tú por ejemplo sufres, que las haría desesperarse a veces.

Carmen alzó las cejas y abrió mucho los ojos en signo de estupefacción.

—Yo, yo… tú crees que yo estoy melancólica. Chica, me haces reír. Yo lo que prefiero es estar sola. Estando sola estoy mucho mejor que acompañada. Ya ves, ni siquiera me preocupan vuestras cosas.

—Ya veo.

—¡Que ya ves! Pues claro; ¡de minucias me iba a preocupar yo! Tengo otras cosas más importantes que hacer.

—Entonces no te aburres, ¿verdad?

Carmen estaba nerviosa.

—Vamos a dejarlo.

—Como tú quieras, pero como decías que te aburrías…

Carmen se puso seria.

—Contigo no se puede hablar, María; en seguida llevas la conversación por donde a ti te parece.

—¿Por donde a mí me parece? Pero, mujer, si todo te lo dices tú. Tú eres la que has dicho lo del aburrimiento.

Carmen se violentó.

—Claro que lo he dicho. Yo no niego lo que digo, yo de mentirosa no tengo un pelo.

—Bueno, mujer. Yo no te he dicho que seas mentirosa.

—No sé, parecía que lo insinuabas.

Carmen se ofendía aparatosamente.

—Es que contigo una siempre tiene que andar con un cuidado; les buscas las vueltas a las palabras y la equivocas a una.

María Ruiz quiso cambiar la conversación; se sentía cansada. Para ella Carmen siempre era igual: susceptible, rencorosa y, a última hora, siempre se hacía la víctima y se quejaba. A Carmen le molestaba que no se preocupasen constantemente de ella. Le molestaba que se preocupasen de las demás, o que las otras mujeres escucharan de mejor grado a María que a ella, que tenía tantas cosas que contar. Pero Carmen cuando contaba cosas, lo hacía en un tono lejano que no convencía ni a Ernesta ni a Felisa, y mucho menos a María. Hablaba de Madrid y en el tono de la que descubre Madrid a sus oyentes, y si quería hablar de cosas que solamente a ella le interesaban, contaba las andanzas por su barrio, cines y bares, bailes y verbenas, historias que no tomaban cuerpo de realidad, por muy reales que fuesen, en las mentes de las mujeres del castillo. En cambio, cuando María contaba una buena historia de crímenes, de adulterios salvajes, de pasiones campesinas, aunque fuesen inventadas, parecía que todo se tornaba real y las tinieblas se adensaban, o el pecado tomaba caracteres bíblicos, o el crimen era como una gran mancha de sangre bañándoles los pies a los oyentes. Carmen, al contar, atendía únicamente a su propio placer de recordar o de asombrar, mientras que María lo que deseaba era despertar emociones en los que la escuchaban. Emociones que a veces la apasionaban tanto, que la hacían encender las tintas hasta que notaba cómo le recorría a Ernesta un escalofrío de deseo o de horror.

María preguntó a Carmen:

—¿Mandas este año el chico a Madrid?

—En cuanto pasen quince días, lo planto allí. A ver si se le quita el pelo de la dehesa que ha almacenado estos meses.

—Haces bien. Aquí en el verano no pintan nada. Yo creo que hasta lo que aprenden por el invierno en la escuela se les va de la cabeza. Pudiendo, chica, es lo mejor que puedes hacer.

—Allá estará bien cuidado y conviene que se vaya espabilando para que pueda ser algo el día de mañana. Te advierto que si Cecilio se pudiera pasar sin mí, cogía el dos y me marchaba con el chiquillo. Esto es de volverse tarumba con el calor y el aburrimiento.

—Pues vete tú también.

—No, por ahora no puedo.

Carmen se levantó de la butaca de mimbre.

—Voy a ver lo que hay por abajo. ¿Vienes?

—No, no. Me quedo aquí.

Carmen se contoneaba al andar. La bata le hacía ondas. Chancleteaba con aparato. María se quedó un momento mirándola; luego se sentó en la butaca.

