Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
—¡Gracias por haber venido! —dice Brenda estrechándome entre sus brazos.
Escondo la panza, o mejor dicho el oso, para ocultar mi secreto. Con la garganta contra sus pechos, recuerdo súbitamente mi sueño de hace un rato, cuando era una hoja y la veía pintarme.
—Thomas… me sucede algo increíble.
Brenda me aparta de su cuerpo; tiene los ojos febriles. La contemplo con aire protector.
—¿Qué ocurre?
He tenido que hablar fuerte, para dominar la siniestra música que brota de la tele.
—Boris Vigor —articula con dificultad.
—¿Sí? ¿Se ha puesto en contacto contigo? —digo esperanzado—. ¿Ha podido hacer algo por mi padre?
En vez de responder, se vuelve hacia la tele, donde la fachada de un ministerio es sustituida por la lúgubre cara de una presentadora que recita:
—Las reacciones se multiplican desde que se ha anunciado oficialmente el drama, hace unos minutos. El ministro de Energía, Boris Vigor, ha fallecido esta noche a consecuencia de las heridas recibidas durante el campeonato de man-ball en Nordville.
Me vuelvo hacia Brenda, abatido. Ella toma el mando, apaga la tele. Balbuceo:
—¡No es posible!
—Hay algo peor.
Se vuelve hacia su vieja bolsa en forma de canguro.
—¡Ah, no! —gime el oso contra mi vientre.
—Te pido, perdón, Thomas —dice Brenda dejándose caer en un sillón—. No te tomé en serio… Para mí, un fantasma en un peluche era absolutamente imposible… Pero esta mañana, mientras acababa este cuadro…
Señala la tela vuelta contra la pared. Luego su dedo regresa lentamente hacia el canguro.
—Brandon ha comenzado a moverse. A hablar… En fin, son sones incomprensibles, borborigmos… y luego, nada.
Voy a examinar al animal de esponja, que parece del todo inerte.
—¿Crees que he soñado? —pregunta en tono desorientado—. Dime que es una alucinación, o en todo caso… cuando viniste ayer, instalaste un chirimbolo con mando a distancia, cmo en tu oso, para gastarme una broma. Es eso, ¿no?
Parece creerlo incluso menos que yo, pero con un rostro tan suplicante que respondo con una vaga mueca, para aminorar el golpe. Ella me da la espalda, enciende un cigarrillo. Si la agarran, con un menor cerca, le caen diez años de cárcel. Un estremecimiento me sube la moral. Es bueno sentir que tiene confianza en mí.
Vigor se ha infiltrado, efectivamente, en el canguro —confirma Léo Pictone bajo mi sudadera—. Pero no tiene el nivel suficiente para animar con inteligencia la materia. Conseguir intercambiar informaciones motrices con moléculas sintéticas exige un grado de evolución muy superior al suyo. Y un trabajo increíble, yo sé algo de eso.
Pregunto, preocupado:
—¿Pero qué está haciendo aquí? ¿Por qué no ha venido a mi casa?
Creyendo que me dirijo a ella, Brenda vuelve hacia mí unos ojos tensos.
—No me hables —responde el oso—. Intento entrar en contacto con Boris.
Mi mirada se posa en la tela, contra la pared. Sin pedir autorización a Brenda, le doy la vuelta y mi sangre se hiela.
—No conseguía dormir —dice ella en tono de justificación.
Ha pintado un gran roble cuyas ramas, convergiendo hacia la derecha, intentan sujetar a una niña que cae de la copa. De acuerdo, he comprendido. La misma fuerza imperiosa que condujo al alma de Pictone a meterse en mi oso, porque yo era su asesino, ha empujado al ministro a introducirse en un canguro cercano a la mujer que pintaba la muerte de su hija.
—¡Vale, razonemos por el absurdo! —me suelta Brenda, de pronto agresiva—. Si no hay truco, ¿por qué he oído la voz de Vigor, esta mañana, y no la de Pictone, ayer por la noche?
