Byron se sentía enfermo, y no únicamente por los trastornos estomacales que le aquejaban. Se había detenido, pues había visto que el sol había salido ya, que habían llegado a las puertas del cementerio protestante y que estaban cerca del lugar del inminente encuentro. Se sentó en un murete de piedra y miró muy serio Kauari y a Haidée.
—Por favor, explicaos.
—Según lo que Charlot nos contó en el barco —dijo Haidée—, su madre, Mireille, era una de las monjas originales de Montglane cuando el ajedrez fue sacado de nuevo a la luz después de mil años. Luego la enviaron a donde vivía el padre de Kauri Shahin. Allí nació su hijo Charlot, ante la mirada de la Reina Blanca, como presagiaba una leyenda ancestral.
—Mi padre lo cuidó y lo educó —prosiguió Kauri—. Nos dijo que Charlot poseía el don de la clarividencia, también augurada, para alguien que ayudaría a reunir las piezas y resolver el Misterio.
—Pero Charlot asegura que su madre posee alguna otra cosa de extraordinario poder —añadió Haidée—, algo que hace que nuestra misión parezca… imposible.
—Si una monja de Montglane es su madre —dijo Byron—, no se precisa el don de la clarividencia para adivinar lo que tenéis que decirme. Ese tal Chariot del que habláis cree que él y su madre están en posesión de algo que acaba de saber que en realidad tenemos nosotros. Algo por lo que vosotros dos habéis arriesgado la vida cruzando montañas y mares. ¿No es así?
—Pero ¿cómo puede ser? —preguntó Haidée—. Si su madre ayudó a desenterrar las piezas en la abadía de Montglahe sin más ayuda que sus manos, si desde entonces ha estado recabando las piezas en los confines del mundo, si ha recibido la Reina Negra de manos del zar de todas las Rusias, el nieto de Catalina la Grande, ¿cómo puede haber una segunda reina? Y, si la hay, ¿cómo podría ser la auténtica, la que poseyeron los
sufíes bektasíes
?
—Antes de intentar dar respuesta a esa pregunta —dijo Byron—, propongo que prestemos una cautelosa y estrecha atención a aquello que estamos por oír, aquello que nos ha traído a este lugar. ¡Y a quien tiene que decirlo!: Letizia Ramolino Buonaparte, el cardenal Fesch e incluso madame Cosway, todos ellos hijos de la Iglesia, la cual, a fin de cuentas, ha retenido esas piezas en manos cristianas desde los tiempos de Carlomagno.
—Pero, padre —repuso Haidée, dirigiendo una mirada fugaz a Kauri en busca de su apoyo—, esa debe de ser la explicación, ¡la verdadera razón por la que estamos todos aquí! Según Charlot, su madre, la monja Mireille, fue enviada hace treinta años hasta el padre de Kauri, Shahin, que se encontraba en el Sahara, por alguien que debe de ser el vínculo que falta: Angela-Maria di Pietra Santa, amiga íntima de la abadesa de Montglane y también madre de nuestros dos anfitriones, Letizia Ramolino Buonaparte y, aunque de diferente padre, el cardenal Joseph Fesch. ¡Angela-María era la abuela de Napoleón! ¿Acaso no lo veis, padre? ¡Forman parte del equipo contrario!
—Hija mía —protestó Byron, atrayéndola hacia sí y abrazándola—, ahora no importa el asunto de los equipos. Lo que importa es el ajedrez, los poderes que entraña, y no este absurdo juego. Por eso los sufíes han consagrado tanto tiempo a tratar de reunir las piezas y devolverlas a las manos capaces de protegerlo, unas manos que jamás lo explotarían en beneficio propio, individual, sino únicamente por el bien colectivo.
—Charlot no opina lo mismo —insistió Haidée—. ¡Nosotros somos el equipo blanco y ellos son el negro! Y yo creo que Shahin está en nuestro bando.
La pirámide, Roma, 22 de enero de 1823
Una única y débil lámpara de aceite iluminaba la cripta en la que se habían reunido, por requerimiento de Letizia Buonaparte, en la mañana del funeral de Shelley. Todos los presentes en el interior de la enorme pirámide quedaban engullidos por la penumbra, una penumbra que proporcionaba a Charlot la primera ocasión para reflexionar desde que había partido de Fez.
Letizia los había convocado allí, explicó, porque la artista madame Cosway tenía una importante información que comunicarles a todos. ¿Y qué mejor lugar para hacerlo que aquella pirámide, que albergaba la esencia del secreto que Maria, después de tantos años, había accedido a desvelar?
Madame Mère prendió los apliques que había llevado consigo y los colocó junto a la tumba de Cayo Cestio. Su luz titilante arrojó sombras contra el alto y abovedado techo de la cripta.
