El Fuego (13 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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—No repitáis esta farsa conmigo —dijo—. Dejad que mi cadáver se pudra donde caiga muerto. Debo confesar que este homenaje pagano a un poeta muerto me ha dejado deshecho. Necesito un poco de aire marino para borrar de mi mente este horror.

Regresó a la orilla y, con una rauda cabezada hacia el capitán Roberts para confirmar su anterior acuerdo de encontrarse más tarde en el barco, Byron dejó a un lado su sombrero de ala ancha, se quitó la camisa, se zambulló en el mar y surcó las olas con brazadas fuertes e imperiosas. Era media mañana y el agua ya estaba tibia como la sangre; el sol abrasaba la blanca tez de Alba. Sabía que tenía que nadar menos de un kilómetro hasta el
Bolívar
; muy poca cosa para un hombre que había cruzado el Helesponto a nado, pero un trecho lo bastante largo para permitirle despejar la cabeza y pensar. Sin embargo, aunque el ritmo de sus brazadas y el agua salada que le lamía los hombros le ayudaban a calmar su agitación, su pensamiento no hacía más que volver una y otra vez sobre lo mismo: por mucho que lo intentaba, y pese a que pudiera parecer descabelladamente improbable, a Byron sólo se le ocurría una persona a quien pudiera hacer referencia el mensaje de Percy. Alguien que quizá poseyera un indicio fundamental sobre el destino del tesoro desaparecido de Alí Bajá. El propio Byron no había llegado a conocerla, pero su reputación la precedía.

Era italiana de nacimiento, una viuda acaudalada. Frente a la descomunal riqueza de esta, lord Byron sabía que su considerable fortuna personal palidecería. Esa mujer había gozado otrora de renombre mundial, aunque ahora vivía prácticamente aislada allí, en Roma. Sin embargo, decían que en su juventud había luchado con valentía empuñando pistolas y a lomos de un caballo para liberar a su tierra de los poderes extranjeros; igual que Byron y los carbonarios intentaban hacer en aquellos días.

No obstante, a pesar de las aportaciones personales de la mujer a la causa de la libertad, fue ella quien dio a luz al último titánico «dios solar» del mundo, tal como Keats lo había descrito: su vástago había sido un tirano imperial cuyo efímero reino había aterrorizado a Europa entera y luego se había consumido con prontitud. Igual que Percy Shelley. Al final, lo único que había logrado el hijo de aquella mujer había sido replantar la virulenta semilla de la monarquía en el mundo del momento. Hacía apenas un año que había muerto, hundido en la angustia y la oscuridad.

Mientras sentía que el sol le quemaba la piel desnuda, Byron se esforzó más aún por llegar a su barco entre las vastas aguas. Si estaba en lo cierto, sabía que tenía poco tiempo que perder para poner su plan en marcha.

A Byron, además, no dejaba de resultarle irónico el hecho de que, de haber vivido el hijo de la viuda romana, ese día, el 15 de agosto, habría sido su cumpleaños: un día que se conmemoraba en toda Europa durante los últimos quince años, hasta su muerte.

La mujer que lord Byron creía que podía tener la clave para localizar a la Reina Negra perdida de Ali Bajá era la madre de Napoleón: Letizia Ramolino Buonaparte.

Palazzo Rinuccini, Roma, 8 de septiembre de 1822

Aquí [en Italia] no se ven de momento más que las centellas del volcán, pero la tierra está caliente y el aire es sofocante […] hay en el pensamiento de las gentes una gran conmoción que desembocará en quién sabe qué […]. Las «eras de los reyes» desaparecen deprisa. La sangre se verterá como agua, y las lágrimas como niebla; pero al final los pueblos vencerán. No viviré para verlo, pero lo presagio.

LORD BYRON

Hacía una mañana cálida y agradable, pero Madame Mère había dispuesto que el fuego crepitara en todas las chimeneas del
palazzo
, que se encendieran velas en todas las estancias. Cada una de las costosas alfombras de Aubusson había sido cepillada, a cada una de las esculturas de Canova de sus famosos hijos le habían quitado el polvo. Los criados de
madame
estaban ataviados con sus más elegantes libreas verdes y doradas, y su hermano, el cardenal Joseph Fesch, pronto llegaría desde su cercano
palazzo
Falconieri para ayudarla a recibir a los invitados a quienes siempre abría su hogar ese día de todos los años, puesto que era una fecha señalada en el calendario sagrado, un día que Madame Mère había jurado que jamás desatendería y siempre honraría: la Asunción de la Virgen María.

