Guardé silencio.
—¿Cuándo vamos a pescar? —dije por fin.
—A la mierda con pesca —dijo—. Bebamos.
Bebimos. Después de un rato empecé a sentir que él había estado esperando toda la vida para mantener un diálogo con un estadounidense. Empezaba a conocerlo tan bien que era una relación casi carnal, con lo que quiero decir que, como la mayoría de los rusos, hablaba con la cara pegada a la mía (supongo que debe de ser por sus apartamentos pequeños y atestados), de modo que terminé conociendo su exterior íntimamente: los lugares donde la navaja había pasado por alto un poco de barba, los pelos de sus orificios nasales, el aliento a hamburguesa, tabaco turco, cebollas, vodka, cerveza, y bastantes caries que, confieso, lo hacían agradable a medias, como si ese toque de podredumbre en su boca hiciese de él un hombre honesto. En una ocasión, Hugh me dijo esas inolvidables palabras de Engels —la cantidad cambia la calidad— y, bien, una pizca de mal aliento es totalmente diferente al olor de una boca en muy mal estado. Ofrezco esta digresión porque viví tanto tiempo sentado a una mesa de café con Brishka, como insistió en que lo llamara —Brishka y Harry, por supuesto—, que la hora del almuerzo se hizo atardecer, y el sol brillaba desde el oeste, iluminándonos el rabillo del ojo a medida que se hundía debajo del toldo abierto hacia el camino; de tanto en tanto pasaba un coche o entraba o salía un borracho.
Masarov debe de haber hablado cerca de una hora acerca de Nikita Kruschov. Nadie en los Estados Unidos podía entender a la Unión Soviética, dijo Brishka, a menos que llegaran a comprender al Premier. Era una gran hombre.
—Grande en relación con situación actual de Unión Soviética.
Y procedió a recitarme una letanía. Incontables muertos, era la frase. Incontables rusos habían muerto en la Primera Guerra Mundial, incontables rusos habían muerto también en la Guerra Civil iniciada, me recordó, por los estadounidenses, británicos y franceses; incontables rusos habían sido muertos por Stalin en la colectivización de las granjas, e incontables, incontables soldados y civiles soviéticos habían sido muertos por Hitler; incontables, incontables fueron muertos otra vez por Stalin después de la guerra. La Unión Soviética había sido más golpeada que «una esposa —dijo—, golpeada todos los días por un violento marido. ¡Durante cuarenta años! Si se tratase de una esposa estadounidense, odiaría a ese marido. Pero la esposa rusa sabe que no es así. Debajo de todo, en ese matrimonio, está el deseo del hombre por mejorar».
—Estoy perdido —le dije—. ¿Quién es la esposa rusa, y quién es el marido?
—Ah —respondió él—. Obvio. Esposa rusa es Rusia. Marido es el Partido. Algunos días, uno debe reconocer que esposa rusa está en falta. Puede merecer paliza. Mira el suelo. No quiere moverse. Marido puede estar borracho, pero mira el cielo. —Aquí se detuvo y se dio un golpe en la mejilla, un golpe tan fuerte que hasta la loza de la cocina debió de temblar—. Borracho —dijo, y pidió café.
Al cabo de un rato su sintaxis mejoró.
—Lo que dije antes es
kvach
.
—¿
Kvach
?
—Sin valor. Demasiado general. La relación de Partido Comunista con gente no es fácil de explicar. Niños soviéticos crecen en creencia de que uno se hace mejor persona mediante la fuerza de voluntad. La voluntad de ser mejor y generoso. Tratamos de destruir el interés en enriquecimiento personal. Muy difícil de hacer. En mi niñez, deseos de avidez me avergonzaban. El peso sobre líder de un pueblo así debe de ser inmenso. Todos intentando ser mejores de lo que son. Stalin, me avergüenza confesarlo, perdió equilibrio interno. Después Kruschov, uno de los valientes, remplazó a Stalin. Amo a Kruschov.
—¿Por qué? —le pregunté. Se encogió de hombros.
—Porque era un mal hombre. Y mejora.
—¿Malo? Fue el Carnicero de Ucrania.
—Ah, ellos enseñan a ustedes. Ellos dan a ustedes un buen curso para el invierno, Harry. Pero ellos se olvidan de primavera.
—¿Quiénes son ellos?
—Sus maestros. Se equivocan. Considere la cuestión desde punto de vista ruso. Vemos personas crueles magnetizadas por poder.
—¿No cree que esto va más allá de las ideas de Marx?
—Ultramarxista —dijo Brishka—. Viene del pueblo ruso. No de Marx. Esperamos tener líderes crueles. Nuestra pregunta es: ¿Cómo hacer que líderes trasciendan sus orígenes? Se hagan hombres mejores. Stalin era grande, pero Stalin no trascendió. Se hizo peor. Las malas acciones lo enloquecieron. Kruschov es el opuesto.
