El fulgor y la sangre (21 page)

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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El fulgor y la sangre
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—Siéntate, María —dijo Felisa.

Se sentó. Todas eran palabras de la misma naturaleza. Al freír será el reír… Cálmate, volveré tarde… Serénate, mi trabajo requiere… Se las habían dicho muchas veces, las había dicho muchas veces aquel al que no quería recordar.

—Bueno, ¿qué es lo que pasa? —preguntó.

Nuevo silencio. Sonsoles comenzó a hablar en voz queda, lentamente.

—En el Cuerpo de Guardia ha habido noticias de que… no sé, un accidente…

Saltó rápida María.

—¿A quién? ¿A Baldomero? ¿Qué ha sido?

—No, no sabemos si a tu marido o a quién. Nos han dicho que os lo teníamos que comunicar. No te excites, por favor. Cálmate. No se sabe a quién ha sido. A la primera que se lo decimos es a ti. Después hay que anunciárselo a las demás. Todavía no saben quién ha sido la víctima.

—Pero ¿es que ha habido un muerto? ¿Muerto o herido grave?

—Sí, María, un encuentro con unos maleantes.

—En la feria, ¿verdad?

—Sí, en la feria.

Quedaron calladas. Felisa abrió el camino de la esperanza.

—Puede que no haya sido tan grave.

María le interrumpió:

—Seguro que ha sido grave, muy grave. Estas cosas siempre suceden así. No suele haber término medio…

Inmediatamente se hizo cargo de la situación. Felisa y Sonsoles estaban más asustadas que ella.

—Hay que andar con mucho tiento para decírselo a ésas. Carmen hará una de las suyas a base de nervios. Pero peor va a ser lo de Ernesta. Ernesta está como quien dice en la luna de miel y esto le va a sentar como un tiro. Aparte de que es muy joven. No digáis nada. Yo me encargo de ellas.

María se levantó de la silla. Las otras mujeres la imitaron.

—Gracias de todas formas. Supongo lo que os habrá costado. Me voy a mi casa.

Felisa la cogió por los hombros.

—Quédate, mujer, quédate con nosotras. Para estos tragos estamos. Quédate aquí, aquí todos somos como familia…

—No, no. Me voy a casa.

María salió a la luz. Al pasar frente al portal de Ernesta, ésta la llamó.

—María, ¿has visto por ahí a los chicos?

María le notó que tenía ganas de hablar.

—No, Ernesta, no he visto a nadie.

—Pasa —la invitó.

—Ahora no. Luego vendré a hacerte compañía.

Insistió de nuevo Ernesta.

—Pasa, mujer, y cuéntame lo que te ha dicho Felisa.

María frunció el entrecejo, adoptó un gesto de seriedad ofensiva.

—Nada que te interese, Ernesta. Hasta luego.

Aligeró el paso y entró en su casa. Encima de la cama de matrimonio se echó cara al techo. Cerró los ojos. Tuvo la sensación de que estaba echada en el campo y un sol grande, en llamas, avanzando a velocidades inmensurables, se derrumbaba sobre su cabeza.

* * *

María fue enfermera durante la guerra. Fue enfermera lo afirmaba siempre, como podía haber sido conductora de un tanque. Le hubiera gustado asistir a las batallas, estar en las trincheras. No había posibilidad para una mujer. Se hizo enfermera. Algo ayudaba. Y más que ayuda se sentía la realidad, la terrible realidad de la guerra. Cuando salía del hospital, después de jornadas agotadoras, la calle, la gente, la ciudad, le parecían algo imaginado, de lo que ella hacía tiempo que había perdido la conciencia. En la casa escuchaba las continuas quejas de la madre. Se quejaba de todo, parsimoniosa, obstinadamente. Todo estaba mal. Recordaba sus tiempos. Afirmaba que España estaba invadida por una locura colectiva. No veía la guerra. Las palabras siempre eran las mismas: «Una revolución, hija, es algo que se tiene que acabar en siete días. A esto no hay derecho. Los que hacen las revoluciones tienen la obligación de acabarlas en siete días. No se puede arruinar a una nación armando lo que han armado.» Era inútil explicarle lo que ocurría. Doña Patro pertenecía a otro mundo; a un mundo que hacía tiempo había despegado los pies, del santo y acre suelo, en una levitación impulsada por los recuerdos.

