El fin del mundo cae en jueves (22 page)

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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—Me tocas las narices.

Y eran las siete sílabas más hermosas del mundo. Significaban que no podía remediarlo: a pesar de mis inconvenientes y de los problemas que le causaba, yo era irresistible.

—¿Por qué hago todo eso por ti, Thomas, lo sabes? Porque no tengo a nadie interesante en mi vida, eso es todo. De modo que no vale la pena que te rompas la cocorota.

He asentido con la cabeza. Comprendía su pudor. He dicho que tampoco yo, si hubiera tenido a alguien más, le habría pedido nada. Al menos, las cosas quedaban claras.

Le he abierto la puerta.

—Después de ti.

Era la primera vez que llevaba a una mujer a casa. Me sentía muy conmovido, pero fingía naturalidad, casi desenvoltura descortesía, para que se sintiese cómoda.

—Quítate los zapatos, de lo contrario mi madre me abroncará de nuevo.

Se quita las zapatillas deportivas, pregunta si puede conservar sus calcetines o debe envolverse los pies en bolsas para la basura. Decido considerar su agresividad como connivencia. Y la invito a sentarse en el sofá del salón (la cama de mi padre). Una brusca tristeza echa a perder, de pronto, la emoción de sus hermosas piernas desnudas, cruzadas sobre la tela manchada de vino. Le pregunto si puedo ofrecerle algo, pero ella ha descorchado ya la botella escondida detrás del cojín. El sonido familiar del gluglú en el vaso hace que me suban las lágrimas a los ojos.

—A la salud de tu padre —dice en un tono sobrio—. Por su regreso.

Asiento y salgo del salón. El ruido de los peldaños me permite sorber sin vergüenza, tragarme la pena a golpes de esperanza. Agarro al Boris Vigor en miniatura, sentado en el anaquel de mi habitación, y bajo tan rápido como puedo para reunirme con Brenda y dejar la figura de látex junto a su canguro.

—Con los comprimidos no debo beber —suspira.

Apura el vaso, cierra los ojos y echa su cabeza hacia atrás, hasta donde el cojín muestra aún el hueco de la cabeza de mi padre. Vuelvo a tapar el vino para que no lo encuentre demasiado oxidado cuando regrese, y miro con cierta consternación a los cuatro personajes alineados sobre el sofá. La mujer de mi vida, que se emborracha con comprimidos antiborrachera, el oso de mi infancia colonizado por un sabio histérico y el ministro exiliado en un canguro que hay que transvasar, ahora, al muñeco de al lado. Una inmensa fatiga me da ganas de mandarlo todo a paseo.

—No tengas ahora tu crisis de adolescencia —gruñe Pictone—. Tendrás mucho tiempo, luego. Vamos, al curro.

—¿Y cómo lo hago?

—Arréglatelas. Haz como la pasada noche, cuando movilizaste tus proteínas para atacar la grasa. Lo que lograste en el interior de tu cuerpo puedes lograrlo en el exterior. Es lo mismo. Deja que tu instinto actúe. Proyéctate y visualiza.

Suelto un largo suspiro e intento conectarme con el canguro de Brenda, entrar con el pensamiento en el interior de la bolsa de esponja. Reúno en mi cabeza mis recuerdos de Boris vivo. Los imagino arremolinándose en las moléculas de Brandon como en esas bolas de cristal donde nieva cuando les das la vuelta. Y luego me concentro para que todas esas bolas sean sólo una. Entonces cierro los ojos como si cerrara las mordazas de una excavadora, arranco mentalmente la bola de conciencia del canguro y voy a depositarla en el interior de la figurita de látex. Aflojo mis párpados, ordenando los recuerdos hechos una bola para que se multipliquen de nuevo, y se fusionen con los componentes del caucho.

—¿Estás bien, Thomas?

He caído al suelo. Brenda, completamente angustiada, está inclinada sobre mí y me sacude. Respondo que estoy bien. Me levanto.

—Excelente —dice el oso—. Comienzas a controlar tu poder.