Se volvió a pegar en la cara, como si su inglés pudiera hacerle cometer un error, y él tuviese que sacudirse el cerebro para que éste concordara con su boca. Su inglés era relativamente pulido, pero debajo asomaba el Tarzán ruso. A medida que Boris se emborrachaba, yo sentía que un modo de expresión más ruda se acercaba poco a poco para hacer valer sus derechos. Por supuesto, jamás habría dicho «Kruschov opuesto», pero ya podía darme cuenta de que estaba a punto de prescindir de ciertas palabras.
—Sí —continuó—. Mire a Kruschov. El no es muy popular. Muchos detractores rusos. Algunos dicen que es demasiado emocional. —Kittredge, espero que te des una idea—. Sí, casi todos están de acuerdo en que Kruschov es
niet kulturni
. ¿Comprende
niet kulturni
?
—No hablo ruso.
—Limítese a su versión. —Se rió de esto. Igual que ocurre con Zenia, en su interior conviven dos personas, y ninguna parece adaptarse a la otra. Había estado borracho, había exteriorizado sus sentimientos; ahora la ironía del maestro de ajedrez volvía a emerger—. Limítese a su versión —repitió, como si tuviera mi expediente en la mano. (Aunque así fuera, probablemente sería tan inexacto como el que nosotros tenemos de él.)
—
¿Niet kulturni
quiere decir «no culto»?
—Por supuesto. Claro como agua. No culto. Basto. Eso es lo peor que se puede decir sobre un ruso. —Sí, su mejor inglés todavía no lo había abandonado—. Mi pueblo vivió durante siglos en chozas. Nadie necesitaba limpiarse los zapatos en el felpudo. Los suelos eran de tierra. Los animales dormían con la familia.
Niet kulturni
. Tosco. Carente de alta cultura. De modo que Kruschov avergüenza a muchos. Eso puede causar su ruina.
—¿Pero no dice usted que es un gran hombre?
—Créame. Basto, tosco, brutal, esbirro de Stalin. Sin embargo, su
e
statura crece. Una valentía inconmensurable para repudiar a Stalin.
Usted debería tratar de explicárselo a su pueblo. Ahora mismo, en Moscú, muchos altos líderes de partido dicen a Kruschov: «Estados Unidos tiene una capacidad nuclear cuatro veces superior. Estamos obligados a alcanzarlos». Kruschov responde: «Si Estados Unidos ataca, contestamos. Ambas naciones son destruidas. De modo que no habrá guerra. Nuestra necesidad soviética es desarrollar nuestra economía». Kruschov se resiste a la inmensa presión militar. Kruschov es un buen hombre.
—Por nuestra parte, lo encontramos difícil de creer. Pensamos que ustedes son responsables de su pasado, y que no pueden librarse tan fácilmente de él.
Él asintió.
—Eso es porque ustedes representan el capitalismo corporativista. Lineal. Personas lineales en corporación. —Bebió un largo trago de su café, que era espeso como barro filtrado, y asintió — . Sí —dijo—. Los americanos nunca entienden cómo funciona partido comunista. Nos ven viviendo en total relación con ideología. Grave error. Sólo capitalismo corporativista vive en total relación con ideología. Nosotros, a quienes ustedes llaman pueblo esclavo, somos más individuales.
—Creo que está usted convencido de ello.
—Por supuesto. No hay dos rusos iguales. Para mí, todos americanos son misma casta.
—¿De ningún modo está dispuesto a aceptar que tal vez esté usted equivocado?
Me tocó el hombro, como para aplacarme.
—Hablo de americanos capitalistas corporativistas. Administradores. Clase ejecutiva. Creen en ideología americana. Nosotros creemos, pero sólo en parte.
—¿Sólo en parte?
—Seguro, Harry, sólo en parte.
Otra vez me palmeó la espalda con su pesada mano.
—¿Y la otra mitad?
—Nuestra mitad secreta. Meditamos.
—¿Sobre qué?
—Nuestra alma. Percibo el sabor de mi alma. Americanos hablan de ansiedad, ¿sí? De falta de identidad, ¿sí? Pero rusos dicen: Estoy perdiendo mi alma. Americanos solían ser como rusos. En siglo diecinueve. Cuando eran individuales, y emprendían cosas. Entonces, todavía existía el espíritu barroco. En sus corazones. En la arquitectura americana. Personas individuales, excéntricas. Ahora, americanos son capitalistas corporativistas. Les han lavado cerebro.
Le brillaron los ojos ante la expresión de mi rostro.
—Kruschov no quiere perder su alma —continuó Masarov—, por eso trabaja duro para mejorar el mundo.
—¿Me está usted diciendo todo esto en serio?
Te confieso, Kittredge, que su descaro me estaba enfureciendo.
—En serio.
—Cuénteme acerca de sus campos de concentración.
Su buen humor se esfumó.
—El Oso ruso —dijo— vive con cola de dinosaurio. Cola se arrastra como si fuese una plaga. Del pasado. Con el tiempo, comer cola. Nosotros absorberemos historia horrenda. Pero, ahora, inmensas convulsiones. Tragedias. Horrores. Todavía.
Yo no podía creer que hubiera dicho tanto. Miraba el café con el entrecejo fruncido, como si hubiera sido un error dejar a su viejo camarada de armas, el vodka, por su nuevo amigo. Luego suspiró, como para librar el aliento de viejos recuerdos.