Hubo algunos bombardeos aéreos. Doña Patro sufrió mucho. En los sótanos, en los que se habían improvisado los refugios, cuando la sirena de alarma les hacía recluirse allí, alternaban el rezo del rosario con frecuentes soponcios. Cuando le daba un soponcio, se ponía toda blanca y echaba baba, y en el momento en que parecía estar peor se recuperaba y conminaba a todos a rezar. Luego lo comentaba con su hija, que normalmente estaba en el hospital: «Esto acaba conmigo. Es una vergüenza. Pero ¿es que no hay un derecho de gentes que impida que se bombardee a la población civil? Una cosa es el frente y otra muy distinta la retaguardia. A los que bombardean los cogía yo, fíjate, yo y los estrangulaba con estas manos.» Se miraba doña Patro tenebrosamente las manos. Luego, como asustada de lo que acababa de decir, se las guardaba entre la toquilla.

María Ruiz, si tenía un rato libre, lo empleaba en pasear con los heridos. Se acostumbró a llevar en los paseos a un soldado, a un sargento o a un oficial colgado del brazo, arrastrando lastimosamente una pierna escayolada o tendido el brazo como un ala petrificada. Hacia el final de la guerra tuvo un novio que estaba dispuesto a casarse con ella en cuanto se licenciase. El muchacho era de la ciudad, estudiante adelantado de Medicina. Doña Patro estaba muy animada. Pasó el tiempo y el noviazgo seguía hasta que un día… Doña Patro, cuando se lo anunció su hija, precisó:

—Es un charrán, un auténtico charrán, hija mía. Ahora mismo voy a ir a buscarle y me va a escuchar. Eso no se hace. Un hombre que hace eso, ni es hombre ni es nada. Yo no digo que tú seas guapa, pero tienes otras virtudes que las tienen muy pocas. Tú, María, tienes inteligencia para dar y prestar. Un hombre que ha estudiado y que no sabe valorar la inteligencia es un fracaso de hombre, y en el caso de éste, además, es un mal nacido.

María volvió a dar clase en una escuela de pueblo. Anduvo una buena temporada mustia, desganada de todo, cumpliendo con su deber mecánicamente. El alcalde del pueblo, que era un señorón con muchas fincas, al que le habían matado un hijo en la guerra y que caciqueaba a su antojo, le advirtió un día:

—Señorita, está usted como enferma. Debería irse una temporada a la ciudad. No se preocupe por la escuela, porque esto lo resolvemos de cualquier manera hasta que usted vuelva.

María no tenía ningún deseo de volver a la ciudad. Se sobrepuso. Hizo algunas amistades en el pueblo. Un día conoció a Baldomero Ruiz, un guardia que vivía en la Casa Cuartel y que un domingo se empeñó en acompañarla hasta su casa después de la misa. Nunca supo cómo sucedió. Se confesaba a sí misma que Baldomero no le gustaba. A doña Patro se lo comunicó un día. Le dijo:

—Mamá, tengo novio y se quiere casar conmigo. Es, como quien dice, un cualquiera, pero es bueno y parece quererme mucho.

