Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
—¿Pero quién eres tú, a fin de cuentas? —me suelta en plena cara.
Desprevenido, evito responder: «El asesino de su marido.»
—Es mi propietario —afirma el oso—. Se llama Thomas Drimm y me ha ofrecido, espontáneamente, asilo político en su peluche. Resultado: ha puesto en peligro la vida de su padre, que, mientras tú parloteas sobre el panteón familiar, es torturado por el Ministerio de Seguridad, por mi culpa.
La anciana dama sostiene la mirada de las bolas de plástico, luego me mira de soslayo, antes de volverse hacia Brenda que le tiende un vaso de whisky. Se moja los labios, se lo devuelve, suelta con voz acida:
—¿Y usted, doctora, qué papel desempeña en esta historia?
—El mismo que usted, señora —sonríe Brenda—. Víctima voluntaria de la sagrada unión de estos dos tiparracos.
Los labios de la viuda dejan de temblar y sus rasgos se relajan un instante, antes de endurecerse de nuevo en una mueca guerrera.
—Deme mi bastón —le ordena mientras se levanta bruscamente del sillón y hace caer, sin consideraciones, a su marido en la alfombra.
La Colina Azul, sede del poder político, levanta sus grandes árboles por encima del Centro de negocios de Nordville. Los doce ministerios pintados de color celeste rodean la Casa Madre, residencia del Presidente, una especie de gran pastel con columnatas turquesa coronado por una cúpula de oro con una bandera en el pararrayos.
El taxi se ha detenido ante el puesto de control central. Brenda ha salido con su más hermosa sonrisa, modelo especial-centinela.
—Thomas Drimm —dice.
Con rostro impenetrable, el oficial de seguridad la escanea con la mirada preguntando con quién tenemos cita.
—No lo sé, diga que es Thomas Drimm, de parte del profesor Pictone, y ya verá quién responde primero.
Sin apartar los ojos de ella, el oficial pulsa algunos botones del teclado.
—¿Quién es usted?
—La médica personal del señor Drimm, y me encargo de su protección.
Él señala con el dedo el lector de chips, bajo el tejadillo de plexiglás. Brenda inclina la cabeza hacia el haz y su identidad aparece en el ordenador.
-—Tiene usted recargo de demora, por una multa de clase —le dice él, señalando la pantalla—. Falta de luz en la bici.
—Denuncié el robo de los faros.
—Lo que no suspende el pago. El nuevo ministro de Energía espera al señor Thomas Drimm —prosigue leyendo en otra pantalla la respuesta de la petición de cita—. Quinto ministerio, a la izquierda.
Brenda niega con la cabeza dando tres pequeños chasquidos de lengua.
—El señor Drimm prefiere que la entrevista se celebre en el Ministerio de Seguridad, División 6.
Contengo la respiración. Pictone me ha aconsejado que jugara con las cartas sobre la mesa: efecto de sorpresa y relación de fuerzas. Estoy acosado, soy manipulado; lo sé, lo muestro y recupero la ventaja. Brenda está de acuerdo con esta estrategia. Ya sólo me queda estar a la altura del farol.
El oficial transmite la petición por su teclado. Su ceja izquierda, levantándose, puntúa la respuesta que aparece en la pantalla diez segundos más tarde.
—Pues entonces el décimo ministerio a la derecha, luego a la izquierda, luego por el centro. En la plaza de la Guerra Preventiva. Pero esperan al señor Drimm solo, señorita. La Guardia Ministerial se encargará de él en cuanto cruce la verja.
Brenda acecha mi reacción, con el rostro tenso. La tranquilizo con una mueca operacional: asumo. Ella se vuelve hacia la garita.
—Entonces, anúncieme a Paul Benz, en el Ministerio del Bienestar.
Una sonrisa burlona se instala en los labios del oficial, mientras sus dedos comunican la petición de Brenda.
