El fin del mundo cae en jueves (15 page)

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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—¡Hagan juego!

Apostamos lo mismo, para no cansarnos. Esta vez aparece el 27.

—Cuando lo piensas bien —dice Brenda—, es una perfecta ilustración de la sociedad en que vivimos. El azar, que la multitud tiene la ilusión de elegir al votar, se convierte en la verdad que decide la suerte de cada cual.

No respondo nada, porque siento un nudo en la garganta: diríase que estoy oyendo a mi padre. Un blanco estrellado se ha lanzado por la rampa y consigue detenerse en el 11, a tres casillas del 27. Eso supone cuarenta puntos para el Nordville Star. Ovación.

Y la cosa continúa durante una hora, hasta la eliminación de los muertos y los heridos, que sólo deja en juego a Boris Vigor (210 puntos) y a tres verdes con lunares amarillos (340 puntos). El suspense parece fascinar a todo el mundo. Incluso Brenda se ha dejado atrapar, a la larga. La dejo excitarse con su cajetín, concentrarse como los demás para que Boris aterrice en la casilla ganadora. Yo saboreo aquel momento a su lado, muslo contra muslo, aunque me haya olvidado y aunque me sienta inquieto por lo que va a venir.

De hecho, Vigor no está en plena forma. Ha fallado en casi todas sus entradas de ruleta. Se ha lesionado en la rodilla a pesar del acolchado, y Leo Pictone, de pie sobre mis muslos, con los dedos crispados en los faldones de mi cazadora, me da furiosas patadas en el vientre cada vez que el campeón falla.

—¡Ya sólo faltaría que ese zopenco se matara! —refunfuña.

Le pongo la mano en la boca, por reflejo, y me encuentro con el carmín de Brenda, en forma de corazón, en mitad de mi palma. Tal vez sea egoísta, perdón, papá, pero bruscamente soy el más feliz del mundo, a pesar de las circunstancias, y finjo bostezar cada tres minutos para besar a hurtadillas a mi vecina en la cavidad de mi mano.

—Realmente estás aburriéndote —advierte ella por el rabillo del ojo.

Y se lo confirmo, por pudor.

El ambiente, decididamente, ha cambiado desde hace un rato. La consternación ha invadido las tribunas. Vigor cojea cada vez más cuando regresa a la rampa de lanzamiento, encorvado, reblandecido. El capitán del Sudville Club no está en el partido desde hace tres tiradas, pero ha terminado KO en la casilla ganadora. Y el Nordville Star pierde por 950 a 610. puesto que los puntos obtenidos aumentan a cada eliminación, según he comprendido, Vigor podría remontar aún, pero acaba a doce casillas del número adecuado, con los brazos en cruz. Ya no se mueve. Lo evacuan en una camilla.

Murmuro al oído del oso, hecho polvo:

—¿Ha muerto?

—¡Qué sé yo! ¿Qué quieres que capte entre esta marea humana? Ya no es un inconsciente colectivo, es un caldo de estupidez. Y la cosa comienza a influirme: ¡ya no me reconozco!

Pienso en mi padre, que está en alguna cárcel de la ciudad. Los camilleros llevan hacia la enfermería la camilla con el ministro, y mi última esperanza desaparece a ojos vista.

24

—¡Vi-gor! ¡Vi-gor! —aulla la multitud para que el camión vuelva en sí.

Su último adversario válido está colocándose en lo alto de la rampa de lanzamiento, cuando un testigo anaranjado se enciende en el marcador, junto al nombre de Vigor. Si hubiera muerto, me dice Brenda, la luz sería roja. Eso quiere decir que el ministro abandona.

Gritos de furor llenan el estadio. Aparentemente, muy poca gente ha apostado por la victoria de los verdes con lunares amarillos. El superviviente del Sudville Club se quita el casco, sube al podio para recibir su copa y cae de rodillas, con una bala en el cráneo. Las fuerzas del orden invaden los grade-ríos para descubrir al que ha disparado.

