El fantasma de Harlot (95 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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Yo podría haber saltado sobre ella. El impulso fue tan poderoso que me atormentó durante días. La llamé por teléfono. De hecho, actué como un tonto. Sally se había tocado en un lugar fatal, entre el ombligo y la ingle. Por primera vez, me torturaba el no poder poseerla.

Sally me aseguró por el teléfono:

—No me molestaré en verte. Sherman me da una sorpresa cada noche.

—Sally, estoy desesperado.

—Pues, desespérate —dijo, y rió alegremente.

26

Nunca antes había sentido tanta necesidad sexual. Una noche, terminé yendo con —¿con quién otro podría ser?— Sherman Porringer a su prostíbulo favorito, un emporio de ochenta años de antigüedad ubicado en la Ciudad Vieja lleno de arañas y paredes recubiertas de nogal. «Últimamente he estado descuidando a las señoritas —me confesó—, pero eso es porque hace días que Sally no come más que pimientos picantes.»

Transcurrieron algunas semanas sobrenaturales. Sobrenatural es la palabra apropiada. Suelto, por fin, en los burdeles de Montevideo, disfrutando de esas correrías más de lo que esperaba, me encontré realizando todas las fantasías de Kittredge, y muchas veces le tomé tanto afecto a la ramera con que pasaba la noche como el que había llegado a sentir por Sally. Ante el alivio de saber que lo que amaba era el sexo, empecé a recordar a Sally, pobre muchacha —en mi memoria, ahora trataba a Sally igual de mal que ella me trataba a mí—, como una yegua salvaje a quien debía agradecerle el haberme hecho conocer mi verdadera naturaleza, que era amar a todas las mujeres. Kittredge podría haberse burlado de mis descripciones de Alfa y Omega en el sexo y el amor, pero mi antigua tesis parecía adecuarse a mi nueva vida. Alfa se divertía con las prostitutas, y Omega se convertía en la guardiana del sueño. Sí, Omega aún podía estar enamorada de la excepcional señora Montague, pero eso no me convertía en un fascista sexual, sino en el sabio propietario de un hogar para dos individuos sorprendentemente diferentes: el amante romántico que no necesitaba más que una carta para conservar tibio el cariño, y el deportista que podía cazar con tanto empeño como su padre, sólo que su presa era la carne de mujer.

Por supuesto, la carne no era muy difícil de hallar en los burdeles de Montevideo. Conocí la alegría del principiante ante la caza ilimitada. Hubo un mes o dos en que fue así de simple. Grabado en mi retina, e impreso en mis ijadas, estaba el emblema del sexo de Sally sobre la silla soviética, y esta conjunción de los superpoderes que me había brindado su libidinoso pubis.

Porringer fue mi guía durante la primera noche, y me hizo un comentario sobre todas las chicas. «Esa morena regordeta es mejor de lo que parece; tiene un cono apretado.» Y la morena regordeta me dedicó una amplia sonrisa, mostrándome dos dientes de oro. «Tiene la cosita más bonita que hayas visto, pero sólo toma por el camino sucio —me dijo de una muchacha delgada, ágil y taciturna cuyo rasgo más sobresaliente eran las nalgas — . Aunque, maldita sea, ¿por qué no? —agregó dándome un codazo para indicarme una beldad alta, con el pelo de un falsísimo color rojo púrpura, que en ese momento descendía por las escaleras—. Ésta no tiene otra cosa que ofrecer que la boca. Ni se te ocurra tocarla más abajo; está enferma. Pero la boca vale por el resto, y la penicilina te mantendrá sano.» Se echó a reír y tomó un trago de su cerveza. Era un asiduo de los prostíbulos. Según me enteré una noche en La Arboleda de las Mujeres, su familia había llegado a Oklahoma antes de la invasión de tierras de 1889. También tuve una visión de las raíces de Porringer y de Sally. Generación tras generación había vivido en esas largas y pobres llanuras donde lo único que abundaba era la austeridad y el polvo (o eso me imaginé, pues poco sabía de Oklahoma). Tal como me pareció, la simple avidez humana se había visto en aquellas tierras tan desprovista de satisfacción, que lo que dominaba era el último nervio humano, el que conduce al alma. Después de sufrir privaciones durante generaciones enteras, la voracidad había hecho erupción en Porringer y en Sally, el cerdo y su cerda. Sí, las heridas que había sufrido me impedían ser bondadoso, pero Sherman no se habría sentido molesto por mis sentimientos. Él, buen agricultor legionario del Imperio americano, se veía a sí mismo como propietario de las mujeres de los países por los que viajaba; eran buen alimento para su omnívoro pene. ¿O eso quizá me describía también a mí, a pesar de las diferencias regionales?

Esa noche, mientras compraba mi primera hora con una mujer, y la segunda hora con otra, me sentía más libre con esas extrañas que en mis veinticinco años anteriores. Quizá la raíz primaria donde estaba almacenada mi voracidad brotaba por fin en el siglo americano, y yo estaba allí copulando en honor a la bandera. Al transmutarse la voracidad en una emoción más noble, sentí un fulgor de poder interno, como si, por fin, estuviera vinculado al gran sistema, la gran rueda de las cosas.