—¿El señor Benz se encarga todavía de las Veladas holograma? —pregunta tras unos segundos, con una mirada de soslayo.
—Pregúnteselo.
El oficial señala la pantalla donde acaba de aparecer media línea.
—Estará encantado de recibirla —responde con un airecillo de sobreentendido.
Un jeep eléctrico, con tres soldados, se detiene sin ruido ante la verja que se desliza, mientras los pincha-neumáticos se hunden en el suelo. Salgo del taxi, con el profesor Pictone acurrucado rucado al fondo de su bolsa del hipermercado. Pregunto a Brenda:
—¿Qué es una Velada holograma?
Ella se encoge de hombros y se inclina hasta mi oído
—¿Crees que pago mi alquiler grabando un spot publicitario del pie izquierdo cada seis meses? Te ayudo como puedo, Thomas. Según como vayan las cosas, tal vez necesites mis relaciones, de modo que las reactivo… ¿Vale? En caso de que Isurjan problemas en la División 6, pides que llamen a Paul Benz, que te avalará. El Presidente le escucha.
—Le escucha y algo más —masculla el oso.
Propino un rodillazo a la bolsa. Lo he comprendido, no soy tonto, pero no tengo ganas de oírlo. También mi madre se ve obligada a hacer algunas cosas con el inspector de Moralidad, si quiere conservar su curro. Pero creía que Brenda estaba por encima de todo eso. No la juzgo; me entristece, eso es todo. Por otro lado, tal vez sea un medio para que ella se infiltre en el gobierno, como revolucionaria. Según mi padre, la única esperanza de que un día tenga éxito un golpe de Estado son las orgías del Presidente.
Subo a mi jeep, Brenda al suyo, cada cual se desea valor con la mirada y partimos en direcciones opuestas. Los muy variables sentimientos que ella me inspira, del tiempo sereno a la tempestad pasando por la niebla total, airean un poco mi miedo. Cuando se arriesga la vida, uno debería estar enamorado. Y viceversa. Eso da perspectiva.
El jeep se detiene ante el bloque de cristal ahumado del Ministerio de Seguridad. Me confiscan el móvil y los cordones de mis zapatillas deportivas. Luego me hacen pasar bajo un pórtico para ver si soy un adolescente trampa, algo que se hacía antaño, según me ha contado mi padre, durante las guerras de religión. Y meten la bolsa que contiene al profesor Pictone en un tubo de rayos X. Contemplo la imagen en la pantalla de control. Maquinalmente, me sorprende que no tenga esqueleto ni cerebro. Dado el grado de autonomía y comunicación al que ha llegado, es difícil creer que siga siendo de gomaespuma.
—Sigue concentrado, Thomas —murmura entre sus labios unidos cuando la cinta transportadora lo saca del túnel de control—. La partida va a ser dura.
Recupero la bolsa. Es cierto que si no me han confiscado el oso, como han hecho con mis cordones o mi móvil, es que saben muy bien lo que contiene. De pronto me siento mucho menos seguro de mi ventaja.
Una gigantesca azafata, con andares de robot, viene a buscarme, me hace cruzar un gran vestíbulo de mármol vacío, hasta un ascensor en el que entramos. Pulsa el -6. Le sonrío para convertirla en una aliada. Permanece de mármol, a juego con el vestíbulo.
Diez segundos más tarde, las puertas del ascensor se abren en una luz glauca, del tipo acuario. Un joven muy apuesto con largos cabellos negros y ojos verdes se encuentra en el centro de la estancia redonda, con las manos a la espalda. Va vestido con un traje negro ribeteado de verde, abotonado hasta el cuello. Me tiende la mano. Su voz es cálida pero su palma está helada.
—Buenos días, Thomas Drimm. Me encanta que por fin nos conozcamos.
Frunzo el ceño. No lo reconozco y, sin embargo, tengo un sentimiento de haberlo visto ya. Echando la cabeza hacia atrás, como para no perderse nada de mi reacción, se presenta:
—Olivier Nox. Soy el nuevo ministro de Energía.