Charlot contempló el círculo de rostros que lo rodeaba. Las ocho personas a las que Letizia Buonaparte y su hermano habían congregado en Roma, a instancias de Shahin, estaban allí presentes. Y cada una de ellas desempeñaba una función crucial, como Charlot comprendió en ese instante: Letizia y su hermano, el cardenal Fesch; Shahin y su hijo, Kauri; lord Byron y la pintora, madame Cosway, y él mismo, Charlot, y Haidée.
Charlot sabía que ya no necesitaba más luz para identificar los peligros que lo envolvían. Apenas unos días antes, en un mercado de Fez, la visión había regresado a él con fuerza: una situación del todo inesperada, y a la vez tan emocionante y aterradora como si se hubiese encontrado de pronto en medio de una lluvia de meteoritos. El pasado y el futuro volvían a ser sus compañeros de viaje, el contenido de sus pensamientos se alumbró como una girándula de diez mil chispas relumbrantes en el cielo nocturno.
Una única cosa seguía oculta en la oscuridad para él: Haidée.
«Hay una cosa que ningún profeta, pese a lo grande que sea, puede llegar a ver jamás… —le había dicho Shahin aquella noche en la cueva, con la ciudad de Fez a sus pies—. Y eso es, nada más y nada menos, que su propio destino.»
Pero cuando Charlot miró abajo desde aquel parapeto de la medina y vio a la chica en el mercado de esclavos —si bien desde entonces no había hablado de esto con nadie, ni siquiera con Shahin—, atisbo por un atroz instante adonde podría conducir aquel destino.
Aunque no conseguía ver con exactitud de qué modo su destino y el de ella estaban entrelazados, Charlot sabía que su premonición sobre Haidée era cierta, de igual modo que había sentido la urgencia de partir de Francia tres meses antes para recorrer mil quinientos kilómetros hasta los cañones del Tassili en busca de la Reina Blanca, aquella diosa ancestral cuya imagen estaba pintada en lo alto de los precipicios, en la concavidad de una gran pared de piedra.
Y ahora que la había encontrado en persona, encarnada en aquella joven muchacha, comprendió algo más: cualquier cosa que madame Cosway tuviera que revelarles, fuera cual fuese la función que aquellos otros desempeñaban, era Haidée quien estaba en el centro del tablero, sujetando la Reina Negra, y Charlot debía permanecer con ella, a su lado.
El cardenal Joseph Fesch paseó la mirada por los presentes en la cripta alumbrada con las velas, y pensó que parecían dolientes en un funeral.
—Madame Maria Hadfield Cosway es conocida por muchos de vosotros por su reputación, si no en persona —dijo, inaugurando la reunión—. Sus padres, Charles e Isabella Hadfield, regentaban el famoso grupo de posadas inglesas de Florencia, Cario, que alojaban y alimentaban a los viajeros británicos que realizaban el Grand Tour, como el historiador Edward Gibbon y el biógrafo James Boswell. Maria creció rodeada de la aristocracia de las artes y acabó siendo una gran artista. Tras la muerte de Charles, Isabella cerró las posadas y se llevó a Maria y a sus hermanos a Inglaterra, donde Maria contrajo matrimonio con el famoso pintor Richard Cosway.
»Pese a ello, mi hermana Letizia y yo no conocimos a Maria Cosway hasta que Napoleón llegó al poder, momento desde el cual hemos mantenido una estrecha amistad. Yo mismo soy actualmente mecenas de la escuela femenina que ella fundó en Lodi, al norte de donde nos encontramos. Hemos pedido a Maria que os relate una historia en la que participa esta misma pirámide en la que hoy nos sentamos, y su conexión con su difunto esposo, Richard Cosway, que falleció recientemente en Londres. La historia que os referirá nunca ha sido revelada por completo a nadie, ni siquiera a nosotros. Tuvo lugar hace más de treinta años, en 1786, cuando ella y su esposo fueron a París. Y algo ocurrió allí que podría resultar de enorme interés para todos los aquí presentes.
El cardenal se sentó y cedió la palabra a Maria.
Algo insegura de cómo proceder, ella se quitó los guantes de piel de topo y los dejó a un lado. Con la yema de un dedo tomó una gota de cera blanda del aplique que tenía más próximo y la moldeó en una bola con el pulgar y el índice. Luego sonrió y asintió.
—Fue en septiembre de 1786 —empezó a relatar con su voz suave y de leve modulación italiana—, y mi esposo, Richard Cosway, y yo acabábamos de cruzar La Mancha, el Canal Inglés, procedentes de Londres. Nuestra reputación nos precedía. Ambos éramos pintores galardonados y nuestra sala de Londres era conocida como la más solicitada. Richard tenía un importante encargo en Francia para pintar a los hijos del duque de Orleans, primo de Luis XVI y gran amigo del patrón inglés de mi esposo, el príncipe de Gales, el actual rey Jorge IV. En París nos agasaja a artistas y nobles por igual. Nuestro amigo y colega, el pintor Jacques-Louis David, dispuso nuestra presentación en la corte francesa al rey y María Antonieta.