Llevaba más de cincuenta años realizando el ritual, desde que hiciera su solemne promesa a la Virgen. A fin de cuentas, ¿no había nacido su hijo favorito el día de la festividad de la Ascensión de la Virgen María a los cielos? Esa criaturita endeble cuyo nacimiento había llegado tan repentina e inesperadamente pronto, cuando ella —la joven Letizia, con sólo dieciocho años— ya había perdido dos niños. De modo que ese día le había jurado a Nuestra Señora que siempre, sin falta, celebraría su nacimiento y que consagraría a sus hijos a la Virgen María.

Aunque el padre del niño había insistido en ponerle al recién nacido Neapolus en honor a un desconocido mártir egipcio en lugar de Carlo-Maria, como hubiera preferido Letizia, ella se aseguró de bautizar a todas sus hijas con el
prénom
de María: Maria Anna, a la que más adelante se conocería por Elisa, gran duquesa de Toscana; Maria Paula, llamada Paulina, princesa Borghese, y María Annunziata, más tarde llamada Carolina, reina de Napóles. Y a ella la llamaban Madame Mère: Nuestra Señora Madre.

La Reina de los Cielos había bendecido sin duda a todas las niñas con salud y belleza, mientras que su hermano, que sería conocido como Napoleón, les había dado riqueza y poder. Pero nada de ello duraría. Todos esos dones se habían disipado, igual que las nieblas turbias que Letizia aún recordaba envolviendo su isla natal de Córcega.

En ese momento, mientras Madame Mère avanzaba por las salas llenas de flores e iluminadas por velas de su enorme palazzo romano, sabía que tampoco ese mundo perduraría. Madame Mère, con el corazón palpitante, sabía que esa jornada de tributo a la Virgen podía acabar siendo su último día en mucho tiempo. Allí estaba ella, una anciana prácticamente sola, pues toda su familia había perecido o se había dispersado, vestida de un luto perpetuo y viviendo en un entorno que le era muy ajeno, rodeada únicamente de cosas efímeras: riqueza, posesiones y recuerdos.

Sin embargo, uno de esos recuerdos podía haber regresado de súbito para acosarla.

Sucedía que Letizia había recibido esa misma mañana un mensaje, una nota entregada a mano de alguien a quien no había visto y de quien no había tenido noticias en todos esos largos años del auge y la caída del imperio de los Bonaparte; desde que Letizia y su familia habían dejado atrás las agrestes montañas de Córcega, hacía casi treinta años. La nota era de alguien a quien la mujer, a esas alturas, había llegado a creer muerto.

Letizia sacó el papel del interior del corpino de su vestido negro de luto y volvió a leer el mensaje, puede que por vigésima vez desde que lo había recibido por la mañana. No estaba firmado, pero no cabía duda de quién lo había escrito. Estaba redactado con el ancestral alfabeto
tifinagh
de la lengua tamazigh de los bereberes tuaregs del Sahara profundo. Ese idioma había sido siempre un código secreto utilizado por una sola persona en los
comuniqués
con la familia de su madre.

Esa era la razón de que Madame Mère hubiera enviado a buscar urgentemente a su hermano el cardenal, para pedirle que acudiera enseguida, antes que los demás invitados, y que trajera con él a la inglesa, esa otra María que acababa de regresar a Roma hacía poco. Sólo ellos dos serían capaces de ayudarla en su horrible trance.

Si ese hombre al que llamaban el Halcón se había levantado verdaderamente de entre los muertos, Letizia sabía muy bien qué se le exigiría a ella.

A pesar de la calidez de los numerosos fuegos de las estancias, sintió ese frío tan conocido de las profundidades de su propio pasado mientras releía una vez más las fatídicas líneas: «El Pájaro de Fuego se ha levantado. El Ocho regresa».

Tassili n'Ajjer, el Sahara, equinoccio de otoño de 1822

Somos inmortales, y no olvidamos, somos eternos, y para nosotros el pasado es, como el futuro, presente.

LORD BYRON,

Manfredo

Charlot estaba de pie en la alta meseta, contemplando el vasto desierto rojo. La brisa hacía tabletear su túnica blanca en torno a él como las alas de un gran pájaro. Su largo pelo, del mismo color que las arenas cobrizas que se extendían ante él, flotaba libre. En ningún lugar de la tierra podía encontrarse un desierto de esa tonalidad exacta: el color de la sangre. El color de la vida.

Ese terreno inhóspito en lo alto de un precipicio del Sahara profundo era un lugar en el que sólo las cabras salvajes y las águilas decidían vivir. No siempre había sido así. Detrás de él, en los legendarios precipicios del Tassili, había cinco mil años de grabados y pinturas —siena quemado, ocre, ámbar puro, blanco—, pinturas que explicaban la historia de ese desierto y de quienes lo habían poblado en las brumas del tiempo, una historia que aún seguía desplegándose.