Durante esa temporada de vida nocturna fui a mansiones que alguna vez habrían sido tan magníficas como la Embajada rusa, y a chozas en la orilla de vecindarios pobres donde las calles eran de tierra y los tejados de lata suelta brindaban efectos percutorios cuando soplaba el viento. Visité salones con dormitorios en altos edificios cerca de la playa de Pocitos, y una vez, al volver a casa de lo de Hunt, encontré un burdel bien situado a la sombra del famoso hotel-casino de Carrasco, donde las muchachas me parecieron tan bonitas como estrellas de Hollywood, aunque la que escogí (porque sus pezones, sorprendentemente, señalaban las estrellas) me ofreció un austero sentido español de reciprocidad y no se acercó conmigo a la fuerza del terremoto.

Otra noche, en un prostíbulo ubicado en un sótano, en una calle más o menos pobre, con mesas de roble cubiertas de iniciales grabadas sobre otras iniciales, terminé con una muchacha de baja estatura, gorda y alegre, cuyos ojos negros brillaban con experta malicia. Estaba encantada de atraer a un estadounidense, y procedió a explorar con la lengua cada resquicio de mi cuerpo, incluso alguno que yo jamás hubiese imaginado que tenía, hasta que Omega despertó de los amantes recintos que habitaba con Kittredge, y sentí que me derramaba por toda la ciudad. Mientras tenía a esa gordita entre mis brazos supe por qué algunos hombres terminaban casados con mujeres que sólo poseían una única habilidad.

Me encantaba el decorado de los burdeles. Podían ser limpios o sucios, recargados o desnudos, bares o salas, pero las luces invariablemente eran suaves, y las gramolas, que siempre eran una extravagancia de luces de colores y cascadas de tubos de neón, parecían pequeñas ciudades fronterizas. Se podía jugar por dinero, con el corazón, el yo, la salud. Durante los meses siguientes tuve dos veces gonorrea y una vez sífilis, pero Montevideo no era Berlín, y uno podía confiar en que cualquier médico lo curase sin informar a nadie. En Berlín cada aventura parecía tener un costo probable, un pago virtual por adelantado; en Montevideo, una parte del mundo donde las mareas, llenas de cieno, lamían tranquilamente la costa, la infección era la consecuencia de un buen viaje.

Está de más decir que esta exploración que llevaba a cabo noche tras noche, sólo era posible porque una parte de mí estaba ahora más enamorada de Kittredge que nunca. Como ya no la engañaba con una sola estadounidense dura como la arcilla, sino que la rodeaba de todo un coro de su mismo sexo —aunque generalmente fueran pobres y sudamericanas—, no sentía vergüenza. Por el contrario, yo estaba lleno de interés, porque procedía sobre la base de que las mujeres que se parecen hacen el amor de una manera similar, hipótesis que puede ser tan buena como cualquier otra. Incluso llegaba a decirme que esa pérdida de inocencia, rápidamente adquirida, sería excelente para mi trabajo futuro en la Agencia. Después de todo, para nuestro trabajo el conocimiento de las personas formaba parte del poder.

Si bien al principio cada vez que entraba solo a un burdel mi coraje palpitaba con tanta fuerza como mi corazón, temeroso de que, como agente de la CIA, estuviera expuesto a secuestro, emboscada, tortura o engaño, esta ansiedad pronto fue remplazada por el reconocimiento de que el vicio y la violencia son comercialmente hostiles; en ninguna parte del mundo un hombre con mal vino era menos popular que en un burdel de Montevideo. El que hubiese aprendido el despreciable truco de dar propina al que echaba a la calle a los ebrios, sólo significaba que era experimentado y estadounidense. Como pronto descubrí, el verdadero peligro no era el peligro sino la soledad, las visitas corrosivas de la soledad. De pronto aparecía en mitad de una borrachera. Hubo una noche así en un prostíbulo llamado El Cielo del Húsar, cerca del puerto. Este cielo del húsar era una casa ruinosa y muy vieja, de comienzos del siglo XIX, que alguna vez habría tenido caballos en la sala, por lo que me recordó el Establo de Georgetown. Pero aquí había boquetes en las molduras y agujeros de ratas en las paredes; las hundidas camas tenían mantas sucias dobladas a los pies; las putas eran hoscas. Si estaba yo allí esa noche, era porque mi ánimo no era mucho mejor, e hice el amor a mi muchacha de un modo sorprendentemente mecánico, considerando cuan seriamente me tomaba el acto desde el momento que había pagado por él (en lo concerniente al dinero, los hábitos de los Hubbard eran muchas veces miserables). Por lo general trataba de elegir mujeres que ponían un ápice de arte o ceremonia en esa posible profanación de los eternos sacramentos (se puede sacar al muchacho de la capilla, me decía, pero no se puede sacar a St. Matthew's del muchacho). Me sentía muy solo, a pesar de la bebida. Esa misma tarde me había sentido tan confundido que llegué a preguntarme si Sally y yo, reconociendo todos los riesgos, no podríamos vivir como marido, mujer y nuevo hijo, aunque en seguida pensé que sería imposible, ya que la cabeza de la criatura habría sido aplastada por los últimos actos fálicos del marido anterior, Porringer. Así de morbosos eran mis pensamientos esa tarde, y siguieron siéndolo durante la noche en El Cielo del Húsar mientras sacudía un pedazo de carne debajo de mí. Decidí que cuando la carne es lo mismo que goma, uno ya ha caído en las garras de la depravación. Mientras intentaba obligar a las semidesmoralizadas tropas de mis ijares a que escalasen una embriagada colina más, oía desde los dormitorios a ambos lados del mío el largo gemido profesional de dos putas que se corrían junto con sus clientes, o fingían hacerlo; sus voces horadaban el frío de la noche sudamericana. La puta de mi izquierda gritaba «
Hijo, hijo, hijo
», mientras que la de mi derecha gruñía «
Ya, ya, ya
». Fue entonces cuando supe lo que significa sentirse el hombre más solo del mundo. Después de ascender laboriosamente por la árida loma de placer reservada para mí esa noche, me vestí apresuradamente y bajé para tomar una copa en el bar, que no terminé (era obvio que estaba llegando al fin de mi juventud si pagaba copas y no las terminaba), y salí de El Cielo del Húsar. Caminé hasta la cochera donde había tomado la precaución de dejar el coche.