—I… ris —murmura el Vigor de modelo reducido.

—¡Le oigo! —grita Brenda—. ¡Es la misma voz, es él!

Me vuelvo hacia ella. Está mordiéndose los puños, entre el pánico y el alivio. Le indico su canguro:

—Ya puedes recuperarlo, está bien. He concluido el traslado.

A la defensiva, mira a Pictone, que mueve los brazos de Vigor. Le obliga a hacer ejercicios de flexibilidad para ayudarle a integrarse en la estructura de caucho, a coordinar sus movimientos, al tiempo que le pregunta:

—¿Cómo moriste, Boris?

—El… corazón… —articulan con dificultad los labios de látex, inmovilizados en una sonrisa deportiva.

—¿No te asesinaron?

—N… no.

—¿Y tu chip?

—¿Y el t… tuyo? —pregunta lentamente el ex ministro de Energía, como si cada sílaba exigiera un esfuerzo sobrehumano—. ¿Dónde está?

—Tienes una misión, ¿no es cierto? ¿Una misión póstuma? Yo tenía razón —prosigue el oso poniéndome como testigo—, tras todo eso está Olivier Nox. Los vivos han perdido el control de mi alma: han enviado a un muerto para que me haga hablar. Es lógico. Por eso no lo han deschipado.

—¿Dónde está… mi hija? —farfulla el juguete.

Le suelto como respuesta:

—¿Dónde está mi padre?

Nada se mueve ya en la sonrisa bobalicona del rostro pintado.

—Responde —ordena Pictone— si quieres volver a ver a la pequeña.

—No… soy… un traidor —articula el modelo reducido.

El oso salta con las patas juntas sobre la mesilla, enciende la pantalla mural, pulsa tres veces la tecla 6 del mando a distancia. Unos parásitos chisporrotean en el canal sin asignar.

—¡Papá! —grita una vocecilla entre aquel ruido blanco.

Brenda toma mi mano, pálida, me interroga con la mirada. Le confirmo que he escuchado lo mismo que ella. Es maravilloso compartir algo así, estar conectados juntos. Con los dedos en los suyos, olvido la gravedad de la situación, los problemas que nos rodean. Es una barbaridad cómo la muerte es soluble en el amor.

—¡Iris! —grita el ministro de caucho—. ¡Ven!

—¡No puedo…! —gime la voz devorada por los parásitos—. Ven, tú… ¡Socorro!

El juguete intenta levantarse, cae.

—¡Méteme en la tele, Pictone! —suplica.

—No tengo medios para hacerlo —le replica éste—. ¿Y de qué serviría? No tendríais más relación que la de dos grumos en un puré. No, realmente sólo podréis encontraros en los planos superiores, los planos espirituales, en cuanto me hayas ayudado a destruir el Escudo que os retiene en la Tierra… Nox te ha mentido, para mandarte al más allá. Vivo o muerto, nada puedes hacer por tu hija, salvo si te unes a mi causa. Te ha dado una misión, como enviado especial; conviértete en nuestro agente doble.

—¿Qué le digo, entonces… sobre tu cadáver? ¿Dónde está?

El oso me interroga con su mirada de plástico. De pronto, tengo una iluminación. Grito:

—¡Un tiburón lo ha devorado! Lo pescaron, lo trituraron y lo pusieron en latas… Mientras abren todas las conservas de tiburón del país, habremos ganado algunos días…

Entusiasmado por mi idea, añado que voy enseguida a devolver el ministro al ministerio, y él transmitirá la información a cambio de la liberación de mi padre.

Ambos juguetes se consultan en silencio.

—Realmente estás como una cabra —me dice Brenda.

Le agradezco el cumplido y tomo mi móvil para pedir un taxi. Suena el timbre de la puerta. Brenda se petrifica, dispuesta a esconder a nuestros muertos bajo el sofá. Nuevo timbrazo. Echo una ojeada a través de las cortinas. Es Jennifer, mi compañera de colegio. Sabe que yo tenía cita con el doctor Macrosi, esta mañana; ha venido a informarse.

