El Fuego (43 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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«Los de los Servicios Secretos —escribí—. Anoche.»

Y lo habían tenido durante horas, tiempo suficiente para instalar en él una bomba o cualquier otra cosa, pensé.

—¿Es que no te he enseñado nada en todos estos años? -musitó Nim con un hilo de voz tras leer mi nota. Luego volvió a escribir: «¿Lo has usado desde que te lo devolvieron?».

Volví a estar a punto de dar una respuesta negativa, y de nuevo recordé que sí lo había hecho.

«Sólo una vez, para llamar a Rodo», escribí y le pasé el cuaderno.

Nim se cubrió los ojos un instante con una mano y sacudió la cabeza. Luego volvió a escribir. Y esta vez tardó tanto que me tuvo en ascuas. Pero cuando leí lo que había escrito, el desayuno se me revolvió en el estómago y amenazó con trepar hasta mi garganta.

«Entonces tú también estás activada —decían las palabras de Xim—. Cuando se lo quedaron, tomaron nota de todos tus números, mensajes y códigos. Ahora lo tienen todo. Si lo has encendido, aunque sea una sola vez, desde entonces, también habrán oído todo lo que hemos hablado en esta habitación.»

¡Dios! ¡Dios! ¿Cómo podía estar pasando aquello?

Estaba a punto de escribir algo, pero Nim me agarró por un brazo y me llevó apresuradamente hasta el fregadero de la cocina, donde rompió en pedazos todas nuestras notas, incluidas mis observaciones, prendió una cerilla y las quemó. Luego tiró los restos carbonizados a la basura.

—Enseguida podrás llamar a Boujaron —dijo en voz alta.

En silencio, dejamos el teléfono sobre la mesa, bajamos la escalera y salimos de la casa.

—Ya es demasiado tarde —me dijo mi tío—. No estoy seguro de qué es lo que habrán oído, pero no podemos revelarles que sabemos que han oído algo. Debemos irnos de tu casa ahora mismo, llevarnos todos los objetos de valor e ir a algún sitio donde no puedan oírnos. Sólo entonces podremos evaluar la situación de forma sensata.

¿Por qué no había caído en lo del teléfono por la mañana, en el instante en que me dijo que había desconectado los demás? Lo que habíamos comentado en el puente estaba a salvo, y quizá también la conversación del desayuno, que habíamos mantenido en otra sala, pero ¿y lo que habíamos dicho aquella mañana, cerca del móvil? La histeria empezaba a apoderarse de mí.

—Oh —dije con los ojos llorosos—, lo siento mucho, tío Slava. Todo es culpa mía.

Nim me rodeó con un brazo, me acercó a él y me besó en la cabeza, como hacía cuando yo era muy pequeña.

—No te preocupes —dijo con voz tierna—, pero me temo que esto va a cambiar un poco nuestro calendario.

—¿Nuestro calendario? —dije. Lo miré y vi su cara borrosa.

—Me refiero —aclaró— a que no importa cuánto tiempo creyéramos que teníamos para encontrar a tu madre. Ahora ya no tenemos ninguno.

DEMASIADAS REINAS

Oscuras conspiraciones, sociedades secretas, encuentros a medianoche de hombres desesperados, conjuraciones imposibles… Todo ello estaba a la orden del día.

DUFF COOPER,

Talleyrand

Sólo en Francia se conoce el verdadero horror de la vida de provincias.

TALLEYRAND

Valençay, valle del Loira, 8 de junio de 1823

C
harles Maurice de Talleyrand-Périgord, príncipe de Benevento, iba sentado en la pequeña carreta tirada por un pony, en medio de los dos niñitos, que llevaban puestos unos enormes sombreros de paja y sus batas de lino para zascandilear en el jardín. Estaban siguiendo a los sirvientes y al cocinero de Talleyrand, Carême, quien había regresado hacía poco y que iba al frente de todos ellos, paseándose entre los huertos de hortalizas y plantas aromáticas con cestos y una podadera, dejando que los niños lo ayudaran a escoger las flores y las verduras para la cena de esa noche y la decoración de la mesa, como solían hacerlo todas las mañanas. Talleyrand jamás acostumbraba cenar con menos de dieciséis comensales.

Al tiempo que Carême apuntaba con sus tijeras hacia matas y plantas, capuchinas, ruibarbos morados, pequeñas alcachofas, brazados de aromáticas hojas de laurel y pequeñas y coloridas calabazas iban amontonándose en las cestas de los sirvientes. Talleyrand sonrió cuando los niños aplaudieron con sus manitas.

