Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
—No es una cuestión de poder, Boris, sino de ética. Debo respetar las reglas del juego, ¿dónde estaría el placer, de lo contrario? Y las reglas del juego son claras: nada de injerencia directa en su pasado, su presente ni su futuro. Sólo sugerencias, que usted decide si aceptar o no.
—¿Y si lo mando al diablo?
—Sería una devolución al remitente, pero no ha llegado todavía el momento. Usted elige, Boris: o muere deschipado como una persona mayor con, como único porvenir, el orgullo de hacer funcionar máquinas con su energía cautiva, o fallece conservando su chip, es decir la integridad y la autonomía de su alma, libre de ir a donde quiera para proporcionarme informaciones.
—¿Y por qué va a hacer eso mi alma?
—Porque si no me da satisfacción, podría en cualquier momento exhumar su cuerpo y arrebatarle su libertad reci-clando su chip. Mi confianza en el ser humano, vivo o muerto, es extremadamente reducida.
—¿Y si elijo vivir? —suelta Boris en tono provocador, con un respingo de orgullo.
Nox toma otra fruta confitada.
—Lo acepto. ¿Pero por qué jugar la prórroga, cuando su hija le espera? ¿Realmente tiene usted ganas de que siga sufriendo por su ausencia? ¿Prefiere persistir fingiendo que se siente bien consigo mismo, dinámico, despreocupado, símbolo viviente de falsos valores? Si le abandono a su conciencia, después de lo que ha sabido y sentido esta noche, reventará en veinticuatro horas. De modo que estoy a su disposición para evitarle el suicidio inscrito en su sensibilidad y su destino, pero mi propuesta sólo es válida durante treinta segundos.
Boris Vigor mira maquinalmente la hora y comienza a andar de un lado a otro por el inmenso salón beige y blanco.
—Si le he comprendido bien, ¿propone usted matarme por mi bien?
—Por el bien de su hija, sobre todo.
—¿Y quién me lo demuestra?
Olivier Nox traga saliva y prosigue con encantadora desolación:
—Si insistiera, me lo reprocharía, Boris, pero no crea que el más allá de los niños sea una colonia de vacaciones… Son espantosos entre sí, entregados a sus pulsiones, sin protección y desorientados; se devoran unos a otros esperando que un aumento de energía les permita comunicar por fin con los vivos. Su hija es una pequeña alma muy frágil a la que canibalizarán muy pronto, ahora que alguien se interesa por ella, si no va a defenderla. Asuma sus deberes de padre, Boris.
El ministro se balancea sobre una alfombra y agacha la cabeza. Ha tomado su decisión, pero gana tiempo.
—¿Cree usted que seré un buen muerto? —pregunta tímidamente.
—Al otro lado se sigue siendo el mismo, Boris. Mire ese agotador Pictone, con su carácter de pitbull hipocondríaco, ¿Le parece que ha cambiado?
Boris Vigor se detiene ante un espejo, y se contempla como uno mira una casa de la niñez que va a abandonar para siempre.
—No ha perdido usted un solo partido en su carrera, Boris. Será un ganador en el más allá, estoy convencido de ello de lo contrario no le mandaría a esa misión… ¿Entonces?
Vigor se aparta del espejo, se vuelve hacia el joven de negro y lo observa, como si buscase ahora su reflejo en los ojos verde esmeralda.
—No quisiera darle prisa, pero le quedan seis segundos. ¿Sí o no?
El ministro introduce un dedo en el cuello de su camisa, molesto por la transpiración. —Sí, pero…
Se devana desesperadamente los sesos. Le parece que olvida algo.
—¿Y mi mujer? —suelta de pronto.
—La desconectaremos —lo tranquiliza Olivier Nox.
Boris inclina la cabeza, con la cara enfurruñada aún.
—¿Y cómo van a matarme? No debe parecer un suicidio: no quiero dejar el recuerdo de un cobarde. Pero es preciso que eso no me haga tampoco mucho daño…
—¿Prefiere un acorde en Mi o un acorde en Re?