Sonsoles escuchaba a Felisa. En la cocina de la casa de Felisa había desorden. Encima de la mesa, junto a una cebolla partida, estaba un periódico infantil sucio y gastado por el uso. Era el periódico, juntamente con otros que reposaban en el armario, la diversión nocturna de los muchachos. Había frecuentes peleas entre ellos porque se les antojaba el mismo periódico y el de más fuerza y edad pretendía llevárselo a viva fuerza. Intervenían la madre y a veces el padre. Alguno de los chicos se llevaba una bofetada o un zapatillazo. Se defendía al más débil. «Deja a tu hermano que los lea… Lo habéis leído cien veces y no os cansáis nunca. Mejor que pasarais el tiempo estudiando que devanándoos el cerebro con esas tonterías, que no son más que fábulas, que os hacen estar imaginando bobadas.»

En la cocina había desorden. Las ropas de los chicos yacían en un balde, amontonadas. Del techo colgaba una ristra de chorizos que había dejado una huella de grasa en el suelo. Unas alpargatas viejas estaban colocadas, una sobre la otra, en un rincón. En el cubo de la basura destacaban las peladuras de las naranjas sobre el pardo color de las cenizas. Había objetos sobre la silla, estaba todo invadido de un aroma denso de comida y acompañado de una música repulsiva de aleteos de moscas en agonía pegadas a un papel de liga colgado del techo, y de moscas que tamborileaban en los cristales de las ventanas entornadas, buscando la libertad.

Sonsoles escuchaba a Felisa que contaba los quehaceres de la casa y recordaba sus tiempos de hermana mayor en oficios de madre.

—Para mí —decía—, siempre ha sido igual. Primero mis hermanos, después mis hijos. He hecho de criada toda mi vida. He trabajado más que un buey. Estoy más cansada de trabajar que el buey de comer paja.

Sonsoles la interrumpía devotamente.

—Cada uno tiene que llevar su cruz, Felisa. A mí también me ha tocado lo mío, no de trabajar, pero sí de sufrir.

—Pero las cruces no son todas lo mismo de pesadas. Se conoce que la mía es de roble por lo que pesa, mientras que las de muchas son de paja.

—No lo creas, no lo creas. A veces esas cruces que a ti te parecen de paja son las más costosas de llevar.

Felisa comenzó a enumerar desgracias.

—Primero murió mi madre, después vino la guerra, el padre quedó sin trabajo, el hermano que me seguía y que ya ganaba bastante, se fue a los rojos y no hemos sabido de él hasta hace cosa de cuatro años; luego murió el padre. Cuando los dejé a todos que ya se pudieran defender por su cuenta, empecé a tener hijos en banda. Cuatro hijos y hubiera tenido ¡qué sé yo cuántos!, si no me ocurre lo que me ocurrió, que uno vino mal y me ha dejado para el arrastre.

—¡Qué le vas a hacer!

—No, si yo a veces me alegro, aunque luego me arrepienta. Si no, sé lo que hubiera sido de esto. Ya podía haberlos mandado al hospicio, porque no sé de qué íbamos a comer.

Guardaron las dos silencio. Sonsoles le preguntó:

—Y de ese hermano que se marchó a los del otro lado, ¿qué ha sido?

—Ése… Ése se bandea muy bien. Cuando terminó la guerra en el norte pasó a Francia. Según nos dijo, pasó lo suyo, naturalmente, pero ahora está bien colocado; se ha casado con una francesa y tiene dos hijos. Trabaja en una fábrica de los alrededores de París y como él es un buen mecánico, por lo visto, pues saca un buen jornal y vive hecho un príncipe. Ése ha sido listo…

Hicieron un silencio. Felisa dejaba vagar la mirada por la cocina. En el desorden comprobó que había cierta organización. Las cosas, los objetos estaban cercanos para el que los necesitase. Se levantó a espantar las moscas del cesto del pan y como no encontró nada mejor a mano para cubrirlo que unos calzoncillos que estaban en el montón de ropa limpia del balde, los puso encima.

—Estas moscas —dijo— están como atontadas con tanto calor.

Sonsoles se pasó las manos por el rostro.

Bueno, Felisa, hay que decirles a ésas lo que ha ocurrido. ¿Tú tienes idea de cómo se lo podemos decir sin asustarlas demasiado?

Felisa se quedó un momento pensando. Dijo:

—Habrá que empezar por María. Es más resistente a las emociones grandes. Hasta que no se confirme quién ha sido, estará serena.