Doña Patro se entusiasmó, la hacía ya soltera para toda la vida, temiendo el empuje que traían las nuevas generaciones. «Las nuevas generaciones —decía— vienen de aúpa. Son modernas, lo que yo digo modernas del todo, aunque de moral y de dignidad deben de andar bastante escasas.» El entusiasmo por el noviazgo lo manifestó con reflexiones sobre los peligros de la soltería:

—Hay que agarrarse a lo que salga. Una mujer como mejor está es casada, porque las mujeres somos muy listas para estas cosas, pero te pilla cualquier desaprensivo en el cuarto de hora tonto y la fastidias para toda la vida. Debes casarte. Con que sea bueno y te quiera, está todo hecho. Después ya se verá…

María Ruiz se casó en invierno. En seguida pudo anunciar a su madre que se hallaba embarazada. Doña Patro aprovechó la ocasión para irse a vivir con ellos.

—Tú no debes preocuparte ahora por nada. Das clases en la escuela, pero ándate con muchísimo cuidado; nada de hacer esfuerzos de cualquier clase que sean. Tú, mucho reposo y buena alimentación. De esto último me encargaré yo y que Baldomero se aguante esta temporada, aunque las cosas estén peor hechas, porque no todos los días se tiene un hijo.

Fue inútil todo cuidado. María abortó a los cuatro meses. Culparon a muchas cosas, se desconsolaron la madre y la hija. Baldomero parecía huido desde el día que le comunicaron el aborto. Visitaron médicos. Uno le anunció que le sería difícil lograr un hijo. El desconsuelo aumentó. A Baldomero lo trasladaron y María se fue con él. Doña Patro fue a vivir con otra de las hijas.

La vida comenzó a hacérseles muy dura a María y a Baldomero. Faltaba el sueldo de ella. Restringieron gastos. María se descuidó en el vestir. Apenas salían de casa. El pueblo donde los habían destinado era grande. A los guardias los mandaba un teniente. Un teniente al que llegó a odiar María con toda su alma. Se lo decía a su marido:

—El teniente es un
finchao
y un cursi. Pero ¿has visto los aires de gran señor que se da el tío por la calle, y luego a vosotros cómo os trata?

—Calla, calla, mujer. Nos trata como nos debe tratar; verdad que es algo seco, pero no a todo el mundo le vas a pedir que ande pendiente de uno, porque nosotros no somos ursulinas, sino precisamente todo lo contrario.

—¿Y eso qué tiene que ver con la buena educación? Yo soy infinitamente más señora que su mujer y a mí, si me encuentra por la calle, en vez de saludarme como me debe saludar, me hace un mohín como diciendo, pero ¿dónde irá esa andrajosa?

Baldomero quería a su mujer, la quería mucho. Si María le daba aquellas largas explicaciones sobre el trato que merecía la señora de un guardia, no lo hacía con afán de molestarle o con el de que adoptase una actitud seca con respecto al teniente; lo hacía más que nada porque se sentía desamparada y desambientada. Ella no era ya la maestra del pueblo, sino la esposa de Baldomero Ruiz, que era uno de tantos en la Casa Cuartel, ajustado a la misma disciplina que los demás, y María no podía pasar por aquello. Se disgustaba María y se disgustaba Baldomero. Por fin un día pidió el traslado. Lo había dicho María:

—Prefiero un pueblo pequeño, donde tú seas tú y donde todo el mundo nos conozca, que estos pueblones grandes, que no tienen más que las pegas de las ciudades añadidas a las de ser pueblos.

La vacante del castillo se la concedieron fácilmente. Una mañana aparecieron en el pueblo. María contempló el castillo largamente:

—Vamos a vivir como señores feudales —dijo—. Seguramente que por el lado de la entrada tendrá puente levadizo y toda la pesca. Va a ser divertido.

No fue divertido. Las mujeres de los compañeros de Baldomero eran raras. «Son tan raras o están tan locas que no se puede cruzar con ellas dos palabras seguidas sin que disparaten.» Luego reflexionó y le entró un remusguillo de preocupación.

—Me parece que hemos salido perjudicados en el cambio.

Baldomero le respondió:

—Tú lo has querido, María; por mí no nos hubiéramos movido de allí, sino por fuerza mayor.

