El fin del mundo cae en jueves (12 page)

Read El fin del mundo cae en jueves Online

Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Puede usted ayudarme a lograr que liberen a mi padre? El oso permanece silencioso. En la mirada fija de sus bolas de plástico, veo el reflejo de mi lamparita de noche. Repito con voz firme:

—¿Puede usted ayudarme a lograr que liberen a mi padre?

Cruza las patas y responde con una lenta insistencia que huele a truco:

—Conozco a gente que puede hacerlo. Pero tú debes ponerte en contacto con ellos.

—¿Quién es esa gente?

—Un grupo de amigos científicos, muy bien situados, con quienes debía encontrarme pasado mañana en un congreso, en Sudville. Si les comunicas las informaciones que yo te doy, sobre el Escudo de Antimateria, y les convences de que construyan un cañón de protones para destruirlo, entonces te diré cómo obligarles a ayudarte en lo de tu padre. Vamos, ahora perfúmame.

Me levanto, lo agarro por una pata y lo llevo al cuarto de baño, donde le vaporizo un chorro de desodorante.

—¡Para! —aúlla.

En pleno acceso de tos, me describe las moléculas de parabeno que le atacan como un bombardeo de obuses. A fin de cuentas, prefiere oler a basura.

—Pero, puestos a ello, hazme unas manos.

—¿Cómo?

—Córtame unos dedos en esas malditas patas que no me sirven para nada. De ese modo seré autónomo en la parte de arriba: no me veré obligado a molestarte cada vez que quiera hacer algo.

Con una pizca de optimismo, tomo mis tijeras de las uñas y empiezo mi carnicería en los muñones de peluche.

—¿No le hago daño?

—Cuando uno está muerto, Thomas, ya sólo sufre moral-mente. Y ahora me estás haciendo algo bueno: eso me simplificará mucho la vida cotidiana.

Vuelvo a pensar en el canguro de Brenda Logan. Me pregunto cómo reaccionaría ella si hubiera matado a Pictone y se encontrara con un peluche poseído. Dada la violencia y el rencor que evacúa en su puching-ball, sin duda se serviría de un fantasma a domicilio para arreglar sus cuentas con los Mogs, los Megs, los Mugs y los Tetoms. Hasta ahora, sólo he visto los inconvenientes de mi forzosa cohabitación con Pictone, pero la cosa va a cambiar. No se trata de dejar que mi padre se pudra por mi culpa en prisión. Sólo que, para satisfacer a mi oso a cambio de su ayuda, necesito una complicidad entre los adultos. Una aliada.

—¡Basta! ¡Eso haría seis!

—Oh, perdón —digo apartando rápidamente las tijeras que iban a fabricarle un dedo de más.

—Deja de pensar en esa muchacha, Thomas, te perturba.

—¿Qué muchacha? —digo con hostilidad, para evitar ruborizarme.

—La rubia de enfrente.

—Yo solo no puedo hacer nada. No comprendo nada de sus antimaterias, ¿cómo quiere que las explique? Ella es científica: ¡es médica! Si habla con sus colegas, la tomarán en serio. Usted me dirá lo que debo decirle, ella se lo dirá y le creerán. Además, es bonita.

Permanece silencioso unos instantes, mirando sus nuevos dedos que se empeña en doblar, uno tras otro.

—Mañana lo discutiremos —decide rascándose el hocico con el índice.

Dudo en hablarle de los cuadros de Brenda, de la Ciudad de los Árboles que pintó justo cuando yo estaba allí, en sueños. Algo me dice que mejor será establecer tabiques, mantener al profesor apartado de este fenómeno, y me apresuro a pensar en otra cosa para respetar mi vida privada.

Él prosigue, preocupado:

—¡Son sorprendentes los automatismos que regresan después de la muerte! En cuanto se dispone de un dedo, se recupera el reflejo de hurgarse la nariz. Aunque no se tengan narices. Filosóficamente, es un hermoso tema de meditación. Pero bueno, no insisto. Cuando veo tu nivel en ciencias, no me perdonaría atiborrarte el cerebro con filosofía.