—¿Qué quiere decir?
—¿Una crisis cardiaca o una conmoción cerebral? Puede usted elegir.
—Yo no sé nada de eso. Hagan lo mejor.
—Entonces, dejaré que lo adivine.
Olivier Nox se arremanga, abre por la mitad el cuadrante de su reloj, se quita el alfiler de corbata y, con la punta acerada, teclea un delicado acorde de seis notas. El ministro se lleva la mano a la cabeza.
—Ha perdido —murmura Olivier Nox—. La crisis cardiaca es siempre menos perturbadora para el alma.
Boris Vigor se derrumba en la alfombra, hecho una bola. Olivier Nox se inclina sobre el cadáver con una apaciguadora sonrisa:
—No olvide los términos de nuestro contrato, señor ministro. Entrégueme el chip de Pictone y le devolveré a su hija-Pero si intenta engañarme, tengo el modo de arrebatársela para siempre. Y estaría usted más solo aún que cuando vivía.
Se incorpora, va hasta la mesita baja para tomar una nueva fruta confitada. Con la boca llena, se vuelve hacia un rincón de la estancia donde percibe mi presencia.
—¿Todo va bien, Thomas Drimm? Te siento perturbado, perturbado por el hecho de no estar más perturbado. ¿Me equivoco? Pues sí, uno se acostumbra a todo, muchacho. Estás en permanente formación, cuando duermes. Te sientes atraído hacia mí, hacia el espectáculo del Mal; subes hacia la superficie para aprender a nadar en las aguas negras. Todo lo que integras sin recordarlo, de momento, te prepara sin que lo sepas para nuestros futuros combates. Estoy impaciente. Y tú también, lo siento. Vamos, vuelve a casa.
La punta de su alfiler de corbata pulsa tres veces la sexta tecla de su reloj. Las tres notas idénticas me devuelven a la noche. Sin emoción, sin control, sin objetivo… Como una hoja muerta arrancada de su árbol.
La imagen me contiene por completo, de inmediato: me convierto en la hoja muerta, las nervaduras, la savia seca, los bordes dentados, enrojecidos, agrietados… Tengo la impresión de ser cada parcela que se desprende al albur del viento y de los obstáculos, y sin embargo sigo también en el interior de la hoja y continúo mi viaje. Un viaje al revés, diríase. Una vuelta atrás. Mis bordes desgarrados se reconstruyen, mis agujeros se cierran, mi savia circula de nuevo… De amarillo rojizo, siento que poco a poco me vuelvo de un verde tierno. Y súbitamente me encuentro unido a la rama del roble de la que he caído.
Una escoba gigantesca me añade colores. Es un pincel. La mano que lo sujeta vacila, se retira, va a buscar en la paleta otro matiz de verde, regresa para embellecerme dándome profundidad. A medida que mi color se intensifica, mi mirada se hace más clara.
Brenda está pintándome. Devolviéndome la vida. Está tan hermosa, con su camiseta desgarrada y llena de pintura, sus ojos concentrados, sus pechos que se agitan a cada movimiento del pincel… ¿Por qué me convierte en una hoja, sobre el roble que está terminando? Tal vez me haya expulsado de su espíritu, tal vez se absorba en otra cosa para no pensar más en mí, y yo regreso, a su pesar, en su creación vegetal.
Luego me retoca y la deseo más aún. Deseo de volver a ser «un hombre», como me llamó ayer por la noche. Deseo de convencerla, de atraerla, de gustarle… pero, para ello, tengo que recuperar mi apariencia. Mejorada. Tengo que volverme apuesto, delgado y musculoso, adelantado para mi edad. Tengo que utilizar mi pena de amor: la decepción, la cólera, la quemazón que le debo…
Ubiquitina. La proteína que hace adelgazar, dijo el profesor. Me encuentro instantáneamente en una especie de conducto por el que circulan bolas de fuego y líquidos. Las nervaduras de mi hoja se han convertido en meandros de un río subterráneo que se transforma en volcán. Comprendo que he regresado a mi cuerpo de Thomas Drimm, que estoy en el interior de mis órganos.