La gratitud del político hacia Carême no conocía límites después de que este último hubiera accedido a ir a Valençay, y por varias razones. Sin embargo, ninguna de ellas estaba relacionada con el hecho de que ese día fuera el cumpleaños de Carême, coincidencia que sólo se debía a la pura casualidad. El cocinero le había dicho a los niños que estaba preparando una sorpresa especial para el postre de esa noche que todos disfrutarían, él incluido: una
piéce montée
, una de esas obras de diseño arquitectónico de merengue francés y caramelo hilado por las que había recibido su primer reconocimiento internacional.

Antonin Carême era por entonces el chef más famoso de Europa, y la publicación de su libro
Le maître d'hôtel français
durante el otoño anterior había ayudado a consolidar su renombre, pues era mucho más que un simple recetario por sus doctos conocimientos culinarios, ya que en él comparaba la cocina antigua y la contemporánea y explicaba la importancia que varias culturas habían otorgado a los alimentos en cuanto a su relación con las cuatro estaciones del año. Extraía muchos de sus ejemplos de los doce años de experiencia que había cosechado como chef en las cocinas de Talleyrand, tanto en París como en Valençay, aunque especialmente en este último lugar, donde había confeccionado un menú distinto para cada día de cada uno de esos años, con la estrecha colaboración de Talleyrand.

Tras servir en los años intermedios como chef de otras personalidades —entre ellas el príncipe de Gales, en Brighton; lord Charles Stewart, el embajador británico en Viena, y Alejandro I, zar de Rusia—, y ante la insistencia de Talleyrand, Carême había regresado para pasar los meses de verano recuperándose en Valençay mientras sus nuevos empleadores acababan de renovar el palacio que tenían en París. Después, a pesar de la grave enfermedad pulmonar que todos los cocineros de su época padecían, volvería a asumir sus obligaciones como chef de las únicas personas que podían permitirse tenerlo empleado a tiempo completo: James y Betty de Rothschild.

La excursión de esa mañana con Carême y los niños por las diez hectáreas de huertos había sido un simple pretexto, pese a que esos paseos matutinos se habían instaurado desde hacía tiempo como uno de los entretenimientos preferidos de Valençay.

No obstante, esa mañana era especial en muchos sentidos. Para empezar, porque a Maurice Talleyrand, casi un septuagenario, le encantaba pasar aquellos momentos con los retoños de sus sobrinos, el pequeño Charles-Angélique, de dos años, hijo de su sobrino Alexandre y de Charlotte, y con la hija de Edmond y de Dorothée, Pauline, la pequeña Minette, quien estaba a punto de cumplir tres años y a quien él llamaba su ángel de la guarda.

Maurice no tenía hijos legítimos. Charlotte, la madre del pequeño Charles-Angélique, era la amada hija adoptiva de «padres desconocidos» que Maurice había traído misteriosamente consigo hacía casi veinte años de su viaje anual al balneario de Bourbon l'Archambault, y a quien madame Talleyrand y él habían tratado como a una hija y malcriado todo lo que habían podido. Disfrazaban a Charlotte con atuendos extravagantes, con vestidos españoles, polacos, napolitanos y cíngaros, y celebraban elegantes fiestas de
bals d'enfant
, de las que hablaba todo París, donde los niños aprendían a bailar boleros, mazurcas y tarantelas.

Sin embargo, se habían producido muchos cambios en esas últimas dos décadas, sobre todo en Maurice. Había servido a innumerables gobiernos durante los años de monarquía, revolución, negociación, diplomacia y huida: al Parlamento francés de Luis XVI, al Directorio, al Consulado y al Imperio con Napoleón. Incluso había ejercido de regente de Francia hasta la restauración de Luis XVIII.

Mientras tanto, la partida había sufrido otros tantos reveses de la fortuna. Hacía tiempo que la otrora esposa de Maurice, la princesa de Talleyrand, Catherine Noel Worlée Grand, la Reina Blanca, había quedado fuera de juego. No hacía ni ocho años, en una acción que había cogido a Talleyrand por sorpresa, atrapado como estaba por entonces en el Congreso de Viena con otros cabezas de Estado que creían estar repartiéndose Europa, Napoleón había escapado de su exilio en la isla de Elba y había regresado triunfante a París para dar rienda suelta a sus infames Cien Días de gobierno. Catherine había huido a Londres acompañada de su amante español y Maurice le pagaba una pensión para que nunca volviera a acercarse a menos de veinte kilómetros de París.

El juego había acabado y las negras se habían hecho con la mayoría de las piezas con ayuda de Maurice. Napoleón había sido depuesto y había muerto, y los Borbones —una familia que, tal como decía Maurice, nada había aprendido y nada había olvidado— habían vuelto al poder con Luis XVIII, un rey seducido y controlado por los ultraconservadores, un partido de hombres siniestros que deseaban dar marcha atrás en el tiempo y revocar la Constitución de Francia y todo lo que la Revolución había significado.

