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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (36 page)

BOOK: El Fuego
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—Todo el mundo sabe —contestó María— que después de su estancia en Europa, Thomas Jefferson fue secretario de Estado de su país, después vicepresidente y por último el tercer presidente de Estados Unidos. Hay quien cree que también fue francmasón, pero yo sé que no es el caso. No estaba interesado en ingresar en órdenes inventadas por otros; siempre había preferido crear una orden propia.

»Es también de todos sabido que Jefferson era un gran erudito y que estudió arquitectura, especialmente la de aquel veneciano del siglo XV, Andrea della Góndola, apodado Palladio por Palas Atenea, patrona de Atenas. El hombre que durante el Renacimiento había revivido la arquitectura
all'antica
, reconstrucciones de formas de la antigua Roma. Lo que se sabe en menor medida es que Jefferson también estudió las obras del gran maestro de Palladio, Vitruvio Polión, el arquitecto del siglo I cuya obra,
Los diez libros de arquitectura
, acababa de descubrirse en los tiempos de Palladio. Este libro es crucial para comprender las raíces de la arquitectura antigua y su significado, tanto para Palladio como para Jefferson, y su influencia está patente en todo cuanto ambos construyeron.

»Vitruvio explica la importancia de la simetría y la proporción en la construcción de un templo con respecto al cuerpo humano, de la disposición de una ciudad y la previsión de las direcciones de las calles con respecto a las ocho direcciones de los vientos. Los efectos del zodíaco, el sol y los planetas en la construcción de un nuevo enclave religioso o civil.

—No acabo de captar cómo esto responde a la pregunta de mi hija —dijo Byron—. ¿Qué relación existe entre las obras de Palladio, y aún menos de Vitruvio, de hace dos mil años, con la importancia del tablero de ajedrez del que hemos venido a hablar? ¿Tenéis una respuesta?

—El tablero no proporciona la respuesta —contestó María de forma críptica—. Proporciona la clave.

—Ah —dijo Haidée, dirigiendo una mirada fugaz a Byron—. El arquitecto Vitruvio vivió en Roma en los tiempos de Jesús y Augusto, y también de Cayo Cestio. Os referís, madame, a que fue Vitruvio quien diseñó esta pirámide con sus proporciones cósmicas. «Cuadrar el círculo», ¡traer el cielo a la tierra aquí, en Roma!

—En efecto —confirmó Maria Cosway con una sonrisa—. Y Jefferson, como el brillante estudioso de la arquitectura que era, comprendió el significado de todo ello en el mismo instante en que visitó el Désert. Tan pronto como le fue posible, Jefferson viajó a todas las ciudades europeas que pudo, estudió su trazado y compró grabados, caros pero precisos, de los planos de cada una de ellas. Al albor de la Revolución francesa, regresó a casa desde Europa y nunca volví a verlo, aunque mantuvimos una correspondencia intermitente.

»No obstante, alguien más compartió esta confidencia íntima —explicó—. Un galardonado arquitecto italiano, miembro de la Real Academia y que había estudiado en Londres y Roma, un estudioso de las obras de Palladio y Vitruvio y experto en
disegno all'antica
. Y compañero y amigo íntimo de nuestro colega John Trumbull, que nos presentó a Jefferson aquel día en el Halle au Ble. Jefferson y Trumbull consiguieron que este hombre fuera a Estados Unidos con un importante encargo arquitectónico. Se quedó allí hasta el día de su muerte. Es él por quien sé gran parte de lo que os he referido hoy aquí.

—¿Quién era ese arquitecto de quien Jefferson era tan íntimo, en quien depositó semejante confidencia? —preguntó Byron.

—Mi hermano, George Hadfield —contestó Maria.

A Haidée se le desbocó el corazón de tal modo que creía que los demás oirían sus latidos. Sabía que estaba cerca de la verdad. Aun al lado de Maria, vio que Kauri le lanzaba una mirada de advertencia.

—¿En qué consistía el encargo que había recibido vuestro hermano? —preguntó Haidée a la anciana.

—En 1790 —dijo Maria—, en cuanto Jefferson regresó de Europa, y coincidiendo con la elección de George Washington como primer presidente, Jefferson persuadió a este de que el Congreso adquiriese un terreno con forma de cuadrado pitagórico, es decir, basado en el número diez.

»Tres ríos surcaban ese terreno, tres ríos que confluían en el centro formando la letra Y, un símbolo pitagórico. En cuanto se eligió al profesional que diseñaría los planos, Pierre L'Enfant, jefferson le entregó todos los planos que había recabado en las ciudades europeas que había visitado. Pero en la carta que le envió a L'Enfant, había una advertencia: "Ninguno de ellos es comparable al de la antigua Babilonia". Mi hermano, George Hadfield, fue contratado por Jefferson y Trumbull para que completase el plano, además del diseño y la construcción del edificio del Capitolio, de aquella nueva gran ciudad.