»Debo comentar aquí algo acerca de mi esposo. Muchas personas envidiosas de Londres durante largo tiempo pensaron mal de él, pues había nacido en la pobreza y había llegado muy lejos. Richard apenas hizo nada por mitigar a aquellos enemigos, sino que se comportaba con extravagancia y ostentación en todo momento. Gustaba de llevar un abrigo morado con fresas bordadas, una larga espada que arrastraba por el suelo, sombreros profusamente decorados con plumas y zapatos de tacón rojo. En la prensa lo llamaban
macaroni
, "petimetre", y se comparaba su apariencia con la del mono que tenía, al que algunas lenguas viperinas se referían como su "hijo natural".
»Eran muy pocas las personas que sabían que Richard era también uno de los grandes virtuosos del arte, o arbeiter del buen gusto, un
conneisseur
y coleccionista de antigüedades raras y valiosas. No sólo de los famosos tapices de los gobelinos, sino que también poseía veintiséis salas repletas de rarezas: una momia egipcia, reliquias de santos, marfiles chinos, obras esotéricas de Arabia y la India, e incluso lo que creía que era la pluma de la cola de un ave Fénix.
»De hecho, Richard sentía inclinación por la mística, era seguidor de tempranos visionarios como Emmanuel Swedenborg. En Londres, junto con mi hermano George, estudiante de arquitectura, asistimos a conferencias privadas de Thomas Taylor, el Platonista, que recientemente había traducido doctrinas secretas de los primeros autores esotéricos griegos para ávidos amantes de tales misterios, como Ralph Waldo Emerson y William Blake.
»Este telón de fondo es importante, pues, al parecer, mi esposo, sin que yo lo supiera, había descubierto por mediación del duque de Orleans algo relacionado con un gran misterio que llevaba enterrado cerca de mil años en Francia, un misterio que estaba a punto de volver a emerger, no mucho tiempo después de aquella mañana, hace treinta años, cuando llegamos a Francia por primera vez.
»Recuerdo aquel día. Era domingo, el 3 de septiembre de 1786, una mañana soleada que nos motivó a Richard y a mí a salir a pasear por el Halle au Ble, el famoso mercado de grano de París, una enorme plaza redonda donde se vendía trigo, guisantes, centeno, lentejas, avena y cebada. Con el tiempo fue apagándose, pero en aquel entonces era conocido como uno de los edificios más hermosos de París, con escaleras curvadas, una cúpula majestuosa con tragaluces que inundaban de luz todo el lugar, como si fuera un palacio de hadas flotando en el cielo.
»Fue allí, bajo aquella luz plateada, mágica, donde nos encontramos con una persona que pronto lo alteraría todo. En aquel momento, sin embargo, hace tanto tiempo, difícilmente habría sido yo capaz de prever cómo mi vida y la de mi familia cambiarían por completo a consecuencia de los acontecimientos que empezaban a desatarse.
»El pintor norteamericano John Trumbull había llegado en compañía de su amigo, un hombre alto y pálido, de pelo cobrizo, en cuya residencia de los Campos Elíseos se alojaba Trumbull. El anfitrión de Trumbull, como pronto supimos, era el delegado de la nueva República Americana en la corte francesa, un nombre de Estado cuya fama en breve eclipsaría la nuestra. Se llamaba Thomas Jefferson.
»Todo daba a entender que el señor Jefferson estaba absolutamente cautivado por el
Halle au Ble
; estaba extasiado y se deshacía en elogios hacia las maravillas de aquel diseño, y se emocionó sobremanera cuando John Trumbull mencionó las obras arquitectónicas de mi hermano George, miembro de la Real Academia de Londres.
»El señor Jefferson insistió en acompañarnos el resto del día. Pasamos los cuatro la tarde en la campiña de Saint-Cloud, donde cenamos. Cancelamos los planes para la velada y nos dirigimos a Montmartre, al jardín de los Ruggieri, la familia de pirotécnicos que había creado esplendidos fuegos artificiales; allí se representó la obra Le
triomphe de Vulcain
, que narra los misterios de la gran figura del inframundo a quienes los griegos llamaban Hefesto, dios de la fragua.
Fue esta extravagante representación de los misterios del inframundo, por lo visto, lo que espoleó a mi esposo Richard para hablar de forma tan franca con el señor Jefferson acerca de los templos del fuego y las grandes pirámides, semejantes a las de Egipto, que se estaban construyendo en los jardines y parques paisajistas de las afueras de París, como el Pare Monceau, la famosa hacienda de nuestro patrón francés, el duque de Orleans. Mi esposo compartía con el duque un profundo interés por los temas ocultos.