También habían jubilado a Maurice; lo habían despachado con el título insustancial de «alto consejero» y una paga, pero había sido apartado de la política. Lo habían relegado a vivir allí, a dos días de viaje de París, en su propiedad palaciega de más de dieciséis mil hectáreas en el valle del Loira, un presente que muchos años atrás le había hecho el emperador Napoleón.

Tal vez estuviera jubilado, pero no estaba solo. Dorothée de Courlande, anterior duquesa de Dino y una de las mujeres más ricas de Europa, a quien había casado con su sobrino Edmond cuando ella tenía dieciséis años, había sido la compañera de Maurice desde el Congreso de Viena. Salvo, claro está, durante la breve y pública reconciliación con Edmond unos meses antes de que naciera Pauline.

No obstante, esa mañana Maurice había acudido a los huertos con los niños por otra razón, una más importante: la desesperación. Estaba sentado en la carreta tirada por el pony, entre las criaturas —Pauline, su «Minette», la hija ilegítima que había tenido con su amada
petit marmousin
, Dorothée, ex duquesa de Dino, y el pequeño Charles-Angélique, el hijo de su otra hija ilegítima, Charlotte— y experimentaba una emoción que le resultaba difícil de describir, por mucho que escarbara en su cerebro.

Hacía días que lo acompañaba aquella sensación, era como si estuviera a punto de suceder algo terrible, algo que cambiaría su vida, algo extraño. Lo que sentía no era ni dicha ni amargura, lo que sentía se asemejaba más a un vacío. Y, sin embargo, podría acabar siendo justamente lo contrario.

Maurice había experimentado la pasión en los brazos de muchas mujeres, incluidos los de su esposa, y profesaba un amor afectuoso, casi paternal, por la madre de Pauline, Dorothée, quien ya había cumplido treinta años y que había compartido su vida y su lecho durante los últimos ocho. No obstante, Maurice sabía muy bien a quién debía la sensación de vacío que lo perseguía, a la mujer a quien había amado con mayor fervor, a la madre de Charlotte: Mireille.

Había tenido que ocultarle a su adorada Charlotte la existencia de su madre debido a los omnipresentes peligros, incluso ahora que el juego había acabado. Maurice intuía vagamente cómo podría haber sido todo si Mireille se hubiera quedado, si hubiera abandonado esa misión en la que se consumía, si hubiera olvidado el ajedrez de Montglane y aquella sangrienta y temible partida que tantas vidas había destruido. ¿Cómo habría sido su vida si ella se hubiera quedado a su lado? ¿Si se hubieran casado? ¿Si hubieran criado juntos a sus dos hijos?

Sus dos hijos, sí, por fin lo había dicho.

Esa era la razón por la que aquella mañana Maurice había insistido en llevarse al pequeño Charles-Angélique y a Minette a dar una vuelta en la carreta del pony para ver las plantas y las flores: una excursión normal y corriente con la familia, algo que Maurice nunca había experimentado, ni siquiera de niño. Se preguntó cómo se sentiría si aquellos fueran sus hijos, los hijos que había tenido con Mireille.

Sólo una vez creyó haber atisbado lo que podría haber sido, aquella noche de hacía veinte años en que Mireille se había encontrado con él en los baños de vapor de Bourbon l'Archambault, aquella noche de dicha infinita para Maurice en que había visto a sus dos hijos juntos por primera vez.

Aquella noche de hacía veinte años en que Mireille al final había accedido a entregarle a la pequeña Charlotte para que la niña se criara con su verdadero padre.

Aquella noche de hacía veinte años en que Mireille había partido con su hijo de diez años, un niño a quien Maurice había acabado por convencerse de que no volvería a ver jamás.

Sin embargo, hacía dos noches que esa convicción se había desvanecido por completo tras la llegada de una misiva con el correo de la tarde.

Maurice sacó el papel del interior de la blusa, una carta fechada tres días atrás, procedente de París.

Señor:

Debo veros por motivo de extrema importancia para ambos. Acabo de saber que ya no mantenéis residencia en París. Os visitaré en Valencay dentro de tres días.

Vuestro seguro servidor,

CHARLOT

La lujosa mansión de múltiples cúpulas había sido erigida en la falda más soleada de la montaña para que las cocinas de Valencay, en vez de ser unas mazmorras, estuvieran inundadas de luz y dieran a las rosaledas con sus ensortijadas ramas cargadas de pétalos de tonos pastel.

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