Sonsoles hizo un movimiento de duda con la cabeza.

—Bueno. ¡Ojalá resulte bien!

Felisa salió al patio y se acercó a la casa de María. Golpeó con los nudillos en la puerta.

—María, ¿estás ahí?

Desde la galería escuchó María la llamada. Gritó:

—Ahora voy, Felisa.

Felisa salió a la plena claridad. Hizo pantalla con las manos sobre los ojos.

—Ven a mi casa, quiero preguntarte una cosa.

* * *

Ernesta cantaba tenuemente una vieja copla. Le hubiera gustado poder dar su canto en alto, pero temía que alguien estuviera durmiendo la siesta. Podía salir malhumorada María a decirle que hiciera el favor de callar, que no alborotase, que las canciones estaban bien por la mañana, para acompañar las labores domésticas, pero que a la tarde todo el mundo —«todo el mundo, ¿me entiendes, Ernesta?»— tiene necesidad de un rato de reposo. Cantaba tenuemente mientras recortaba de un periódico ilustrado unas figuras que pensaba dar a los chiquillos de Felisa en cuanto les echara la vista encima. Algunas veces ayudaba a los hijos de Felisa a pegar recortes de periódicos en viejos cuadros. A los chicos les gustaba pegar santos y ver santos. Les llamaban santos a los recortes, y a veces los transformaban añadiéndoles unos bigotes o unas barbas.

La voz de Felisa llamando a María la sorprendió. «¿Qué pasará? ¿Para qué llamará Felisa a estas horas a María?» Deseaba salir a preguntarlo. No se resistiría. En cuanto María la viera, ya estaba, le iba a decir lo de siempre: «Ernesta, pareces una chiquilla, tienes más curiosidad que un crío de esos metomentodo.» Siguió recortando las figuras, sin cantar, atenta a la posible conversación en el patio. Prestó mucha atención. Oyó bajar de prisa a María. Escuchó el rechinar de la gravilla, que marcaba una especie de aceras en el patio. La gravilla echada con idea de que en el invierno, al ir de un lado a otro, no se embarrasen los habitantes del castillo. Olvidó, por fin, a María y a Felisa. Su preocupación era un perfil de futbolista en aquellos momentos.

* * *

—¿Qué me quieres, Felisa?

Sonsoles estaba retirada en un rincón y todavía no había sido vista por María.

—Tenemos que hablarte.

María recorrió la habitación con los ojos. Estaba deslumbrada por la claridad exterior. Vio a Sonsoles.

—¡Ah, estás tú ahí!

Hizo una pausa.

—¿Y de qué me tenéis que hablar? Debe de ser de alguna cosa muy importante, ¿no?

No hubo respuesta. María se rió. Su risa le sonaba a Felisa como el raspar de dos cuchillos, le daba dentera. Sonsoles se levantó de la silla.

—Conviene que te serenes.

Estaba serena. Nunca perdía la serenidad. Las palabras de Sonsoles la desasosegaron un poco en función de que ella había entrado tranquila. Sí, las palabras que encierran una sospecha sobre el estado de aquel a quien van dirigidas, suponen que el que las dice quiere para sí lo que pide. En un instante se le pasaron por la cabeza las amenazas de los tiempos de estudiante. Cuando un profesor, viéndolas tan alegres y despreocupadas, cercanos los exámenes las amenazaba: «Al freír será el reír, jóvenes.» Cuando ella misma anunciaba a su madre: «Mamá, cálmate; hoy volveré tarde.» Cuando aquel imbécil le dijo: «María, haz el favor de entender bien esto; serénate, mi trabajo requiere de mí…» Y ella le tuvo que decir: «No sigas. Vete cuando te dé la gana.» Todas eran palabras de la misma naturaleza.

BOOK: El fulgor y la sangre
12.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wind Shadow by Roszel, Renee
DusktoDust_Final3 by adrian felder
Vamps: Human and Paranormal by Sloan, Eva, Walker, Mercy
Portobello Notebook by Adrian Kenny
What We Saw by Aaron Hartzler
Unbreakable Bonds by Taige Crenshaw, Aliyah Burke
Outback Ghost by Rachael Johns