Le replico que, filosóficamente, puedo muy bien ir a buscar una taladradora y hacerle un par de agujeros en el hocico, para que inaugure sus dedos. Suelta la carcajada. Es la primera vez. La cosa parece sorprenderle más que a mí y se detiene enseguida.

—Ahora, chiquillo, harías bien durmiendo. Mañana te espera una dura jornada.

Salta del lavabo y se dirige hacia mi habitación con pasos bamboleantes. Va planeando con los brazos para asegurar su equilibrio, en un movimiento que me recuerda a mi cometa, pe pronto se vuelve.

—Ya puestos a ello, ¿y si me prestaras unos zapatos?

—No quisiera ofenderle, pero calzo el 39.

—Los zapatos de cuando eras bebé, tontolaba. Veo en tu cabeza que tu mamá los guardó.

Aparto la visión de la caja de los recuerdos que mi madre guarda en su habitación, con mi tetina, un mechón de mis cabellos y mis primeros zapatos. Es el ataúd de mi primera infancia. Todo lo que le queda del tiempo en que se sentía orgullosa de mí, antes de que yo hablase y engordase. No me gusta que el profesor se avitualle en mi pasado, como si yo fuera un escaparate. Es muy molesto, a fin de cuentas, sentirse transparente del cerebro. Tendré que aprender a disimular mis pensamientos, o fingir que pienso en algo distinto de lo que tengo en la cabeza. Mira, vamos a hacer una prueba.

—No, gracias, Thomas, ahora prefiero que duermas.

¡Funciona! He pensado en mi cuaderno de notas abierto ante el oso que me dicta sus fórmulas de física. Si puedo mentirle mentalmente, estoy salvado.

—Necesitarás entrenamiento, muchacho —ríe sarcástico. No olvides que progreso mucho más deprisa que tú en contacto conmigo. Mañana por la mañana irás a buscarme tus zapatos de bebé. Y me harás una pequeña liposucción.

—¿Una qué?

—Me quitarás algo del relleno del vientre: no me gusta esta impresión de tener panza cuando miro mis pies. —¿Tal vez desee una colita, también? Me contempla, perplejo.

—Más tarde veremos, me suelta en tono gruñón.

Y aparta la cabeza. No sé si es pudor o nostalgia.

Resuena, fuera, una explosión. Otra. Voy a abrir el tragaluz y me acodo, para contemplar los fuegos artificiales. Es el inicio de los festejos, en el estadio, antes del campeonato de man-ball. Brenda Logan está en su ventana, fumando un cigarrillo. Va maquillada, viste un vestido rojo como para ir a bailar. Me sonríe, dibuja en el aire un signo de interrogación para saber cómo ha ido mi regreso a casa. Abro los brazos, inseguro. Ella cierra el puño para darme valor y un relámpago de gozo sube de mi vientre, como un fuego artificial interior.

—¡A la cama! —ordena el oso—. Y a trabajar. Hay en tu cuerpo una proteína que se llama ubiquitina. Tiene el poder de disolver las grasas si tú le informas, por medio de una imagen mental, que son tus enemigas. En tu organismo todo se comunica: tienes los medios para mandar no importa qué información por tus neurotransmisores, e incluso para reprogramar algunas funciones activando las cadenas de aminoácidos.

—¿Y cómo lo hago?

—Si quieres evitar el campamento de adelgazamiento, pronuncia después de mí, con toda la convicción de la que seas capaz: «Ubiquitina, te envío una señal de alarma para que te reproduzcas urgentemente, con el fin de eliminar los agentes patógenos ocultos en las grasas que he almacenado.» Pronuncia y visualiza.

Me repite tres veces su fórmula mágica. Sin ninguna ilusión, la repito, dócil, con una convicción que suena bien.