El ascensor vuelve a cerrarse, expidiendo de nuevo a la azafata hasta la superficie. Un ruido de tacones claveteados me hace volver la cabeza. Rígido y apresurado, un enano nervioso de bigotes, con aspecto insignificante, corre hacia mí. Sin decirme buenos días, abre mi bolsa del hipermercado, descubre al oso de peluche. Consulta con la mirada al joven de ojos verdes, quien echa hacia atrás sus largos mechones y me suelta con voz dulce:
—Thomas Drimm, te presento a Jack Hermak, el ministro de Seguridad. Cree que tienes muchas cosas que contarnos.
Con una sangre fría que me impresiona, respondo secamente.
—Primero quiero ver a mi padre.
Los dos tipos intercambian una mirada divertida que me hiela. Olivier Nox nos indica por señas que lo sigamos por un largo corredor en el que nos abre una puerta acolchada, como si estuviera en su casa. El otro se muestra obediente, y eso resulta extraño cuando se sabe cómo aterroriza al país su Ministerio de Seguridad.
Entramos en una sala de cine con profundas butacas de ero negro. Me invitan a sentarme entre ambos. El nuevo ministro de Energía maneja un mando a distancia. La luz se apaga, la pantalla se ilumina y empieza la película.
Con los dedos crispados en los brazos de la butaca, me muerdo los labios para no gritarles que paren. En la pantalla, me veo gordo y lleno de pánico, corriendo como un enfermo en un campo de alambradas. Hay miradores, focos, soldados que apuntan con metralletas… Fundido encadenado sobre una cámara de gas en la que me encierran, con una toalla en la cintura. Luego, una gigantesca jeringa entra en mi vientre y aspira mis grasas, mis ojos, mis dientes… ¡Es horrible, es absolutamente horrible! ¿Cómo han filmado esa mierda?
—Se trata de imágenes mentales, Thomas —me dice Olivier Nox en tono tranquilizador.
—Tu padre, que está montándose una película —ríe sarcástico el ministro de Seguridad—. Ya ves: tú tienes el papel principal.
Desaparezco bruscamente de la pantalla, sustituido por mi padre. Está debatiéndose entre un centenar de libros que se abren como mandíbulas, con las páginas erizadas de letras puntiagudas, y que le arrancan un brazo, lo devoran…
Cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, la película ha terminado, se encienden las luces.
—Nuestros miedos íntimos fabrican, por lo general, ficciones sin pies ni cabeza —comenta el ministro de Seguridad, alisándose el mostacho—. Pero ahí, con tu padre, podemos ponernos las botas. He organizado ya tres proyecciones privadas: es un verdadero éxito.
La pantalla desaparece hacia el techo, descubriendo una cristalera. Mi padre está encadenado al otro lado, en una celda redonda. Su cabeza cuelga hacia un lado, con el cráneo cubierto por un casco con electrodos.
—Está bien, de momento —dice con dulzura el ministro de Energía—. Se recupera tras todos esos agitados sueños… Bueno, Thomas, ¿qué tienes que decirnos?
El enano de Seguridad saca bruscamente el oso de mi bolsa, lo blande ante mis narices.
—¿Sabes quién está dentro de este juguete?
Aprieto los puños desafiando su mirada, y reúno toda mi cólera para responder:
—No es mi problema, no quiero saberlo. Tómenlo, y devuélvanme a mi padre.
—¡Ay! —suspira Olivier Nox uniendo los dedos ante su nariz—, tu moneda de cambio no vale gran cosa, Thomas. Hemos encontrado el cuerpo del profesor Pictone. Su viuda acaba de identificarlo. En cuanto hayamos retirado su chip, controlaremos su alma y tu oso de peluche quedará inutilizado.
