El Fuego (29 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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—¿«Ordenado»? —pregunté, incómoda al volver a oír aquella palabra—. ¿«Ordenado» por quién? ¿Qué clase de medidas ce seguridad?

Aunque intentaba aparentar serenidad, el corazón me latía como un tambor de acero. Aquello era demasiado. Partidas de ajedrez peligrosas con movimientos enigmáticos, asesinatos rusos desapariciones familiares, y misteriosos dignatarios de Oriente Próximo e invasiones en Bagdad. Y yo, con menos de ocho horas de sueño en las últimas cuarenta y ocho.

—No estoy seguro —decía Erramon—. Todas las disposiciones se han llevado a cabo únicamente por medio de E.B.; pero, con este notable aumento de las medidas de segundad, no cuesta imaginarlo. Sospecho que el encargo de esta cena llegó directamente del Despacho Oval.

¿Una «gala real» encargada por la Casa Blanca? ¡Y qué más! ¡Era el colmo! ¿En qué otros problemas tenía previsto mi ya problemático jefe «ordenarme» que participara? Si la idea no hubiera sido tan absurda, me habría puesto furiosa.

Pero, como diría Key, «si no aguantas el calor, sal de la cocina». Creía que estaba a punto de entrar en la misma cocina que yo misma había dejado preparada menos de diez horas antes. Sin embargo, entre la llovizna neblinosa, mientras bajaba los peldaños de piedra hacia el camino de sirga, advertí que algunas cosas habían cambiado desde mi visita aquella mañana.

Una barrera baja de cemento bloqueaba el acceso al puente peatonal que cruzaba el canal, y una pequeña garita de madera, del tamaño de una letrina portátil, había sido colocada justo al pie. Cuando me acerqué, dos hombres emergieron súbitamente de su interior. Iban vestidos con trajes y abrigos oscuros, y —algo extraño, dado el mal tiempo que hacía— llevaban gafas de sol aún más oscuras.

—Exponga el motivo de su presencia, por favor —espetó el primero con voz neutra, oficial.

—¿Cómo dice? —repuse, alarmada.

«Medidas de seguridad», había dicho Erramon; pero aquella barricada sorpresa que había aparecido como un hongo en el desértico camino de sirga parecía más que extraña, estrafalaria. Empezaba a ponerme muy nerviosa por momentos.

—Y también debe darnos su nombre, fecha de nacimiento y una fotografía tamaño carnet —añadió el segundo hombre con una voz igualmente anodina mientras me tendía una mano con la palma hacia arriba.

—Voy a trabajar. Soy chef de Sutaldea —expliqué, señalando hacia los edificios de piedra que se alzaban al otro lado del puente.

Intenté parecer servicial mientras hurgaba en el atiborrado bolso que llevaba colgado al hombro en busca del carnet de conducir, pero de pronto caí en la cuenta de lo remoto e inaccesible que en realidad era aquel tramo del camino de sirga. Allí habían asesinado a mujeres, a una incluso de día, una mañana mientras hacía footing. ¿Y había informado alguien de haberlas oído gritar?

—¿Cómo puedo saber yo quiénes son ustedes? —les pregunté. Alcé un poco la voz, más para disipar mis temores que para solicitar ayuda cuando no parecía haberla.

El número uno se llevó una mano al bolsillo interior y, como un relámpago, me colocó su credencial debajo de la nariz. ¡Oh, Dios! ¡Los Servicios Secretos! Eso sugería que el palpito de Erramon en referencia a aquella noche podía ser cierto. Quienquiera que hubiese «ordenado» aquella
boum
tenía que ser un pez gordo, pues de no ser así difícilmente habría podido reclutar al escalafón más alto de la seguridad gubernamental para que instalase allí una barrera e inspeccionase a los invitados de una triste cena.

No obstante, para entonces yo ya estaba tan indignada que me salía humo por las orejas, me sorprendía que ellos no lo vieran. Iba a matar a Rodo, si es que se dignaba aparecer, por no haberme puesto sobre aviso del encontronazo que me esperaba en el «Checkpoint Charlie», después de todo lo que había tenido que soportar ya en las últimas cuarenta y ocho horas sólo para llegar allí a tiempo.