—Ven —dice Brenda cogiéndome de la mano.

Se desliza entre la jauría que intenta abrirse camino hacia la salida. Ahí puede verse la ventaja de entrenarse en el boxeo. La gente no desconfía de una mujer que carga con un preado-lescente; ella se abre camino a puñetazos y le ayudo, tanto como puedo, con algunas zancadillas.

En menos de un cuarto de hora hemos salido del recinto, donde inmensas redes antimotines han caído sobre los aficionados, para permitir que se masacren allí evitando los desbordamientos. De lo contrario, hay demasiadas quejas entre los vecinos. Es la técnica de la marmita, puesta a punto por el Misterio de Seguridad: cuando la cosa hierve, ponen la tapa.

Brenda me lo explica mientras me arrastra a la carrera hasta el mostrador VIP. Su admirador la recibe con una sonrisa afligida.

—¿Cómo se encuentra él? —pregunta, inquieta.

—Ya se ve que no tenía su amuleto —responde el del mostrador sin mojarse—. El señor ministro ha recibido su nota, ha dicho que le entreguemos una chapa Platinium, se reunirá con usted en su coche, en cuanto sea posible, en el aparcamiento 7.

Brenda le da las gracias, se embolsa la chapa magnética y en cuanto estamos fuera de su vista, lanza un grito de alegría con el codo doblado y el puño cerrado:

-¡Sí!

Me deja pasmado ver que mi problema le interese tanto. Yo bajo mi cremallera y tiro a Pictone de la oreja para que sea testigo de nuestro éxito.

—No la siento —masculla—, me temo una trampa. Escúchame bien.

Suelto un suspiro hastiado siguiendo a Brenda, que ha tomado la dirección del aparcamiento y ha cruzado los distintos controles con su chapa.

—Te he hablado de los fantasmas de niños, pero eso no es todo… Hubo algo más, en aquel cuarto de hora de horror que sufrí mientras dormía. Ya la primera noche después de mi muerte, cuando me conectaba contigo, tenía la impresión del que no estabas continuamente allí… Como si fueras aspirado al distancia por algo que trabaja en ti… Desconfía de Brenda.

Cierro mi cazadora para que se calle. No es el momento de comerme el coco con sus jugarretas de viejo celoso. Sospechar de Brenda es tan ridículo como si lo acusara a él de haberme denunciado a la pasma. Pero para qué discutir. Si estoy conectado a distancia con Brenda, eso se llama amor, y él no puede comprenderlo. ^

Acelero para reunirme con ella, en una avenida enrejada que flanquea los portales de los aparcamientos VIP. Se detiene delante del acceso número 7, apoya su chapa en el lector. El portal se abre ante un inmenso espacio cerrado, iluminado de amarillo, ocupado por un solo vehículo, al fondo. Una limusina negra de doce metros, por lo menos, un Oliva Presión II reservado a los miembros del gobierno. El coche más hermoso del mundo, exceptuando el Oliva Primera Presión del presidente Narkos.

Diez soldados armados nos reciben, comprueban la chapa platinium y nos acompañan hasta la limusina, aparcada ante la puerta del vestuario en la que se lee «Señor Ministro».

El chófer baja para abrirnos la portezuela trasera, y nos encontramos en el interior de un salón de cuero con minibar, pantallas, mesa y gimnasio.

—El señor ministro le ruega que perdone su retraso: está recibiendo a algunos cuidados. El bar está a su disposición.

La portezuela se cierra con un suspiro. El chófer vuelve al volante y sube el cristal negro que lo aísla de nuestro salón.

—¡Te adoro! —exclama Brenda estampando un gran beso en mi mejilla—. ¡Un trasto semejante es como para caerse de culo! ¡Mira qué lujo! Prescindimos muy bien de él, pero hacemos mal. ¡Champaña!