Aquella era su tierra natal —lo que los árabes llamaban la
watan
de uno, la patria—, aunque no había vuelto desde que era un niño de pecho. Allí había comenzado su vida, pensó Charlot. Había nacido para el juego. Y tal vez fuera allí donde el juego estaba destinado a terminar… en cuanto hubiera resuelto el misterio. Por eso había regresado a ese paraje ancestral, a ese tapiz de luz radiante y oscuros secretos: para encontrar la verdad.

Los bereberes del desierto creían que estaba destinado a ser quien lo resolviera. Su nacimiento había sido predicho. La más antigua leyenda beréber hablaba de un niño nacido antes de tiempo, con ojos azules y pelo rojo, que sería clarividente. Charlot cerró los ojos e inhaló el aroma del lugar, arena, sal y cinabrio, evocando sus recuerdos físicos más primigenios.

Lo habían lanzado al mundo demasiado pronto: rojo, crudo, chillando. Su madre, Mireille, una huérfana de dieciséis años, había huido de su convento en los Pirineos occidentales y había viajado hasta internarse en el desierto, cruzando dos continentes, para proteger un peligroso secreto. Había sido lo que llamaban una
zhayib
, una mujer que había conocido varón sólo una vez: su padre. El nacimiento de Charlot, allí, en los precipicios del Tassili, fue asistido por un príncipe beréber de velos añiles y piel teñida de azul, uno de los «hombres azules» de los tuaregs del Kel Reía. Era Shahin, el halcón del desierto, que haría de padre, padrino y tutor del niño elegido.

En la descomunal extensión que Charlot tenía ante sí, hasta donde le alcanzaba la vista, las silenciosas arenas rojas se transformaban como lo habían hecho durante indecibles siglos, moviéndose sin sosiego, como una criatura que vivía y respiraba; arenas que se le antojaban parte de él, arenas que borraban todos los recuerdos…

Todos menos los suyos, en realidad. El terrible don de la memoria acompañaba siempre a Charlot; recordaba incluso aquello que no había sucedido aún. De niño lo habían llamado el Pequeño Profeta. Había predicho el auge y la caída de imperios, el futuro de grandes hombres, como Napoleón y Alejandro de Rusia…. O el de su verdadero padre, al que sólo había visto una vez: el príncipe Charles-Maurice de Talleyrand.

El recuerdo del futuro siempre había sido como un manantial imparable para Charlot. Podía predecirlo, aunque tal vez no pudiera alterarlo. Claro está, el mayor de los dones podía ser también una maldición.

Para él, el mundo era como una partida de ajedrez en la que cada movimiento provocaba un sinfín de jugadas posibles y al mismo tiempo desvelaba una estrategia subyacente, implacable como el destino, que lo impulsaba a uno a avanzar inexorablemente. Igual que el juego del ajedrez, igual que las pinturas de la roca, igual que las arenas eternas: para él, el pasado y el futuro siempre estaban presentes.

Y es que Charlot había nacido, tal como había sido predicho, ante la mirada de la antigua diosa, la Reina Blanca, cuya imagen pintada ocupaba la concavidad de la gran pared de piedra. La habían conocido en todas las culturas y en todas las épocas, y en esos momentos se cernía sobre él como un ángel vengador, grabada en lo alto del precipicio de roca maciza. Los tuaregs la llamaban
Car
: la Auriga.

Era ella, decían, la que había preñado el cielo nocturno de destellantes estrellas; ella la primera en poner en marcha el inexorable juego. Charlot había viajado hasta allí desde el otro lado del mar para posar su mirada en ella por primera vez desde su nacimiento. Ella era la única, decían, que podía desvelar —quizá sólo al elegido— el secreto que ocultaba el juego.

Charlot despertó antes del alba y apartó la chilaba de lana que había usado como manta para protegerse del crudo aire de la noche. Algo iba terriblemente mal… aunque todavía no presentía el qué.

En aquel lugar, tras una ardua ruta de cuatro días por el escabroso terreno del valle de abajo, se sabía muy a salvo, pero no tenía forma de esconderse del hecho de que algo andaba mal.

Se levantó de su improvisado lecho para ver mejor el panorama. Al este, hacia La Meca, se atisbaba a lo lejos la delgada cinta de rojo que recorría el horizonte y auguraba el sol, pero aún no había luz suficiente para distinguir su entorno. Allí de pie, en el silencio de lo alto de la meseta, Charlot oyó un sonido… a sólo unos metros. Primero una suave pisada en la grava, después el rumor de una respiración humana.

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