Finalmente conseguí sacar mi sepultado carnet de conducir e imité el movimiento relámpago del agente para mostrárselo. El número uno regresó a la garita para cotejar mi nombre con sus instrucciones. Asintió desde la puerta al número dos, que me tendió una mano por encima del obstáculo de cemento, me escoltó por el puente y me dejó en el otro extremo.

Dentro de Sutaldea me esperaba otra sorpresa: más agentes de seguridad rondaban por el comedor de la planta superior, medra docena, tal vez, todos susurrando a los micrófonos de sus walkie-talkies. Varios inspeccionaban debajo de las mesas ya guarnecidas mientras su superior hacía lo propio detrás de la larga estantería que exhibía la colorida colección de Rodo de
sagardo
artesanal.

Los Gemelos de la Garita debían de haber avisado por radio de mi llegada, pues ninguno de los que estaban en aquel amplio comedor pareció reparar en mí más de lo imprescindible. Al fin, uno de los hombres vestidos de civil se acercó para hablar conmigo.

—Mi equipo se marchará enseguida, en cuanto acabe de rastrear el lugar —me informó, cortés—. Ahora que su admisión ya ha sido tramitada, no deberá abandonar el recinto hasta que se procese su salida, al final de la noche. Y tenemos que inspeccionar el contenido de su bolso.

Fantástico. Escrutaron todas mis cosas, se quedaron con el móvil y me dijeron que me lo devolverían más tarde.

Sabía que sería inútil discutir con aquellos tipos. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta lo que acababa de descubrir en los últimos cuatro días acerca de mi propia familia y mi círculo de amigos, ¿quién sabía cuándo podía resultar de ayuda tener a mano una pequeña e inesperada oferta de seguridad? Además, aunque hubiese querido salir en aquel momento, ¿a quién iba a pedir ayuda contra los Servicios Secretos del gobierno de Estados Unidos?

En cuanto los hombres de negro se marcharon, rodeé la estantería de jarras de sidra, bajé rápidamente por la pétrea escalera de caracol en dirección a la mazmorra y me sorprendí completamente sola, todo un alivio. Salvo, claro está, por el cadáver de un cordero grande que giraba en silencio sobre el hogar central. Removí las brasas incandescentes y las recoloqué bajo el
méchoui
, que giraba lenta e incesantemente, para mantener el calor estable. Luego comprobé las llamas de los demás hogares y hornos, y coloqué más leña y astillas para retocar lo necesario. Sin embargo, al hacerlo, caí en la cuenta de que tenía un problema aún más grave.

El rico aroma a hierbas que desprendía el asado me abrumó y me puso al borde del llanto. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía nada sustancioso? Sabía que aquel animal no podía estar hecho aún…, y que lo estropearía si empezaba a picotearlo antes de tiempo. Aun así, por lo que sabía, Rodo tardaría horas en llegar con el resto de los ingredientes y preparativos, o con algo a lo que darle un bocado. Y ningún otro proveedor de sustento que yo conociera iba a tener permiso para cruzar aquel puente. Me maldije por no haber hecho parar a Erramon por el camino, siquiera en algún local de comida rápida, para comprar un tentempié.

Consideré la posibilidad de rebuscar en las alacenas que había al fondo de la mazmorra, donde guardábamos todos los suministros, pero sabía que sería en vano. Sutaldea era famoso por sus productos frescos de cosecha propia, por su pescado recibido a diario y criado con técnicas saludables, por sus viandas recién llegadas del matadero. Básicamente, almacenábamos sólo aquellos productos difíciles de conseguir en caso de apuro (como limones en conserva, ramas de vainilla y estambres de azafrán), nada que se pareciera a la comida de verdad que pudiese sacar de una nevera y calentar rápidamente. De hecho, Rodo había prohibido la presencia de frigoríficos y microondas en su restaurante.

En esos momentos alcanzaba a oír aquellas tartaletas de grosella que había tenido la insensatez de comerme batallando en mi estómago por imponerse a los jugos gástricos. Sabía que no aguantaría hasta la hora de la cena. Tenía que alimentarme. Conservaba en la memoria aquella imagen cruda y desapacible del prisionero de Zenda, muñéndose de hambre en una mazmorra; lo último que vieron sus ojos fue un delicioso y suculento trozo de carne rotando despacio en un asador.