—Líbrate de ella —dice Brenda— y avisa a la gente del ministerio.

—¡De ningún modo! —objeta el oso—. Les tomaremos por sorpresa, tú y yo. Tu nombre nos abrirá todas las puertas.

Sin ni siquiera traducir sus palabras a Brenda, las rechazo:

—Me llevaré a Brenda y a Boris, eso es todo. Usted se quedará escondido aquí.

—Ni hablar. Eso trastorna mis planes, pero la ocasión es demasiado buena. Pensaba mandaros a sabotear el Escudo de Antimateria en el nivel del generador de Sudville… pero ahora, mejor será actuar directamente sobre la lente emisora que está en el tejado del Ministerio de Energía. Basta con mandar un chorro de protones a los antiprotones satelizados, para neutralizar todo el Escudo con una reacción en cadena.

—¡Pero nunca tendrá tiempo de hacerlo! ¡Ellos saben que es usted Pictone: lo detendrán enseguida!

—Vigor les dijo que yo era un oso de peluche, no un canguro de esponja. Bastará con que me metas en el interior de Brandon. Haremos de nuevo la jugarreta del caballo de Troya.

Durante el silencio que sigue, Brenda me pregunta qué ha dicho. Se lo repito, con la mayor fidelidad posible. Preciso que el caballo de Troya es una historia de civilización desaparecida que me contó mi padre. Un truco de los guerreros griegos para entrar discretamente en una ciudad enemiga, ocultos en un gigantesco caballo con ruedas. Ella me escruta, con aire suspicaz de pronto.

—Thomas… ¿Estás seguro de que es realmente el profesor Pictone el que habla?

Frunzo el ceño. ¿Qué significa esto? Jennifer se impacienta, con el dedo en el timbre. Ha debido de verme en el interior; creerá que no quiero abrirle. Entorno la ventana y suelto:

—¡Ya voy, un momento!

Cierro de nuevo y me vuelvo hacia Brenda. Le pregunto qué le ocurre. No va, ahora, a dudar de nuevo de que un fantasma pueda hablar en un juguete. ¡No deja de comprobarlo! Y ella misma lo ha dicho: un fenómeno que se reproduce una vez tras otra se vuelve científico.

—Se ve que los labios se mueven, Thomas, de acuerdo, pero oímos lo que queremos oír. Eso es todo. Yo estoy conmovida por la hija de Vigor y, entonces, todo lo que creo oír me habla de ella. Y tú estás obsesionado por tu padre, por tu afición a las ciencias y tus fantasías sobre mí… De modo que tus alucinaciones auditivas son el producto de todo eso. De hecho no recibimos informaciones; las proyectamos.

—Esta mujer es una lata —suspira el físico de peluche.

—Mucho —confirma el ministro de caucho.

Dominando también mi enojo, recuerdo a Brenda que no pude inventar el número de cuenta para acceder a la caja fuerte del profesor. Considera por unos instantes la prueba y, sin responder, se sirve otro vaso de vino.

Aprovecho para ir a abrir la puerta de la casa, con mi aspecto más natural.

—Salud, Jennifer, eres muy amable por haber venido, pero tengo mucho curro. ¿No has ido a clase?

Comienza a responder que la señorita Brott está ausente y de pronto, queda petrificada. Su mirada pasmada me recorre de los pies a la cabeza. Es cierto que, desde ayer, he perdido diez kilos. Sus ojos se llenan de lágrimas que intenta enjugar sonriendo con inclinaciones de cabeza. Está contenta por mí, ya se ve, pero ahora es la única gorda de la clase.

Torpemente, le digo que eso no tiene importancia: seguimos siendo amigos.

—¿Es caro?

—¿Qué?

—El doctor Macrosi. ¿Crees que podría yo obtener una cita? Haré horas suplementarias.