—¡Asombroso! —exclamó Byron—. ¡El tablero de ajedrez, la ciudad bíblica de Babilonia y la nueva ciudad creada por Jefferson y Washington están basados en el mismo plano! Ha explicado la relevancia de su diseño como «cuadrados mágicos», y el significado más profundo que eso podría entrañar. Pero ¿qué hay de sus diferencias? También podrían ser importantes.

Y sin duda lo eran, como Haidée había captado de inmediato.

Ahora comprendía la importancia de la historia de Baba Shemimi. Comprendía el significado de la mirada de advertencia de Kauri, pues aquello era lo que sin duda habían temido más desde siempre: el tablero tenía la clave.

El tablero del ajedrez de al-Jabir, de ocho por ocho, como incluso el baba había señalado desde el principio, tenía veintiocho cuadrados de perímetro, el número de letras del alfabeto árabe.

El cuadrado de nueve por nueve de la pirámide egipcia, de la antigua ciudad de Babilonia, tenía un perímetro de treinta y dos cuadrados: las letras del alfabeto persa.

Pero un cuadrado de diez por diez contendría treinta y seis cuadrados de perímetro, que no representarían las letras de un alfabeto sino los 360 grados de un círculo.

La nueva ciudad que Jefferson había construido sobre los tres ríos, la ciudad que él había inaugurado como presidente electo de Estados Unidos, había sido diseñada para traer el cielo a la tierra, para unir la cabeza y el corazón… para cuadrar el círculo.

Esa ciudad era Washington.

LA REINA AVANZA

La mujer [la reina] tardó más en aparecer en el ajedrez ruso que en ningún otro país no musulmán, entre ellos China.

MARILYN YALOM,

Birth of the Chess Queen

¿Y
o la Reina Blanca? ¿Cómo podía ser yo la Reina Blanca cuando mi madre, si había que creer la versión de la tía Lily, era la Reina Negra? Aunque nunca nos hubiéramos llevado del todo bien, mi madre y yo tampoco éramos bandos opuestos, especialmente en un juego tan peligroso como aquel en el que se pretendía que yo participara. ¿Y qué demonios tenían que ver las fechas de nuestro cumpleaños con él?

Necesitaba hablar con Lily, y pronto, para deshacer aquel nudo inesperado. Pero antes de que pudiera empezar a desenmarañar nada, otra reina apareció en escena, la ultimísima persona en la Tierra que esperaba ver en aquel momento, si bien debía haber sabido que ocurriría. Era nada más y nada menos que la Reina Madre y la Abeja Reina fusionadas en una sola: Rosemary Livingston.

Aunque apenas habían transcurrido unos días desde la última vez que había visto a la madre de Sage envuelta en sus nubes de pelo animal, en Colorado, me quedé igual de perpleja que siempre ante su aparición en aquel lugar y aquella noche. Y no me refiero sólo a su llegada.

Rosemary causó su impresión habitual mientras bajaba a la bodega, rodeada de hombres, por la escalera de piedra. Varios de sus exóticos escoltas iban ataviados con túnicas blancas del desierto, y otros, como Basil, llevaban elegantes trajes de ejecutivo. La propia Rosemary lucía un vestido de cola, de seda y de color bronce brillante, exactamente a juego con el de sus ojos y su pelo, cuyos mechones quedaban parcialmente cubiertos por un chal de seda, tan exquisito y opalino que parecía estar hecho con puro hilo de oro.

El aspecto de Rosemary siempre había parado el tráfico, pero nunca había alcanzado el extremo de aquella noche, en su elemento natural, rodeada de una panda de comensales masculinos que se la comían con los ojos. Pero enseguida comprendí que no se trataba de mirones corrientes; a muchos los reconocí de la revista
Fortune 500
. Si en aquel momento hubiese caído una bomba en la estela de Rosemary, pensé, la noticia habría hecho bajar en pocas horas la cotización de la Bolsa de Nueva York en doscientos puntos.

La rotunda presencia de Rosemary, como un perfume embriagador, era algo difícil de describir, y mucho más de imitar. Aun así, a menudo yo intentaba definirla mentalmente.

Había mujeres, como mi tía Lily, que desprendían la clase de glamour extravagante que formaba parte inextricable de su celebridad. Había otras, como Sage, que habían pulido su cincelado aspecto hasta la perfección impecable de una reina de la belleza adicta a los concursos. Mi madre siempre había parecido poseer un aura diferente e innata: la belleza y la gracia saludables de una criatura salvaje adaptada de forma natural a la supervivencia en si bosque o en la jungla, quizá a eso se debiera su sobrenombre: Cat, «Gata». Rosemary Livingston, por su parte, se las había arreglado para combinar, casi alquímicamente, retazos de cada uno de esos rasgos para crear una presencia única en ella: una especie de elegancia regia que a primera vista quitaba el aliento y lo dejaba a uno con una sensación de agradecimiento por haber sido tocado por el trémulo resplandor de su dorada presencia.