María concluyó:

—De todas formas, prefiero esto a tener que soportar a aquel tenientucho.

La vida en el castillo tomó su ritmo grave y monocorde. Primeramente María se aisló de las demás mujeres, pero en seguida fue buscando su intimidad, rastreando su intimidad hasta descubrir en cada una de ellas algo que las eslabonase a su propia manera de entender la vida o de haber vivido la vida. Sucedía que en el castillo había grandes temporadas de silencio entre las mujeres. Temporadas que sobrevenían cuando se sospechaba un traslado, que culminaban en el traslado y que inmediatamente eran un chorro de comentarios ya efectuado el traslado.

El carácter de María se iba transformando con el tiempo. El hijo esperado no llegaba y, en tanto, le entró una rabia sorda e hizo de su derrota como madre un refugio donde se guardaba irónicamente a sí misma. Llegó a celebrar su derrota. Extendió comentarios sobre su derrota a las mujeres de los compañeros de Baldomero. Decía: «Es la naturaleza que se sabe guardar; la selección, amiga, la selección, que impide que de una mujer como yo nazca un chiquillo del que más tarde o más temprano me tenga que avergonzar. Porque la única cosa que vale en este mundo, si se quiere ser algo, es una buena educación, un cultivo adecuado de la inteligencia, y aquí lo único que se puede cultivar es la burrería. Un hijo mío en estas condiciones me repugnaría.» Las mujeres no la entendían. Les divertía a veces lo que contaba María, a veces también la consultaban para pequeñas cosas: una carta de pésame, que ella redactaba; una carta de petición, para la que ellas tenían vagas formas en el cerebro, y que María hacía viva, quitándole su tono comercial o su torpeza mendicante.

Los años en el castillo fueron secando el tallo de su vida y retorciéndolo. La poseía el orgullo de saberse más inteligente, más cultivada que cualquiera de los habitantes y fue primero por diversión, luego casi morbosamente, por lo que comenzó a inquietarlas a todas con sus historias, sus cuentos, sus versiones de la vida.

María, en el castillo, se entristeció y su cerebro no era más que una esponja empapada de amargura que ella exprimía con delectación, con una mimosa e iracunda delectación.

* * *

Ruipérez miró el reloj. Faltaba media hora para el relevo. A las cinco en punto se acercaría a la puerta. El compañero muerto para nada alteraba la canalización de la ordenanza. Llegaría, cruzarían dos palabras, se volvería al Cuerpo de Guardia Pedro Sánchez, se quedaría él con el fusil entre las manos, esperando a que pasase el tiempo. ¿Cuántas veces su mirada se iba a tender hacia el horizonte? ¿Cuántas el cuerpo, desmadejándose lentamente, iba a volver repentinamente a la posición de ordenanza? El cuerpo del hombre de guardia es como la zarpa de un gato que recoge las uñas y la ablanda y esponja hasta un determinado momento de tensión —momento no escogido, tensión subconsciente— en que la zarpa tiene todas sus defensas a la espera. Del decaimiento, del ocio pesado, surge como el rayo la felina tensión. Se lo sabía de memoria. No lo podía evitar. Siempre ocurría igual. La tensión la producían mínimas causas exteriores que eran imposibles de localizar.

Los dedos sobre la mesa aparecían torpes. De una torpeza de herramientas allí abandonadas. Cuando cogía la pluma, le costaba aplicar los dedos sobre el palillero. Si cogía un vaso, el dedo meñique se le quedaba despegado, recto, con la larga uña, cultivada con sumo cuidado, amarilleando como un papel viejo expuesto durante mucho tiempo al sol. Ruipérez contempló por la ventana a su compañero. Pedro miraba al suelo. Luego Ruipérez miró el tablero de la mesa, donde las manchas de tinta creaban islas de conformaciones extrañas. Con la larga uña del dedo meñique las fue perfilando una a una.

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