Saca la botella del cubo de plata, la descorcha, llena dos copas. Yo saco a Leo Pictone de mi cazadora y lo instalo en la banqueta de piel de cuero blanco. Con las patas rígidas y aspecto tieso, se arregla con gesto maquinal su falda levantada, olvidando aparentemente que no hay nada que ocultar.

—Así pues —continúa con su voz crispada, mientras ofenda iguala el nivel de la espuma en las copas—, te estaba diciendo que me huelo una trampa. Una parte de mí mismo encuentra indispensable y coherente ponerse en contacto con Vigor por medio de su hija, pero otra parte desconfía… Todo esto es demasiado fácil, está demasiado bien compuesto, sale demasiado bien… Parece hilvanado con hilo negro.

—¡Para usted! —digo tendiéndole la copa que me ha dado Brenda.

Él me mira, inexpresivo, sin tomarla. La mirada de Brenda va de él a mí.

—Vamos, profesor Pictone, bien puede ver que Brenda está de nuestro lado y que la necesitamos absolutamente. Usted es de la Academia de Ciencias, ella es médica: pueden brindar juntos. No vale la pena que finja ser sólo un peluche.

—Bebe un trago, vamos —me dice Brenda haciendo chocar su copa contra la que yo sostengo—. Por lo general, se tienen visiones cuando uno está trompa; pero puesto que tú lo haces todo al revés, tal vez esto te siente bien.

Le recuerdo que es alcohol, y que soy menor.

—¿Qué riesgo corres? Tu padre está ya en la cárcel.

—Precisamente por eso.

Ella se muerde los labios, molesta. Aprovecho para soltar el argumento de choque:

—Escúcheme, Brenda, si no intenta usted creerme, nunca oirá su voz. Tiene cosas hiperimportantes que decirle. Y cuando hago de traductor, olvido la mitad.

—Vale.

Vacía la copa de un trago, la deja, toma la mía y añade, brindando con el hocico del académico:

—A su salud, profesor. Advierta que, en su estado, desde el punto de vista de la salud, ¿qué puede temer usted? ¿Las polillas?

La portezuela se abre. Boris Vigor, con abrigo azul, entra en la limusina y se derrumba sobre la banqueta, encima del oso.

—Lamento haberle hecho esperar, muchacho. ¿Es usted Thomas Drimm?

—¡La trampa! —aúlla Pictone bajo el abrigo azul—. Yo tenía razón: ¡es una trampa! ¿Cómo sabe tu nombre? ¡Huye!

25

Me vuelvo hacia Brenda, pasmado. Con la copa de champaña en la mano, devora con los ojos al coloso pelirrojo de rasgos hundidos entre los apositos. El dirige la cabeza hacia ella, con la mirada vacía y una ceja levantada.

—Brenda Logan —articula con esfuerzo, como si casi no recordara su propio nombre—. Me siento halagada, señor ministro. Perdón por haber forzado las barreras de un modo poco correcto para llegar hasta usted…

—¿Dónde está? —ataca Vigor apartándose de ella, con sus ojos clavados en los míos—. ¿Dónde está el profesor Pictone?

—¡No se lo digas! —se desgañita el sabio bajo las nalgas del ministro.

—Sé que está en relación con él y será usted detenido de inmediato por complicidad en secuestro, como su padre, si se niega a responderme.

—Señor ministro —interviene Brenda—, no hay que olvidar que es un chiquillo y que tiende a fabular. A mí me ha contado que Leo Pictone estaba en su oso de peluche.

—¿Dónde? —se extraña Vigor.

Ella le indica respetuosamente que se ha sentado encima. El ministro da un salto de lado en el asiento, descubre el peluche con un respingo.

—¿A qué viene esta comedia? Se lo aviso: no estoy de humor, no tengo tiempo y no es éste un buen día. ¡Al ministerio —suelta apretando el botón de un interfono.