¡U-bi-qui-ti-na! ¡U-bi-qui-ti-na! Pronuncia las cinco sílabas como una fórmula mágica. De inmediato, un comando de coliflores violetas se reúne ante mí. Me oigo ordenarles: «¡Matad las grasas! ¡Quemad, quemad!» Mi ejército va al combate, se lanza al asalto de los lípidos, los rodea, los neutraliza, los absorbe… Un combate de gorgoteos, una carnicería de colores, una guerra de emboscadas y de asedio de las bolsas de resistencia… «¡Matadlas a todas! ¡Reducid al enemigo!»
Cuanto más se reduce el enemigo, más se reproducen mis combatientes. De pronto, suena el toque de cese el fuego. Entonces se absorben mutuamente en un abrazo generalizado que difunde la paz, la alegría y la armonía bajo el estridente timbre. Ya sólo hay un río calmo de mil brazos acogedores de donde emerjo a regañadientes.
A tientas, mi mano acalla el despertador. El calor de un rayo de sol me acaricia el rostro. Me siento bien. Muy suelto, muy ligero, muy libre. Me digo que todo lo que he vivido, desde la tormenta en la que perdí mi cometa, toda esa locura furiosa es sólo una larga pesadilla de la que despierto por fin.
Abro un ojo. El oso está sentado en el baúl de los juguetes, su lugar habitual, inmóvil y de través. Sonrío y vuelvo a cerrar los párpados. Todo va bien. El cobertor está caliente y el sueño me reclama un poquito más. Siento el buen aroma del café con leche que sube de la cocina. Me digo que mi padre está en casa, que mi madre no tiene preocupación alguna en su trabajo, que soy sólo un preadolescente normal con un problema de peso, que tengo una vecina que está como un tren y no sabe que existo y algunos juguetes abandonados para fingir, de vez en cuando, que todavía soy un poco niño. De buena gana volvería a dormirme, pero, cuando pienso en Brenda, se me despierta un hambre terrible.
Me desperezo, me levanto y voy a abrir la persiana de mi tragaluz. De hecho, llueve. El sol era la luz de la estantería que había permanecido encendida. No huele tampoco a café con leche, a fin de cuentas: sólo a la papilla de cereales edulcorada que, al parecer, me da fuerzas cortándome el apetito. Oigo a madre que se enoja por teléfono, abajo, con su abogado, para saber en qué cárcel han metido a mi padre.
—No cuelgo, no. ¡Thomas —prosigue gritando—, levántate, ya es hora! He avisado al colegio de que esta mañana tenías cita con el señor Macrosi, y viene al pelo. Tu profe de física está ausente. ¡Apresúrate! Sí, señor abogado, estoy aquí —continúa en voz más baja—. Otra cosa: ¿mi responsabilidad profesional está comprometida, en el caso de un intento de suicidio del ganador de un jackpot?
Con un nudo en el estómago, me vuelvo lentamente hacia el oso de peluche inanimado. Se lleva un dedo a la frente.
—Salud, chiquillo. Bienvenido a la realidad.
Yo gruño:
—Estoy bien, ¿eh?
—¿Bien fundido?
Bajo los ojos sobresaltado. Me subo la chaqueta del pijama, atónito. Mi grasa ha desaparecido. Mi vientre es plano. Muy plano. Casi hueco.
—¿Cómo lo ha hecho?
—Yo no he hecho nada, chiquillo. Tú estás desarrollando tus poderes sobre lo infinitamente pequeño. Has movilizado tus proteínas, has transformado tu pena de amor en arma de combate, y has quemado tus grasas como represalia.
Dejo caer mi pijama, dividido entre una enloquecida felicidad y una razonable angustia.
—Pero… ¿no volverán esas grasas?
