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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (94 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Era un concepto interesante. Después de todo, la memoria es, a menudo, siniestra. Puesto que nada nos traiciona tanto como la memoria, llegué a la conclusión de que el yo era el supervisor de aquélla. No importa lo que retengamos en los niveles más profundos; el yo controla la superficie y por ello, si es necesario, distorsionará un recuerdo con tal de mantener la visión que tiene de las cosas.

Bien, observemos los obstáculos a los que nos debemos enfrentar cuando nos hallamos frente a dos egos, uno para Alfa, y otro para Omega. No es de extrañar que la gente no pudiese tolerar mis teorías. Sin embargo, pronto pude ver con claridad una característica. La memoria de Alfa no podía ser idéntica a la de Omega, debido a que ambas mantienen bancos separados de recuerdos. Sus respectivos egos deben de tener muchas necesidades distintas y, frente a la necesidad, la memoria pasa a ser una sierva del yo. Por esa razón, supongo, los libros de Memorias de los hombres de éxito resultan, por lo general, espantosos.

El camino más sencillo para descubrir las propiedades distintivas de Alfa y Omega (decidí) sería, entonces, estudiar el desarrollo respectivo de sus egos. A cada sujeto le proporcionaría algún material para memorizar, y luego lo interrogaría para ver qué había retenido. Esperaba descubrir esquemas de recuerdo a la par de la más sorprendente ausencia de recuerdos, y lo hice, pero también descubrí que mi test no funcionaba con cierta clase de personas fuertes y crueles dedicadas a tareas de mucha importancia. Rompían el esquema de manera consistente. Tenían lo que denominé un
ultraego
. Podían recordar un acto horrendo perfectamente, sin dar grandes señales de perturbación.

Consideremos, por ejemplo, la indescriptiblemente poderosa fuerza física que permitió vivir a monstruos como Hitler y Stalin con los millones de muertos que dejaron en su estela. En un nivel más modesto, aunque no vastamente más comprensible, están los responsables de miles de muertes. Se me ocurre, no sin cierta incomodidad, que Hugh puede aspirar a esa categoría. Desde una perspectiva íntima, el ultraego de Hugh me resulta curiosamente embriagador y alimenta, sospecho, el impulso que ahora me mueve a convertirme en una de las novias de Drácula. Una exageración excesiva, aunque no demasiado. Verás, nunca perdí por completo mi presentimiento de que las transacciones del submundo del espíritu están estrechamente conectadas a nosotros. En este sentido, un hombre llamado Noel Field está relacionado con mis temores. ¿Sabes que hay días en que no puedo pensar en Allen Dulles sin invocar la imagen de Noel Field? Hace años que está en una cárcel de Rusia, y fue Allen quien lo puso allí en 1950. Con la ayuda de Hugh.

Créeme, mi querido esposo fue quien me confió esta hazaña. Me enteré de que en Zurich, durante la Segunda Guerra Mundial, Noel Field hizo parecer a Allen como un tonto redomado. Por alguna razón, Allen confiaba lo bastante en Field como para agregar su recomendación personal a los nombres de una cantidad de europeos propuestos por éste para cargos importantes en los ejércitos aliados. Muchos resultaron ser comunistas, y Noel, que más o menos lo sabía, nunca informó a Allen acerca de su inclinación política. (Como muchos otros cuáqueros, Noel Field demostró ser extremadamente permisivo con los comunistas.) Bien, Allen pagó por su error de muchas maneras, y nunca perdonó a Noel. Pero fue Hugh, junto con Frank Wisner, quien ideó la forma de vengarse de este cuáquero emprendedor. En 1949 hicieron saber a los soviéticos que Noel Field pertenecía a la CIA. Totalmente falso. Hugh se encargó de esa parte y, puedes estar seguro, no puso su firma. Supongo que Dulles, Wisner y Montague supusieron que apenas Field hiciera su siguiente viaje a Varsovia con la Cruz Roja o C ARE, sería detenido bajo el cargo de espionaje, y que muchos de sus amigos comunistas más allegados sufrirían junto con él. Pero fue más lejos que eso. Por aquel entonces Stalin estaba totalmente desquiciado. Field fue encerrado, incomunicado, en una cárcel de Varsovia, y antes de que el asunto llegara a su fin, prácticamente todos los comunistas con quienes él tenía tratos, más los numerosos círculos de simpatizantes, fueron fusilados, torturados o encarcelados por confesar hechos que no habían cometido. Algunos consideraban que las víctimas del partido ascendían a miles; se decía que eran cinco mil. Cuando se lo pregunté a Hugh, él se encogió de hombros. «Stalin nos regaló otro bosque de Katín», fue su comentario.

Bien, nunca supe si estar orgullosa de la habilidad que demostró mi esposo en este asunto, o espantada. Por supuesto, la Agencia actualmente se ocupa de levitaciones, que pueden ser consideradas divertidas o escandalosas, según el punto de vista de cada uno. Quienes nos inclinamos por lo segundo, hemos estado financiando durante estos últimos años una cantidad de organizaciones liberales, aunque decididamente anticomunistas, que han iniciado protestas y programas para liberar a Noel Field, el mártir estadounidense, de la opresión polacosoviética.