Contemplaba los leños que acababa de colocar debajo del
méchoui
cuando de pronto atisbé algo plateado y metálico entre las ascuas. Me agaché y miré debajo del asador. No cabía duda: había un pedazo de papel de aluminio sepultado entre las brasas, medio cubierto de cenizas. Cogí el atizador y lo saqué: era un objeto ovalado y grande que identifiqué al instante. Caí de rodillas e iba a cogerlo con ambas manos… hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo. Tiré de los guantes de amianto, dejé el objeto a un lado y le quité la gruesa capa de papel de aluminio que lo envolvía. Nunca antes me había alegrado tanto de ver algo, ni había sentido tanta gratitud hacia nadie. Jamás. Era un regalo de Leda. Reconocí no sólo su estilo sino también su gusto.

Comida terapéutica y antidepresiva: una patata asada rellena de carne, espinacas y queso.

Resulta difícil imaginar el sabor de una exquisita patata rellena perfectamente asada hasta que el hambre aprieta. Me la comí entera, salvo el papel de aluminio.

Pensé en llamar a Leda hasta que recordé que me había reemplazado en el turno de noche y que probablemente a esas horas estuviera durmiendo, pero decidí que le compraría una botella grande de Perrier-Jouet en cuanto saliera de aquella cárcel.

Con una ración de pienso en el cuerpo que empezaba a devolverme la energía, esta inflamó varios pensamientos que no se me habían ocurrido antes.

A modo de entrante, Erramon y Leda sabían más de lo que confesaban sobre aquella cena, como evidenciaban las pruebas. Después de todo, uno era mi chófer y la otra mi proveedora de patatas, lo cual significaba que sabían cuándo iba a llegar al restaurante y que no iba a tener tiempo de comer antes de hacerlo. Pero había más.

La noche anterior, mientras preparaba los fuegos, estaba demasiado exhausta para seguir los comentarios de Leda sobre Rodo: que le había dado un síncope al saber que me había ido sin avisar; que había tratado al personal como a esclavos desde que me había marchado; que había organizado una fiesta secreta para «peces gordos e influyentes del gobierno», y que sólo yo iba a ayudar con la cena; que había insistido en que Leda se quedara hasta que yo llegara esa noche para «ayudarme con los fuegos»…

Y después, aquella misma mañana, prácticamente en el mismo instante en que había llegado a la finca de Kenwood con la comida, Erramon me había llevado de vuelta al restaurante a toda prisa.

¿Qué había dicho Rodo por la mañana, justo después del berrinche y justo antes de salir dando un portazo? Había dicho que no había ningún misterio. Que yo llegaba tarde al trabajo.

Y que «Erramon te aclarará por el camino todo cuanto necesites saber».

Pero ¿qué me había aclarado en realidad Erramon por el camino? Que Rodo no decidía sobre aquella cena, cuando la falta de control era algo que mi jefe detestaba. Que podría haber invitados de Oriente Próximo. Que habría medidas de seguridad. Que desde el primer escaque, aquella
boum
había sido organizada por los más altos pesos pesados de Washington.

Ah, sí: y que él, Erramon, estaba enamorado de Leda, el Cisne.

Todo aquello no parecía más que un conjunto de tácticas de distracción, destinadas a desviar mi atención de un ataque lateral furtivo. No era el momento de perder de vista la imagen global, no era el momento de sucumbir a la ceguera ajedrecística, no allí, encerrada en una mazmorra, esperando a que cayera la espada.

Entonces caí en la cuenta.

¿En qué preciso instante, aquella misma mañana, había tenido Rodo el berrinche? ¿En qué preciso instante había arrojado la
txapela
al suelo, había pasado a hablar en vasco y me había despachado? ¿No estaba aquello relacionado con todo a lo que Leda y Erramon habían aludido, pero no me habían dicho directamente?

No habían sido mis preguntas sobre aquella fiesta lo que había prendido el fuego de Rodo, sino que el fuego había prendido cuando quise saber cómo se había enterado él de la existencia de aquella otra fiesta. Después de que le dijera que había conducido con un temporal de nieve para llegar al restaurante. Después de preguntarle cómo era posible que supiera dónde estaba.

Aunque, ya en Colorado, había percibido el primer atisbo de lo que el camino me deparaba, había pasado por alto lo esencial, Hasta que me di de bruces con ello: al margen de lo que fuese a ocurrir aquella noche en la bodega, iba a ser el siguiente movimiento del juego.

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