—Claro que sí. Sólo que, ahora, conoces tu poder de fuego. Ellas también. De modo que puedes negociar. Hablar con los alimentos que tragas, domesticarlos, presentarlos a las células de tu cuerpo para evitar los conflictos que engordan. ¿Qué estás mirando?
Me he detenido ante el Boris Vigor de látex, colgado por un pie del anaquel, con la cabeza hacia abajo. En un reflejo extraño, como una forma de respeto, tomo su cuello entre dos dedos y lo siento sobre sus nalgas.
—Mete a ese zoquete en el armario —masculla Pictone-—. No debemos contar con eso. Me he conectado con él: fracaso completo. No nos ha creído y ha olvidado ya las ridículas amenazas de tu Brenda. Nadie puede hacerle nada; lo sabe muy bien.
Miro, incómodo, la figurita del ministro. Tengo la impresión de que el profesor se equivoca, o me oculta alguna cosa.
—Comienzas a evolucionar, Thomas —advierte en un tono de tristeza—. Tu pensamiento es cada vez más claro… Pronto no me necesitarás.
Se interrumpe unos instantes, como si aguzara el oído en mi cerebro. Asiente.
—Es cierto, tienes razón: tengo un problema con Boris, independientemente de lo que proyecta. De hecho, ya no proyecta nada. Cuando lo visualizo, no responde. En el nivel vibratorio, suena en el vacío.
Presa de una súbita angustia, señalo al juguete con traje y corbata bajo su equipo de man-ball.
—No me diga que ha muerto… ¡Y que se ha reencarnado ahí!
El oso de peluche aguanta mi mirada sin responder. Tomo la figurita, la sacudo, pregunto a mi pesar:
—Señor ministro, ¿está usted aquí?
—Tienes un mensaje —dice Léo Pictone.
Me vuelvo hacia mi móvil, que parpadea sobre el anaquel. Al reconocer el número, mi corazón se acelera. Abro el texto.
Ven a mi casa en cuanto puedas. Urgente.
Brenda
—¡Baja, Thomas! —grita mi madre—. Te necesito.
Crispo los dedos, enojado porque vengan a saquear la emoción que ha brotado de mi pantalla. Brenda Logan quiere verme. Brenda Logan me ha perdonado. Brenda Logan me pide socorro. Es una locura la velocidad con que el fondo del abismo se transforma en alfombra voladora.
—Bueno, líbrate de ese doctor Macrosi y pasemos a las cosas serias —dice el oso.
Le devuelvo su mirada, pensativo. Luego voy a coger el rollo de esparadrapo en el cuarto de baño, agarro al académico y lo fijo sobre mi vientre.
—¿Qué estás haciendo?
—Una falsa panza. Mi madre nunca creería que haya adelgazado solo. Cuando me desnude lo soltaré a usted discretamente, le diré al médico que mi madre me ve gordo porque tiene angustias de psicóloga y que no debemos contrariarla. A ella le diré que el médico me ha dado algo milagroso para adelgazar permaneciendo en mi casa, en vez de ir al campamento.
—¿Y crees que bastará? —gruñe, con el hocico contra mi ausencia de grasa.
—Evite moverse —digo poniendo el jersey por encima de la espalda del profesor—. ¡Ya voy, mamá!
La encuentro en la cocina, apoyada en la nevera. Aparta por unos instantes el teléfono de su oreja para decirme que espera novedades con respecto a mi padre, y que es necesario pasar urgentemente por la tintorería y recuperar su traje beige: acaba de hacerse una mancha en su chaquetón con mi papilla de cereales.
—Voy yo, mamá, no hay problema.
—Y apresúrate: tenemos que salir dentro de un cuarto de hora. No, no, señor abogado, no cuelgo —prosigue rápidamente hablando por el móvil.
Corro al exterior, cruzo la calle, me meto en la caja de la escalera del edificio nuevo que está hecho una ruina. Diremos que había cola en la tintorería. La puerta se abre tres segundos después de mi timbrazo.