La miro, compadecido. Su padre era, antes, concesionario de Colza en Ludiland, pero lo sorprendieron fumando junto a un aprendiz de diecisiete años, y le dieron la patada. Desde entonces, se ha convertido en simple mecánico en el único garaje que lo admitió, cerca de nuestro colegio. Su mujer, que estaba muy acostumbrada al lujo, no soportó su nueva vida y se mató el año pasado. Pienso que fue entonces cuando Jennifer comenzó a engordar. Entre las horas de clase, lava coches para ayudar a su padre a pagar las indemnizaciones: deben seis mil ludors al Ministerio de la Protección de la Infancia, porque el suicidio de las madres está prohibido por la ley.

—¿Tienes dos minutos o te molesto?

Dudo. Pero parece tan sola que la dejo entrar. Divisa a Brenda en el salón, dice «Buenos días, señora», luego se vuelve hacia mí, inquisitiva. Gordinflona como es, me duele por ella presentarle a la mujer que amo. Por otro lado, vista por Jennifer, Brenda tal vez no sea tan terrible. La línea es hermosa, pero la carrocería no es de ayer y se advierte muy bien que el motor carraspea.

—Jennifer, Brenda. Brenda, Jennifer.

—Buenos días —se dicen las chicas con desconfiada amabilidad.

La mirada de Jennifer se posa en el oso de peluche, el canguro de esponja y el Vigor de látex.

—¿Estabais… jugando? —pregunta asombrada.

Evidentemente, no voy a decirle que nos ha interrumpido en plena célula de crisis. Le respondo lo que se me ocurre: Brenda es anticuaría y estoy vendiéndole mis juguetes viejos. Jennifer reflexiona unos instantes, luego me pregunta:

—¿Podría pedir una cita de tu parte?

Intento seguir su razonamiento. Debe de pensar que vendo mis juguetes para devolver a mi madre parte de los honorarios del doctor Macrosi. En un reflejo de protección, le respondo rápidamente que aquel charlatán nada tiene que ver con mi nueva silueta. Todo lo ha hecho la ubiquitina. Una proteína que todos tenemos en nuestro cuerpo y a la que basta con despertar.

—¿Me la despertarás? —murmura dulcemente.

Hay tanta naturalidad, tristeza y confianza en su voz que no puedo decirle que no. La mirada de Brenda encuentra la mía. Recoge sus cosas, nos dice con la brutalidad que le sirve de escondite que se va a fumar a la acera.

—Tal vez no sea, en verdad, el momento ideal para una clase de dietética —suelta el oso con rudeza—. Lárgala: tenemos que seguir instruyendo a Boris para que sea creíble cuando haga su informe a Nox.

Paso por alto su reflexión. Jennifer no es una prioridad, lo sé. Sus kilos pueden esperar, mi padre no. ¿Pero por qué tengo la seguridad de que debo pasar por esta etapa, primero? ¿Por qué tengo esa impresión de que toda mi vida se ha convertido en una especie de videojuego, donde me arriesgo a perderlo todo si no me enfrento, por orden, a las pruebas que se presentan?

—Cierra los ojos, Jennifer. Veré lo que puedo hacer.

34

Ministerio del Azar, 12.30 h del mediodía

Al entrar en la sala de control de los juegos, Lily Noctis pregunta al teclista de guardia cuál es su nombre. Ruborizado de emoción, el funcionario salta de su asiento y balbucea su respuesta como si se tratara de una prueba de concurso. Sin escucharlo, le pide que se conecte con el casino de Ludiland. Él vuelve a sentarse para efectuar la operación, luego ella lo invita, golpeándole con la uña en el hombro, a cederle el puesto.

Moldeada por un impermeable negro ultraestrecho, apenas abierto por un costado, la mujer de negocios se instala en la silla giratoria. Mientras el controlador se concentra en el portaligas que se divisa por la hendidura del impermeable, la codirigente del grupo Nox-Noctis pasa revista, en los monitores, a las máquinas tragaperras de la sala grande. La cámara en modo panorámico se detiene en los jugadores, mientras en la esquina derecha de la pantalla aparece la potencia energética capitalizada por su chip.

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