—Eso es —se alegra él—. Ahora duérmete y deja que actúe tu cuerpo. Estás diciéndote que es pura filfa, ya lo sé, pero eso carece de importancia: la información ha sido transmitida a tus proteínas, por las vibraciones de tu voz y de tu imaginería mental. Aunque no lo creas, el trabajo ha comenzado ya. Que tengas hermosos sueños.

Son las siete y cuarto, pero no discuto. Puesto a acostarse sin cenar, mejor será abreviar el suplicio. Apago la luz y cierro los ojos, procurando no pensar con el fin de guardar a Brenda para mí.

20

Ministerio de Energía, 19.20 h

En sus aposentos privados, rodeado por sus trofeos, decenas de copas y ruedas de plata que cuentan, en desorden, su carrera de victorias, Boris Vigor se prepara para el partido de esta noche. Hecho una bola sobre la moqueta, se imagina rebotando de casilla en casilla hasta el número ganador.

—¿Puedo decirle unas palabras, señor ministro?

Boris se desenrosca de pronto y se pone en pie de un brinco. Ante él está Lily Noctis, ceñida por un vestido de noche de paracetamil. Un derivado textil de la aspirina. Cuando sus amantes cubren de besos su cuerpo, el vestido va disolviéndose poco a poco, como un comprimido efervescente. Le gusta tanto fantasear con esta indumentaria que se viste así dos o tres noches por semana, aunque no tenga amante. Lo malo es cuando llueve.

—¿Cómo ha entrado usted? —se extraña el ministro.

—Los guardas de corps no tienen secretos para mí, Boris. ¿Le molesto?

—Nunca.

—Mejor así.

Él se ruboriza. No ha tocado a una mujer desde que murió su hija. No es que le falte el deseo, pero nunca ha sabido amar a la gente salvo sacrificándose por ella. Tiene la impresión de que la raya que trazó sobre su vida de seductor es un puente tendido hacia su hija. La pequeña Iris tenía nueve años y me dio cuando se mató al caer de un roble. Boris hizo que arrasaran el bosque alrededor de su casa, en memoria suya, y sin embargo le gustaban tanto los árboles. En verdad, echa más en falta los árboles que a las mujeres.

—¿Cómo está su esposa? —pregunta Lily sentándose en un canapé untuoso como una nube.

—Como siempre —responde Boris.

Prefiere evitar el tema. La señora Vigor, después del drama, hizo que la sometieran a una cura de sueño, para que se le hiciera menos largo el tiempo esperando la muerte que le devolvería a su hija.

—He apostado cien mil ludores por su victoria de esta noche —anuncia la vicepresidenta de Nox-Noctis, extendiendo los brazos sobre el respaldo del sofá.

—Es muy amable de su parte —responde el ministro, enredado con su cuerpo en medio de la moqueta.

—No quisiera desconcentrarle, Boris, pero tengo algo importante que decirle. Siéntese.

Boris se acomoda en un sillón de cristal esmerilado, a tres metros cincuenta de la mujer de negocios.

—Boris, lo necesito. Tengo noticias del profesor Pictone.

El ministro se levanta enseguida, aliviado de un enorme peso.

—¡Bravo! ¿Ha encontrado su cuerpo la Seguridad?

—No es tan sencillo.

—¿Pero está muerto o está vivo?

—Ése es el problema. Tenemos una solución para desbaratar el complot que prepara, pero esta solución depende de usted.

—¿De mí? ¿Ah, caramba?

—Vaya a jugar, le aguardo aquí y se lo explicaré.

—¿No nos meteremos con el pequeño Thomas Drimm? —se inquieta el ministro.

—Eso dependerá de usted, precisamente.

—¿De mí?

—Resulta que el muchacho, por razones que se nos escapan aún, es el depositario del saber y los secretos de Léo Pictone. Usted ha podido comprobarlo hace un rato, durante su clase de física: ha enunciado fórmulas relacionadas con trabajos de Pictone no publicados. Ni ese saber ni esos secretos pueden caer en oídos inadecuados.

—¿Qué vamos a hacer?