Una presión de su pulgar en el mando a distancia hace que la pantalla baje de nuevo. Una segunda presión muestra la imagen de una estancia embaldosada. En una mesa metálica yace el cuerpo de Fiso. La señora Pictone lo ha vestido con un traje de su marido, casi idéntico al que llevaba cuando lo maté. La gran jeringa perforadora penetra en el destrozado cráneo, aspira y deposita el chip en un aparato con cuadrante, sin duda un yodmetro. La aguja apenas abandona el cero.
—Tan poca energía recuperable en semejante cerebro —suspira Olivier Nox—. Realmente es una lástima. Ya ves, Thomas, la actividad negativa del pensamiento no produce nada que valga la pena. El balance final de la inteligencia de tu padre será igualmente lamentable, mucho me temo.
Meten el chip de Fiso en un fusil de asalto, como un vulgar cartucho, y la pantalla se apaga.
—Así terminan los sabios descarriados que ponen en peligro la paz social —concluye el ministro de Seguridad.
Blande ante mis narices el peluche, lo agita frenéticamente. —Como puedes comprobar, ya nadie hay a bordo. Sólo es gomaespuma y pelo: ¡se acabó eso de jugar al guarda-fantasmas!
Miro al oso, que, en efecto, permanece en una inmovilidad tal. O Pictone representa a la perfección su papel de desdichado, o tenemos un problema. A toro pasado, no consigo tragarme que mi estratagema haya podido engañar con tanta facilidad a dos ministros tan retorcidos. ¿No estarán haciendo omedia, a fin de cuentas?
Jack Hermak se levanta, va a abrir una trampilla oculta en la pared de moqueta. Antes de que pueda hacer el menor gesto, arroja el peluche en un triturador de basuras. El ruido que ace me destroza el corazón. A costa de un esfuerzo sobrehumano, consigo contener tanto mis lágrimas como mis impulsos asesinos.
—Paz a su gomaespuma —suelta Olivier Nox—. Ahora, Thomas, nos gustaría que nos dijeras la verdad. Toda la verdad sobre la relación espiritual que has mantenido con el difunto profesor Pictone.
—Tú eliges —prosigue el otro currutaco—. O nos hablas de buen grado o te inflijo una sesión de Tor-Miedo como a tu querido papá.
—Tu querido papá, al que has hecho sufrir inútilmente, puesto que le has privado de tus confidencias y, por lo tanto, ha sido incapaz de confesar nada de nada.
Trago saliva. Estaba seguro de que me dejarían marchar con el oso, en cuanto creyeran haber expulsado de él a Pictone. Si me he equivocado hasta este punto, la continuación de nuestro plan para liberar a mi padre no vale gran cosa, pero no me queda otra opción.
Inclino la cabeza y me agarro a mi valor para empezar mi confesión.
—Te escuchamos, Thomas Drimm —dice el ministro de Energía apoyándose en el respaldo.
Cuento hasta diez para crear más suspense y, sobre todo, no dar la impresión de que recito una lección. Y me lanzo:
—Pues bien, estaba yo jugando en la playa de Ludiland, el domingo, cuando mi cometa mató accidentalmente a un anciano señor. Como mi padre había tenido ya problemas con la ley contra el Alcoholismo, tuve miedo de que eso agravara su caso porque soy menor, y además hiciera perder a mi madre su trabajo en el casino, de modo que pedí socorro a Fiso.
—¿A quién? —pregunta el ministro de Seguridad.
—Un fisonomista que siente afecto por mí desde que nací, porque no tiene familia; entonces ocultó el cuerpo en la cámara fría del casino, sin decir nada a mi madre. Pero, tengo mala pata, el fantasma del profesor Pictone vino a acosarme en mi oso, como ha dicho usted, y luego vi en el Telediario que era un sabio célebre, entonces llamé a la policía pero, en el último momento, tuve miedo, cambié de idea, y fui a ver a su viuda, que es muy amable y me dijo que ella diría que se trataba de un accidente.