Más tarde, durante ese tiempo horrible en que me enfrenté a la soledad de tener que vivir con la realidad del fracaso de mi carrera, empecé a pensar en todos esos otros comunistas polacos que fueron injustamente ejecutados por traidores. Se trataba de otro ejemplo más de una maldad enorme cometida por nosotros en nombre (y en última instancia por la causa) del bien. Pero ¡ay! la angustia de las víctimas. Empecé a preguntarme si no habíamos tocado un borde vulnerable del cosmos. Espero que no sea así, pero mucho me temo que es una posibilidad. Pienso en la manera terrible en que Herr Adolf masacró a millones de personas. Caminaron hacia las cámaras de gas creyendo que iban a lavar sus sucios cuerpos cansados. Preparaos para una ducha caliente, les dijeron. Luego abrieron las válvulas fatales. Mientras padecía mi propia locura, podía oír a las víctimas bramando de furia, y empecé a pensar si no sería posible que toda muerte monstruosamente injusta significase una maldición para la existencia humana, una maldición de la que nunca nos liberaríamos del todo. Hay días, cuando hay tanta contaminación que la atmósfera de Washington parece inhumana y biliosa, en que me pregunto si no estaremos respirando algún mensaje malsano y ominoso del más allá. Podrás ver cuan perturbada estoy, todavía. Lo que, por supuesto, me lleva a reflexionar acerca de tu relación con Chevi Fuertes. ¿Qué hay de su vida? ¿Cuán responsable eres por lo que le ocurre? A él, y a quienes lo rodean.

Bien, me he metido en un tema terriblemente solemne, ¿verdad? Digamos que me siento nerviosa por lo que tengo entre manos; no creo que resulte un picnic, como en tu caso.

¿No quieres entretenerme? Sé que parece una petición modesta, pero si Howard te ha llevado a una de esas estancias, ¿por qué no me escribes acerca de ellas? Disfruto de las comedias sociales en las que te ves envuelto, y estoy segura de que la descripción de Howard retozando con los uruguayos muy ricos me resultará particularmente divertida, mucho mejor, por cierto, que mis fantasías paranoicas en que te veo en una excursión por los burdeles.

Bien. Todos tenemos que mentir tanto que una narración honesta es un bálsamo para el alma.

Mi amor, querido.

KITTREDGE

25

No sabía si quería oír más acerca de mentiras. La carta de Kittredge me perturbó, y empecé a preguntarme si algunas manifestaciones del ultraego no estarían presentes en asuntos menos importantes. Después de todo, yo, que aún me consideraba un hombre honesto, le había estado mintiendo concertadamente a Hugh Montague, Kittredge, Howard Hunt, Chevi Fuertes, Sherman Porringer, y, lo que era mucho peor, a Sally. Porque algunos meses atrás había cometido la equivocación de insinuar que el amor, a lo largo de alguna calle futura, bordeada de árboles, no era totalmente imposible. Por supuesto, yo no poseía grandes reservas de ultraego, ya que en el caso de ella había tenido que pagar el precio. Mi mentira explotó el día en que vio que un jinete sin cabeza cruzaba galopando mi rostro en el instante en que me enteré de que estaba embarazada. Después de eso, poco importaba lo que tratase de decir; yo no hacía más que confirmar algo que ella ya sabía.

Nuestras relaciones carnales abandonadas comenzaron a crecer en mi memoria como un edificio arrasado por un incendio. Cada vez que nos encontrábamos en alguna recepción, Sally se esmeraba por mostrarse desagradable. Mi vida social en Montevideo se reducía a estas reuniones. Durante las noches, más frecuentes, en que me hallaba solo en mi cuarto de hotel, pensaba con amargura en que ni siquiera podía jactarme de frecuentar un bar determinado. No se nos alentaba a que lo hiciéramos: los hombres de la CIA eran víctimas potenciales de secuestro y tortura, o por lo menos así rezaba la premisa. En las ocasiones en que el trabajo nocturno o una reunión social no me tenía ocupado por la noche, no siempre sabía qué hacer; por lo general, las personas que trabajan sesenta horas a la semana no saben qué hacer. Y ahora no existía la opción de retozar con Sally a altas horas de la noche. Antes de que quedase embarazada, había habido noches en que Sherman, que se quedaba trabajando en su despacho, había posibilitado que Sally y yo nos encontráramos en mi hotel. Ahora, elegía cualquier rincón para atormentarme con un discurso breve.

—Harry —decía—, Sherman está hecho todo un pícaro en la cama.

—Dicen que los matrimonios atraviesan etapas.

—¿Qué sabes tú del matrimonio? —respondía Sally, y dirigiendo una amplia sonrisa al resto del salón, como si estuviera narrando una buena jugada de bridge, agregaba—: Apuesto a que eres un marica. En lo más profundo de tu ser.

En lo más profundo de mi ser era donde me hería. Yo disfrutaba de sus afirmaciones de que ningún otro hombre, jamás, le había hecho el amor tan bien como yo. Ahora, había momentos en que luchaba para contener las lágrimas. La injusticia manifiesta siempre me afectaba de la misma manera.