Aguardo la continuación, muy perturbado, como si eso me concerniese. Pero el tal Thomas Drimm que posee saber y secretos, ¿qué relación tiene conmigo, con ese visor invisible que flota por encima de su conversación, que capta sus pensamientos al mismo tiempo que sus palabras, pero que no tiene medios para hacerse oír?

—¿Qué vamos a hacer? —repite el ministro con creciente angustia.

Lily se moja el dedo, toca el extremo de su ceñida manga. Dos centímetros cuadrados de tejido desaparecen con un siseo, descubriendo su reloj de plata. Roza el largo cuadrante rectangular, que se abre en dos partes para poner al descubierto un teclado de pulsadores en miniatura. Lily Noctis retira delicadamente uno de los alfileres que sujetan en un moño sus largos cabellos negros y, con la punta, pulsa una de las teclas centrales. En la pantalla gigante que cubre la pared del fondo, la imagen del estadio desaparece para dejar paso a un espejo de cuarto de baño donde una dama pequeña y flacucha se cepilla los dientes.

—¿Qué cadena es? —se sorprende Boris.

—El canal de la señorita Brott, la profe de física de Thomas. ¿No la reconoce?

—Ah, sí —miente Boris, cuya memoria está exclusivamente reservada a su hija—. ¿Qué está haciendo ahí?

—Se lava los dientes. Me he conectado a la frecuencia de su chip y he activado la visión subjetiva, como esta mañana. ¿Pero sabe usted qué ocurre si invierto la frecuencia?

—No. Las aplicaciones de mi invento, sabe usted…

—Del invento de Léo Pictone —corrige ella con dulzura—. Usted sólo lo nacionalizó, y nosotros iniciamos su producción, mi hermanastro y yo. Algo mejorado también, es cierto. Invierto pues la frecuencia y vea el resultado.

El alfiler pulsa una decena de teclas que emiten, cada vez, una leve señal sonora, bastante armoniosa. La señorita Brott escupe su dentífrico, verifica en el espejo la limpieza de sus dientes, abre unos ojos como platos y se inmoviliza. Cuatro hilillos de sangre brotan de su nariz y de sus ojos. Se derrumba y su espejo vacío desaparece de la pantalla.

—¿Puede hacerse eso con los chips? —se inquieta Boris Vigor—. ¿Se puede matar a una mujer a distancia?

—Entre otras cosas —responde Lily Noctis con voz neutra—. Habría podido hacerla estornudar, soltar la risa o trepar a las cortinas, pero era más urgente asegurarse de su silencio. Era la única que había oído a Pictone expresarse por boca de Thomas Drimm. No lo había comprendido todo, pero iba a convocar a los padres del alumno.

—¡Puede hacerse eso con los chips! —repite Boris con tono asustado, agarrándose la cabeza con ambas manos como si quisiera arrancarla de sus hombros—. ¿Pero por qué no me lo han dicho? ¡Soy el ministro de Energía a fin de cuentas!

—Precisamente: cada uno en su lugar. Estas aplicaciones conciernen a los ministerios de Salud y de Seguridad, eso es todo. Las utilizan con prudencia y parsimonia, por el bien general y en el interés superior de la nación. Pero Leo Pictone conoce, claro está, estas aplicaciones. El uso que quiere hacer de ellas, con la complicidad de Thomas Drimm, amenaza directamente a su gobierno y a la nación entera.

—¡Pero si es sólo un chiquillo!

—Como preobeso con malas notas en el colegio, hijo de un alcohólico y de una psicóloga que le traumatiza, ha decidido vengarse de la sociedad en general.

—¡Pero si es sólo un chiquillo! —insiste el ministro.

—Es decir, el adulto que va a ser si le dejamos vivir.

Other books

Zero Visibility by Georgia Beers
CALL MAMA by Terry H. Watson
Woman in Red by Eileen Goudge
A Bride in Store by Melissa Jagears
The Lords of Anavar by Greenfield, Jim