Le doy la respuesta. Ella no conocía a Pictone: no había entre ellos el menor vínculo emocional.
—¿Y cuál era tu vínculo con Pictone?
—¡No le digas nada! —berrea el oso.
Improviso:
—La profe de física le hizo venir a la clase, un día, para que le hiciéramos preguntas. Los otros se burlaban de él porque era muy viejo y chocheaba ya, entonces me dio lástima y simpatizamos.
—No es muy halagador, pero es creíble —comenta el interesado.
—Resultado —concluye Brenda—, muere y te elige… ¡Eso es una tontería, Thomas, piensa un poco! —grita de repente—. ¡Yo he perdido a toda la gente que amaba! Si la muerte funcionara así, en este canguro estaría toda mi familia, y no un ministro gilipollas a quien le dije cuatro cosas.
Bajo los ojos. Me duele no poder decirle la verdad. Siento vergüenza al traicionar su confianza. Es injusto y, en último término, es idiota. Tal vez ella me amaría, de todos modos, aunque supiera que he matado a un hombre. Tal vez incluso me querría más aún. Con las mujeres, nunca se sabe.
—Lo que está en juego no es tu cotización en el amor —refunfuña Pictone—, sino mi seguridad. Si alguien se entera de dónde está mi cadáver y me deschipan, todo habrá terminado, Thomas, y tú lo sabes.
—Y si me ha hablado —prosigue Brenda con aire enojado, señalando a su canguro—, ¿por qué ahora no dice nada? ¿Por qué no se mueve?
Abro los brazos para explicárselo, fatalista. Esa es la diferencia entre un físico de la Academia de Ciencias, aunque sea muy viejo, y un campeón de man-ball embrutecido por la dorada vida de los ministerios. Uno ha encontrado enseguida el modo de emplear la materia inerte; el otro se ha disgregado en un medio desconocido, bajo la acción de moléculas hostiles que lo han rechazado como un cuerpo extraño.
—¿Y por qué va eso a caer sobre mí? —protesta ella, vehemente—. ¿No tengo ya jaleos bastantes en mi vida?
La compadezco, con la boca cerrada. No creo que el ministro haya elegido personalmente ese canguro como morada postrera. La emoción de Brenda lo atrajo a su pesar cuando, lógicamente, su voluntad postuma de ayudarme en lo de mi padre hubiera debido orientarle hacia mi Boris Vigor de látex. Reencarnarse en un juguete a su imagen y semejanza debe de ser, a fin de cuentas, más sencillo. Cuestión de ego. Por otro lado, es cierto que le habíamos pedido, en caso de que hubiera novedades con respecto a mi padre, que se pusiera más bien en contacto con Brenda. La esperanza renace de golpe.
—No te precipites, Thomas —dice el profesor pegado con celo bajo mi sudadera—. Si Boris ha muerto por la noche y su alma circula libremente, es que no lo han deschipado aún. Y eso, francamente, es extraño.
—¿Por qué?
—Su chip acumula 75.000 yods: celebró su récord el mes pasado. Es una energía colosal que el gobierno no puede permitir que se pierda.
—Quizás aguarden para hacerle un Deschipado nacional.
—No tengo noticias —dice Pictone—. Todo lo que sé, a estas horas, es que el espíritu de Boris está empantanado en las moléculas de este canguro. Y que un chip que se deja en un cerebro muerto pierde mil yods por hora.
—¿Estás en teleconferencia con tu peluche? —pregunta Brenda sirviéndose un vaso de whisky—. ¿Vosotros dos funcionáis ahora a distancia?