Hasta que se la conocía bien, claro está.

En aquel instante, mientras Basil le retiraba el chal justo al otro lado de la partición de vidrio que separaba el comedor privado del hogar, Rosemary me miró con una mueca de disgusto, algo a medio camino entre un mohín y un beso.

Aunque Rodo me había contado mucho, al menos lo bastante para que se me erizara el vello de la nuca, sentí el deseo imperioso de haber tenido tiempo para sonsacarle más información sobre lo que fuera que supiera acerca de aquella cena. Me pregunté qué era exactamente lo que se traían los Livingston entre manos ejerciendo, a todas luces, de anfitriones de aquel extraño séquito de millonarios de múltiples procedencias. Pero, teniendo en cuenta las conexiones que acababa de establecer entre el ajedrez, el juego y Bagdad, no me pareció buen presagio que muchos de aquellos comensales pareciesen figuras relevantes de Oriente Próximo.

Y aunque en mi función de camarera en aquella representación no me los habían presentado formalmente, sabía que no se trataba sólo de «peces gordos e influyentes» de alto nivel, como Leda y Erramon habían supuesto: reconocí a algunos de ellos como jeques o príncipes de familias reales. ¡Como para extrañarse del tremendo dispositivo de seguridad que controlaba el puente del canal!

Y, ante todo, por supuesto, con un desasosiego profundo tras la reciente disertación de Rodo sobre mi presunto papel, estaba desesperada por saber qué tenía que ver todo aquello con el juego. O, más concretamente, conmigo.

Pero estos pensamientos enseguida quedaron atajados, pues Rodo me había agarrado con fuerza de un brazo y me llevaba a recibir al grupo.

—Mademoiselle Alexandra y yo hemos elaborado una cena especial para esta noche —informó a Basil—. Confío en que madame y sus invitados se hayan preparado para degustar algo único. Encontrarán sus respectivos
menus du soir
en la mesa.

Me apretó levemente el brazo bajo el suyo, una insinuación menos que sutil de que debía mantener nuestra conversación previa bien guardada bajo el gorro de chef y seguir sus instrucciones hasta que me indicara lo contrario.

Tras asegurarse de que todos se sentaban a una distancia que nos permitía verlos desde nuestras bambalinas, Rodo tiró de mí hacia el otro lado del panel de vidrio y me susurró al oído:


Faites attention
. Esta noche, cuando sirvas los platos, tendrás que ser la…
entzule
. ¡No la
jongleur des mots, comme d'habitude
!

Es decir, que debería ser la «oyente» y olvidarme de mi actitud habitual de «malabarista de las palabras», significara eso lo que significase.

—Si esos tipos son quienes creo que son, también hablarán francés —repuse con un hilo de voz—. Así que, ¿por qué no sigues hablando en euskera? Así nadie te entenderá. Incluida yo, con un poco de suerte.

Dicho esto, Rodo se quedó mudo.

A la bullabesa le seguía el bacalao, una pieza enorme guisada a fuego lento con una salsa vasca de limón y olivas, acompañada de montoncitos de
boules
humeantes de pan rústico horneado a las brasas.

Había empezado a salivar —la patata rellena parecía haberse evaporado ya—, pero me contuve y llevé de un lado a otro el carrito, sirviendo los platos en cada tanda y retirándolos después a la despensa, donde los colocaría en el lavavajillas a la espera de que llegara el personal del turno de mañana.

Por un momento pensé que aquello era casi el reflejo exacto de la
boum
de cumpleaños de mi madre, en la que me había esforzado por espigar el máximo de información posible sobre aquel juego mortífero en medio del cual me encontraba de pronto.

Sin embargo, aunque Rodo me había dicho que también en esta ocasión hiciera de oyente, mis obligaciones me impedían seguir la conversación de la cena. Todos parecían observarme.

Fue en el turno del
méchoui
, otro de sus retos culinarios, cuando Rodo abandonó el hogar y me acompañó al comedor.

Tradicionalmente, el cordero debe servirse en el asador, con todos los comensales de pie alrededor para poder pellizcar directamente pedazos de la suculenta y aromatizada carne.

Estaba impaciente por ver a Rosemary Livingston abordando tal proeza con su lujoso vestido de seda parisina, pero uno de los príncipes del desierto se había apresurado a solventar el apuro.

—Permítame —dijo—. ¡A las mujeres nunca se las debería hacer levantar en presencia de hombres frente a un
méchoui
! —Indicándole con un gesto que permaneciera sentada, le sirvió un poco de cordero en un plato que, cortésmente, Basil le acercó.

Por lo visto esta era la oportunidad perfecta que la Abeja Reina había estado esperando. En cuanto la dejaron sola en la mesa, con Rodo haciendo rotar el cordero en el asador para los hombres que se habían congregado a su alrededor, me pidió por señas que le llevara la jarra de agua.

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