El coche arranca sin un ruido, sin una vibración. Brenda me mira, petrificada, preguntándose qué debe hacer. El portal de acero se abre ante nosotros, seis motoristas nos rodean, y un batallón de guardias móviles desplaza a toda velocidad las barreras de la autopista cerrada a los usuarios.

—¿Está detenido Thomas Drimm? —pregunta lentamente Brenda con voz grave.

Siento como tensa ya sus músculos y le hago una señal para que aguarde. Concentrado en el peluche, Vigor está dándole vueltas en todas direcciones, como si buscara un documento, un chip o una clave USB.

—¡Deja de magrearme, soplagaitas!

Con un grito de estupor, el ministro suelta el oso y se vuelve hacia mí:

—¡Ha… habla!

—¿Eh? ¿Le oye usted?

—Evidentemente, me oye: ¡él me estafó! Estás bien situado para saber que el remordimiento, Thomas, es muy conductor.

—¿Dónde está Pictone? —ruge Vigor agarrándome por los hombros—. ¡Está oculto en alguna parte, maneja este oso a distancia!

—Suelta a ese niño y escúchame, cretino. Estoy muerto, he fijado mi residencia secundaria en este peluche, provisionalmente, pero debo transmitirte un mensaje urgente de parte de tu hija.

Vigor se ha puesto pálido, acurrucado contra su portezuela. Brenda me tira suavemente del brazo, lívida también, y me pregunta si realmente Pictone dirige a distancia ese juguete. Palabra por palabra, le repito lo que acaba de decir el sabio al ministro.

—¿Un mensaje de mi hija? —pregunta penosamente Boris—. ¿De mi hija Iris?

—Evidentemente. ¿Acaso tienes otra? Bueno, textualmente: «Papá, en señal de perdón, es preciso que plantes una bellota para que crezca un roble.» ¿Te dice algo eso?

Vigor cae de rodillas sobre la moqueta, agarra al oso con el fular-falda y los labios pintados, lo estrecha contra su corazón:

—Amor mío, ¿eres tú, realmente eres tú?

—No puedo creerlo —murmura Brenda.

A mí me gusta. Es tranquilizador ver que un adulto conversa con mi peluche. Me saca un buen peso de encima compartir un poco esa condena, pasársela a alguien competente.

—¿Me oyes, niña mía? —insiste el ministro—. ¿Me hablas?

—No me ahogues —dice Pictone— si quieres que capte. Espera… dice que está muy arriba en el árbol, y que tú no estás allí, y que está muy sola.

—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí, querida mía, contigo, háblame!

—Ven, papá —suelta una vocecilla de niña saliendo del pe-luche—. ¡Ven pronto!

—¡Voy! —se apresura el ministro—. ¿Pero adonde?

—¡Ven aquí, conmigo!

—¿Qué ocurre? —pregunta Brenda.

Intentando recuperar mi sangre fría, le explico que Iris ocupa ahora mi oso, en lugar de Pictone; o, en todo caso, que comparten la gomaespuma como co-inquilinos.

—Ven conmigo —repite la voz de la niña.

Con los ojos clavados en las bolas de plástico, Boris Vigor balbucea:

—¿Quieres… quieres que muera?

—No ha dicho eso —interviene la voz del viejo—. Hay algo más urgente, Boris, mi Escudo de Antimateria. Recuerda que, cuando descubrí el pictonium…

—¡Me importa un bledo! —grita Vigor—. ¡Quiero a Iris! ¿Se ha marchado? ¡Devuélvemela!

Sacude el oso, violentamente, como si su hija, escondida en un pliegue del peluche, fuera a caer al suelo.

—¡Pero deja de agitarme así, zopenco! ¡La energía vibratoria de una niña es frágil! Ya no está aquí, me oyes bien: ya no la capto.

Vigor se inmoviliza.

—Dile que la echo mucho en falta, Léo. No puedo vivir más sin ella…

—¡Hablas como si eso fuera a consolarla! Tal vez Thomas sea una nulidad, pero está mejor dotado que tú con los muertos, te lo advierto.

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