Dudo en revelarle que he pegado con celo a mi interlocutor para sustituir la grasa. Eso le supondría, hoy, demasiados milagros. Bebe un trago, cierra por unos instantes los ojos con una mueca, luego prosigue:
—Escúchame, mi pequeño Thomas, te he dicho que yo era racionalista, pero tampoco soy tonta. He visto, sobria, que se movían tu oso y mi canguro, e incluso me ha parecido oír que Brandon hablaba. Vale. Lo asumo. Hay una sola explicación posible: los desconocidos poderes del cerebro. La telequinesia, hacer que se muevan a distancia algunos chirimbolos con la fuerza del pensamiento. Una historia de ondas cerebrales electromagnéticas que pueden influir en la materia. Está verificado, pero no es científico porque no funciona siempre…
Dejo que divague: le hace bien moverse por un terreno conocido.
—Así pues, nosotros mismos creamos el fenómeno, sin que lo sepamos. Luego, nuestro inconsciente nos convence de que habla un fantasma. Pero, de hecho, nosotros programamos un objeto para que nos haga creer que es un muerto reencarnado, con el objetivo de colmar nuestras carencias y apaciguar nuestras angustias. ¿Me sigues?
No la escucho. Acaba de decirme que Pictone, como Boris Vigor, pierden mil yods por hora desde que su chip se descarga en su cadáver, y las consecuencias me preocupan.
—No te preocupes por mí —me tranquiliza él, captando mi pensamiento—. Lo que se pierde es energía reciclable en una máquina, no inteligencia ni memoria. Soy la prueba viviente de ello, por decirlo así, tras cuarenta horas muerto. Pero tienes razón: hay que reanimar el alma de ese cretino de Vigor, sin perder tiempo, ayudarle a que nos libere su mensaje, si lo tiene.
Miro a Brenda, que vacía su vaso y vuelve a sentarse en un puf, lo más lejos posible de su canguro. Brenda, Brandon… Debía de sentirse muy sola, cuando era pequeña, para inventar ese tipo de Príncipe Encantado. Yo nunca le di un nombre a mi oso. Era sólo un elemento de decoración. Para soñar, ya tenía a mi padre.
—¿Cómo se desprograma un canguro? —se pregunta Brenda, que se ha sobrepuesto gracias al whisky—. ¿Y si lo pasara por la lavadora a 30, en lo de «textiles delicados»?
Antes incluso de oír la respuesta de Pictone, protesto:
—¡De ningún modo! Necesitamos a Boris. Ponlo junto a su hija, ante el cuadro: eso lo mantendrá despierto.
Se incorpora, crispada.
—Thomas, ¿has escuchado lo que te he dicho? ¡Boris Vigor no está en este canguro! ¡Somos nosotros los que creamos estas manifestaciones!
—Claro: pensaste en Boris, pintaste a su hija y está ahí porque tu cerebro lo ha hecho venir. Estamos de acuerdo.
Ella se rodea los hombros con sus brazos, como si de pronto tuviera frío. No le gusta demasiado que yo prescinda de su explicación racional. O tal vez sea lo que esperaba. Las mujeres, según mi padre, cuando dicen que no quieren decir sí.
—¿Tienes que hacer algo hoy, Brenda?
—Sí, varios castings que no redundarán en nada, ¿por qué?
—Escucha, tengo una idea. De todos modos, tú y yo tenemos el mismo problema de cerebro: estamos obligados a resolverlo juntos. ¿Confías en mí?
Hace una mueca irónica que significa, claramente: «¿Tengo otra alternativa?»
—Ahora tengo que largarme a casa de mi nutricionista —prosigo—, pero me las arreglaré para regresar muy pronto. Te llamaré.
Me acerco a ella, está tan conmovedora, derrumbada de costado sobre su puf, con las manos unidas sobre las rodillas, sin maquillar, y sus ojos de noche en blanco. Apoyo mis manos en sus hombros, con un gesto de protección masculina.
—Valor, Brenda. Estoy aquí. Quiero decir: existo.
—Vale. Te advierto, de todos modos, que si existieras en otra parte mi vida sería más tranquila.
Me lo tomo como un cumplido y salgo a todo trapo.