—¿Sabe lo de
beriozhka
? —preguntó—. Abedules.
—Sí. Se dice que ustedes los aman.
—Sí. —Asintió—. Zenia escribió un poema hermoso en ruso acerca de
beriozhka
. Traducido al inglés por mí. Zenia no lo reconocería. Me abandonaría.
Parecía a punto de echarse a llorar. Cogió un pedazo de papel y leyó en voz alta.
A los abedules.
pálidos centinelas silenciosas flechas luz y luna sobre el sol de plata
—Uruguay no es como Rusia —dijo a continuación—. Aquí no hay abedules.
Luego rompió la parte inferior de la hoja en que estaba escrito el Poema, garabateó una nota para mí, y me la entregó. Las palabras, Kittredge (y pronto verás por qué) las transcribo de memoria.
—Cuidado. Así como uno de los nuestros puede ser, secretamente, uno de los suyos, del mismo modo uno de los suyos puede ser de los nuestros. No confíe en su gente de la división de la Rusia soviética. Tales observaciones pueden costarme la horca. Silencio. Hable sólo con aquellos en quienes más confía.
Tuve tiempo de leer la nota cuidadosamente antes de que me la quitara y la sostuviese entre sus manos. Ignoro si en ese momento estaba pensando en mí, pero lo imaginé quemando el papel en el cenicero, cosa que, te lo juro, hizo de inmediato, como si yo hubiera querido que lo hiciera o hubiese leído su mente un momento antes.
Kittredge, ése fue el curioso tono con que salimos del café y regresamos a Montevideo. Ya es muy tarde y estoy cansado, pero por fin nos hemos puesto al día.
Devotamente,
HARRY
Habíamos convenido en que llamaría a Howard apenas volviese del picnic, pero me hallaba en un estado de ánimo peculiar y rebelde. No quería ser sometido a un interrogatorio a última hora de un domingo. En lugar de ello, preferí escribirle a Kittredge. Era como si mi mejor esperanza de entender lo que había ocurrido entre Masarov y yo radicara en escribirlo. Sabía que una vez que Hjalmar Omaley leyera mi informe oficial, éste sería convertido en tráfico cablegráfico, y de inmediato sometido a los cuestionarios de la división de la Rusia soviética. De ese modo, la experiencia se alteraría y, aunque fuese poco profesional, yo sentía la necesidad de mantenerla intacta.
No obstante, me hallaba en un dilema. «
No confíe en su gente de la división de la Rusia soviética
» era una observación peligrosa. Como la única evidencia con que contaba de la nota de Boris era mi propia descripción de la misma, era más que probable que me considerasen un portador no confiable de una comunicación de naturaleza totalmente perturbadora. Quizás el KGB había planeado la tarde para hacerme regresar con un mensaje capaz de sembrar el caos en nuestra división de la Rusia soviética. En ese caso, lo más prudente sería no hacer ninguna mención de la nota de Masarov.
Por supuesto, existía la posibilidad real de que hubieran instalado una cámara fumadora detrás de una mirilla a fin de registrar el momento en que Boris me pasaba su mensaje escrito, yo lo leía y él a continuación lo quemaba en el cenicero mientras ambos observábamos, con expresión solemne. En tal caso, si yo no le hablaba del incidente a Hunt u Omaley, y en realidad había un topo del KGB en la división de la Rusia soviética en posición de ver mi informe sobre el picnic, existía la posibilidad de que fuese sometido a chantaje.
Por lo tanto, decidí que lo mejor era declarar en mi informe que se me había pasado una nota; sin embargo, omitiría la referencia a la división de la Rusia soviética. Si la intención del KGB era que sospechásemos de nuestra propia gente, entonces yo estaría frustrando su propósito. El contenido restante de la nota permanecería vago. Opté por aceptar el riesgo.
¿Por qué? Como si alguien me hubiera hundido violentamente un dedo en el estómago, la pregunta me asaltó con fuerza. ¿Por qué? ¿Por qué no decir la verdad? Si sembraba el caos en la división de la Rusia soviética, pues bien, no sería la primera vez que algo así les ocurriese. Sin embargo, sabía que no cambiaría de parecer. Vivir junto a Al Omaley no sólo era como cohabitar con una enfermedad contagiosa, sino que no estaba dispuesto a enfrentarme a su meticulosa paranoia. Yo, el mensajero, debía estar contaminado por el mensaje.
Aun así, mi motivo privado seguía siendo inaccesible para mí mismo. Obedecía a una obcecada profundidad instintiva.
Ahora eran las diez de la noche del domingo, y ya no podía seguir posponiendo la llamada a Howard Hunt. Bajé a la calle y localicé un teléfono público. En la avenida 18 de Julio, la noche era tan tranquila como la medianoche de un martes en un pueblecito de Wisconsin.
—¿Dónde diablos has estado? —fue su observación inicial.
—Emborrachándome con nuestro amigo.
—¿Hasta ahora?
—Una confesión, Howard. Volví al hotel a las siete, empecé a llamar para decir que había vuelto y que volvería a llamar desde abajo en diez minutos, pero me quedé dormido con el teléfono en la mano.