—Nunca te has visto más atractiva —decía yo, y me alejaba.

Cuando la noche cubrió el jardín, volvimos a quedarnos solos con nuestros colegas naturales, los soviéticos. En una repetición de la velada anterior, permanecimos hasta el final Hunt, Porringer, Kearns y Gatsby, con sus respectivas esposas, Nancy Waterston y yo, y en esta ocasión Hunt vio cumplido un deseo largamente anhelado. Hundiendo uno de sus largos dedos en el pecho de Varjov, le dijo:

—Georgi, muchacho, he oído que nos vas a deleitar llevándonos de gira por tu Embajada.

Logré percibir la brevísima mirada que dirigió a Boris y la manera en que éste abrió levemente los ojos para indicar asentimiento.

—Sí, gira por Embajada, ¿por qué no? —dijo Varjov—. Todos.

Y formamos un grupo para hacer una gira por los cuartos permitidos, cuatro en total, suficientemente espléndidos como para parecer un museo. Los muebles de estas salas de recepción eran blancos y dorados, y parecían hechos a la medida de una dama de la corte de Luis XIV o de Catalina
la Grande
.

Mi comparación no fue disparatada, porque según Varjov le informó a Hunt:

—Muebles ser excedente de Hermitage de Leningrado.

—Vaya, me han dicho que es algo espléndido —dijo Howard.

—Formidable ejemplo de riqueza de era zarista —replicó Varjov.

Recorrimos esas cuatro salas de tamaño mediano, con techos altos, efusivas molduras doradas a la hoja, antiguas alfombras solemnemente mullidas, pisos de parqué, sillas estilo rococó con tapizados de pálidos tonos champaña y numerosos retratos de Lenin, Stalin (¡todavía prominente!), Kruschov, Bulganin, Pedro
el Grande
y escenas de caza. Me sorprendí a mí mismo mirando los ojos de Lenin, que me devolvieron la mirada, hasta que me di cuenta de que estaba borracho por tanto vodka.

Sirvieron más vodka. Brindis tras brindis. ¡Por las reuniones en la cumbre! ¡Por la amistad entre las naciones! ¡Por la paz en la Tierra!

«¡Hurra!», gritábamos. Después de todo, habíamos pasado muchos años soportándonos los unos a los otros. Esa noche, en un río de vodka, habíamos resuelto mil problemas que volverían a existir mañana, pero al menos por una noche, ¡hurra!, estábamos en la Embajada rusa.

Hunt no dejaba de hacerle bromas a Varjov.

—Georgi, estos cuartos son para los turistas. Danos lo verdadero. Veamos los platos en la pila de la cocina.

—Oh, imposible. Platos en fregadero, no. Fregadero soviético, muy limpio.

—Puedes decírselo a tu tío Ezra —dijo Howard.

—¿Quien es tío Ezra? ¿Primo de tío Sam? —preguntó Varjov.

—Es un dicho —explicó Dorothy.

Hunt finalmente se salió con la suya. Nos llevaron a visitar algunos despachos posteriores, que tenían muebles de oficina rusos y pesados, pero que en otros sentidos no se diferenciaban de las nuestras. Mientras caminábamos, Masarov tuvo un momento para guiñarme un ojo, un rápido reconocimiento, supuse, de los problemas que había causado con su nota el día del picnic. Como si esa tarde de domingo nos hubiéramos visto envueltos en una práctica lo suficientemente embarazosa como para no volver a referirse a ella nunca más. Boris no había vuelto a invitarme, y Zenia volvía a tratarme como a un desconocido, es decir, otra vez revelaba su faceta abstracta y a un tiempo abrumadoramente sexual, exactamente la que no me había brindado en su casa, donde se había mostrado maternal. En público, su sexualidad siempre estaba diciendo: «Tú, hombre, no puedes comprender cuan mágico, maravilloso y oculto es el laberinto de mi poder». Pero, como digo, se trataba de una sexualidad abstracta. Era como acercarse de noche a una gran ciudad, desde una distancia tan grande que uno debería conformarse con la visión de su resplandor en el cielo.

Todo lo que Masarov me dedicó fue su guiño, y seguimos caminando dispersos, con la copa en la mano, por las habitaciones. Nos separamos tanto los unos de los otros que por espacio de treinta segundos me encontré en un despacho a solas con Sally Porringer. Apenas si se le notaba el embarazo, y se veía más bonita que nunca. Sally, con un sentido preciso del tiempo, aprovechando el instante anterior a que alguien apareciera en el despacho, se sentó en un sillón, se echó hacia atrás y se abrió de piernas. No llevaba bragas, por lo que mis ojos pudieron deleitarse contemplando su pubis. Luego, con una sincronización digna de un maestro de baile, se bajó la falda y juntó las piernas en el momento preciso en que entraban Sherman y Dorothy Hunt; pero en ese intervalo suspendido, mientras se exhibía ante mí, tuvo tiempo para murmurar: «Es una locura estar en las habitaciones de esta gente».

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