De regreso en casa, encuentro a mi madre ennegreciéndose los párpados. Me anuncia, en tono triunfante, que mi padre ha salido bien librado: ella acaba de hacer intervenir al Ministerio del Azar, en la persona del señor Burle. Su «contacto», como dice apartando los ojos de mi imagen en el espejo. El señor Burle le ha confirmado que el arresto de mi padre estaba llegando a su fin, y que había obtenido que su marido fuera transferido a la celda de desintoxicación en el Ministerio del Bienestar. Una cura gratuita y obligatoria para los inocentes detenidos en estado de embriaguez.
Siento una tensión contra mi vientre. El oso no lo cree en realidad, ni yo tampoco. Es urgente actuar, pero cada cosa a su tiempo.
—Ha estado a punto de matarme de angustia —dice mi madre dibujando de nuevo la línea de las cejas—. ¡Nunca más, te lo advierto! Le pondré los puntos sobre las íes en cuanto regrese.
—¿Cuándo regresa?
—En principio, lo desintoxican durante veinticuatro horas: ¡que las aproveche! Voy a poner fin, yo misma, a sus perversiones narcisistas de autodestructor, ¡de una vez por todas! Afortunadamente, tengo una buena noticia: mi ganador del domingo ha salido del coma. ¿Y mi traje?
Me cuesta captar el encadenamiento.
—¡La tintorería! —se enoja ella—. ¡Mi traje gris!
Improviso:
—No está listo.
—¡Pero si no tengo otra cosa que ponerme, Thomas! ¡No puedo presentarme ante el doctor Macrosi con una mancha!
—Su enfermo soy yo, ¿no?
Me mira, pasmada. Es la primera vez en mi vida que la pongo en su lugar. Tendrá que acostumbrarse: es un efecto secundario de mis nuevos poderes.
—¡Vamos, pronto, mamá! Llegaré tarde.
Le tiendo las llaves de su coche. Las coge sin decir palabra, guarda su maquillaje, agarra su chaquetón manchado y me sigue los pasos, perturbada.
Personalmente, me parece de perlas convertirme en un hombre. Eso no compensa la ausencia de mi padre, pero tengo la impresión de vengarlo.
Ministerio de Seguridad, 9.30 h
En una celda redonda del sexto sótano, Robert Drimm está atado, de pie sobre un plato metálico que pivota, de una pantalla a otra, al ritmo de su pensamiento. Un casco con electrodos recoge, por medio de su chip, las imágenes mentales, los miedos, las fantasías, las pesadillas que su cerebro le proyecta en 3D, en diez pantallas de plasma. Unas pinzas le impiden cerrar los párpados para escapar del espectáculo de sus angustias. Grita, pero su voz quebrada no consigue ahogar las lacerantes peticiones del niño que repite en las pantallas: «¡Socorro, papá, no me abandones!»
—Llamamos a eso una sesión de Tor-Miedo —dice Olivier Nox—. La tortura por el miedo.
Con los brazos cruzados, apoyando un hombro en los barrotes de la celda, comenta la escena con la voz precisa e indiferente de un guía turístico.
—Es una autotortura que evita los verdugos, las agresiones físicas, las cicatrices… Muy limpia y perfectamente eficaz. El sujeto cede por lo general al cabo de una hora, y nos dice todo lo que queremos saber. Salvo cuando no sabe nada, como tu padre. Hace quince horas que está en adobo en sus angustias y su corazón no aguantará mucho más.
El joven Nox hace girar entre sus dedos un largo mechón negro, dilata sonriendo sus verdes ojos.
—Advertirás, Thomas, que lo que lo mata… eres tú.
De una pantalla a otra, un pequeño gordinflón corre hasta perder el aliento tras las alambradas de un campo. Comprimen su grasa en una faja de acero. Lo encierran en una cámara de gas con una toalla alrededor de la cintura. Lo hambrean, atado a una silla, ante un enorme bistec que se pudre a ojos vista. Sujetado por dos soldados con bata blanca, se debate mientras una enorme jeringa aspira su grasa, luego sigue con sus ojos, sus dientes, su cerebro…