En el camino, encontré a Chevi Fuertes. No era una coincidencia, sino un milagro. Así lo sentí yo. La visión de su gran bigote sonriente era un presagio providencial. Yo ya no estaba al final de la primera larga calle de mi vida, sino simplemente en la mitad de una mala noche que acababa de mejorarse. Fuimos a otro bar a beber juntos. Al cabo de quince minutos el sedimento de mi profesionalismo pareció reactivarse y me sentí lo bastante sobrio para pensar en el riesgo de que nos vieran juntos en público. Decidimos ir en mi coche hasta la playa de Pocitos a visitar a una querida amiga de Chevi, la señorita Libertad La Lengua, que esa noche, por ser jueves, no trabajaba. Creo que yo debería haber prestado más atención a la manera en que dijo señorita Libertad La Lengua.

27

10 de abril de 1958

Tarde por la noche.

Queridísima Kittredge:

Han pasado semanas desde mi última carta, pero no me siento obligado a pedir disculpas. Después de todo, tú me mantienes excluido de la Cueva de Drácula. Sin embargo, hay algo que quisiera contarte. Conocí a Libertad La Lengua. La legendaria Libertad.

Permíteme brindarte el contexto. Ocurrió el jueves pasado, gracias a Chevi Fuertes. Era una noche triste y lluviosa, y te echaba tanto de menos que te juro que podía sentir el olor de esas muías que murieron en tu sala hace cien años. Cuan lejos me parecía Georgetown. Aquí en Uruguay uno se siente en el fin del mundo, o, por lo menos ésos eran mis alegres pensamientos en el momento en que Chevi Fuertes tuvo la imperdonable audacia de llamarme al hotel. Por supuesto, cubrió el auricular con un pañuelo, de modo que debo admitir que no reconocí su voz. Es un bribón. Optó por hablar con un siseo, como si estuviera planeando una cita homosexual. (Dios, ¿y si el KGB me ha pinchado el teléfono? Piensa en todos los agentes extraños que me enviarían en los meses futuros. ¡Hubbard, la joya de los Andes!)

Bien, era una broma. Chevi sólo quería que lo llevase al piso franco en la playa de Pocitos. Un viaje demasiado largo para hacerlo en autobús. ¿Podía llevarlo yo? Kittredge, si alguna vez adiestro a oficiales de caso, lo primero que les diré es que aprendan a pescar. Hay que tirar hasta el momento en que se debe aflojar. Éste fue uno de esos momentos. Recogí a Chevi en un bar, y desde allí nos dirigimos al piso franco.

Aparentaba ser una reunión de rutina. Como recordarás, últimamente, de mala gana, como es su estilo, nos ha estado informando acerca del MRO, pero se queja de que estamos usándolo como delator. Los cuatro líderes del MRO cuyos nombres nos había proporcionado, estaban ahora en el hospital.

—Soy un estúpido —me dijo Chevi—. Es absolutamente seguro que Peones y su escuadrón de imbéciles trabajan para vosotros.

—Peones tiene sus propias fuentes de información —le dije, y Chevi se echó a reír.

—Podría hablarte de Peones —dijo—. Lo conozco bien. Crecí con él.

—¿Sí?

—En Montevideo todos se crían con todos. Peones es un matón peligroso.

—¿Sí?

—En última instancia, es un tonto.

—¿Por qué lo dices?

—Porque se me antoja. Si no se me antojara, no lo diría ni aunque me torturasen.

—De acuerdo.

—¡Por fortuna! —Pero estaba satisfecho de que lo tomara en serio—. Pedro Peones —prosiguió— está locamente enamorado de una prostituta que es amiga mía. La quiere tanto, que si fuera necesario, os traicionaría.

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