Sin embargo, el verdadero acontecimiento de ese fin de semana tiene lugar el domingo por la noche; después de la cena hace acto de presencia Benito Nardone. Frente alta, larga nariz en pico, labios sensuales, cejas pobladas y oscuras en forma de V y grandes ojos oscuros, un tanto inquietos, quizás obsesionados. Su aspecto no es el que había imaginado. En el peor de los casos, se parece al clásico pistolero de las películas. ¿Estaré pensando en George Raft?
Nardone pronuncia su discurso en la biblioteca ante los hombres que beben coñac y fuman cigarros. La atmósfera es solemne: volúmenes encuadernados en piel negra ocupan los estantes de madera casi negra. Llego a la conclusión de que Nardone, hijo del pueblo (su padre fue un italiano que trabajó como estibador en el puerto de Montevideo), atrae a esta gente precisamente porque no es uno de ellos; no tiene dinero, títulos ni familia que lo respalde. Comparado con ellos, podría ser un terrorista o un comunista, pero ya de joven rompió todo lazo con los izquierdistas para convertirse en el líder de la derecha. Mientras se va aproximando al meollo de su discurso, puedo ver la bola de dinero que corre colina abajo juntando más y más pesos, porque sabe dirigirse al centro del miedo y la ira de estos hidalgos y ganaderos. Les encanta oír lo que quieren oír, y empiezo a pensar que la política se construye exclusivamente sobre el consuelo que proporciona esta jerigonza.
—En estos tiempos —dice Nardone— un trabajador ya no piensa en dejarle a su familia más que lo que le fue dado. Hoy en día, el problema más acuciante del trabajador uruguayo es si retirarse con una jubilación parcial a los treinta y siete años, o con protección económica total a los cincuenta. Señores, nosotros no podemos ni queremos ser la Suiza o la Suecia de América del Sur. No podemos seguir manteniendo un Estado benefactor que alienta este tipo de inanición.
Lo aplauden, y aplauden mucho más cuando ofrece, como contraste con la vida holgazana y corrupta de los oficinistas de Montevideo, la trabajadora, honorable, virtuosa industria de los ganaderos y sencillos agricultores de las pampas, todos ellos verdaderos ruralistas. Por supuesto, todo el año he estado oyendo a los colorados decir que los trabajadores del campo son explotados sin consideración por los ganaderos. La faceta política de la noche me deprime. Vuelvo a darme cuenta de que, esencialmente, no sé nada de estos asuntos, y me pregunto por qué entré en la Compañía y me entregué a ella a lo largo de algo más de tres años cuando en realidad la política no me interesa, pues ya sé todo lo que necesito saber: a pesar de sus defectos, los Estados Unidos siguen siendo el modelo natural de gobierno para los demás países.
Nardone puede haber olfateado una vaharada de mis pensamientos, pues terminó ofreciendo «un saludo a la gran nación del norte, fundada y mantenida por la iniciativa privada». También fue aplaudido por esto, aunque creo que no tanto por amor hacia los Estados Unidos como por deferencia a los invitados extranjeros de Don Jaime Carbajal. Nardone, señalando a Hunt, agregó:
—Este distinguidísimo representante de nuestros amigos del norte a menudo ha iluminado mi entendimiento con sus ideas. Mi querido caballero jinete, el señor Howard Hunt.
—¡Viva! —grita la multitud.
Después de esto sigue el billar, y la cama. Pude haber aprovechado para hablarle a Nardone o a Hunt acerca de Libertad, pero vacilé. En realidad, este asunto me ha tenido sobre ascuas toda la semana. La curiosidad me impulsa a ayudarla; la cautela lo prohíbe. A la mañana siguiente volvemos a la ciudad.
En el viaje de regreso, pienso en mí y veo que he llevado en Uruguay una vida de reclusión, pero eso es lo que he querido. A excepción del partido de polo, la verdad es que no disfruté en absoluto de la visita a la estancia. Tanta pampa me aburría. Por supuesto, había bucólicos bosquecillos de plátanos de hojas blancas junto al recodo de un tranquilo arroyuelo, y un sol que iluminaba con su luz dorada los pastos altos, pero pienso también en algunas de las aldeas por las que pasamos en nuestro viaje de vuelta, barriadas pobres de chozas de tejados de lata que golpeaban igual que postigos sueltos ante una brisa un poco fuerte. En estas pampas hay un viento constante al que llaman «la bruja», y me volvería loco si tuviera que vivir allí.
Kittredge, espero que esta carta te resulte satisfactoria. En las pampas, escuchando a la bruja, me pregunté cuál será tu situación y si estarás en peligro, en problemas, dificultades, o simplemente sufriendo como yo por alguna pequeña dislocación del alma.
Animo y cariños,
HARRY
P. D. En el viaje de vuelta, Dorothy volvió a quedarse dormida, lo que aproveché para mencionar el tema de Libertad. Cuando dije que la había conocido, la curiosidad de Hunt se despertó.
—¿Cómo ocurrió?
Improvisé una historia bastante razonable. Le dije que me la había presentado AV/ELLANA, nuestro cronista de temas de sociedad, en El Águila.
—Le advierto —dije— que busca que le presenten a Benito Nardone.
—Esa es una petición que puede archivar en el departamento de sueños imposibles —respondió en el acto. Al cabo de un breve silencio me dio un golpecito en el brazo—. Lo he reconsiderado y creo que la idea de conocerla me gusta. Puede darme algún informe sobre Fidel Castro. Cómo se porta
in camera
, por ejemplo.
Decidimos arreglar un almuerzo para mañana martes. Hunt ha elegido un restaurante pequeño y convenientemente alejado, en el bulevar Italia. Te aseguro, Kittredge, que ya antes de verlo sabía cómo sería el lugar: lo bastante indefinido para garantizarnos que Hunt no se toparía con ningún conocido. He decidido ser pródigo, y te escribiré otra buena carta mañana por la noche, contándote lo ocurrido.
16 de abril de 1958
Queridísima Kittredge:
El almuerzo empezó con un giro inesperado que yo debí haber anticipado. Habíamos arreglado con Chevi que Libertad iría sola, pero no lo hizo. Por el contrario, entró en el restaurante acompañada nada menos que por el señor Fuertes.
Si bien Hunt no conocía a nuestro agente estrella, AV/ISPA (ya que, por fortuna, nunca hubo una crisis apremiante que justificara una presentación), te aseguro que pasé por un mal momento. Aunque Hunt pareció aceptar la capacidad de su escolta («Mi amigo e intérprete, el doctor Enrique Saavedra-Morales», dijo), yo no hacía más que repetirme «Deja de preocuparte. Deja de preocuparte. ¡Tranquilízate!»
Entretanto, Libertad estaba radiante. Puede que Hunt se haya derretido un poco ante tanta incandescencia.
—Señorita —dijo en su mejor español—, admiro su idioma y prefiero que hablemos en él, aunque para mí no resulte sabio ni prudente. —Ante estas palabras, ella se echó a reír, supongo que para infundirle ánimos—. Quizá mi habilidad no requiera el uso de un intérprete, aunque doy la bienvenida a su amigo, el doctor Saavedra. —Volviéndose hacia Chevi, agregó—: ¿No estará usted emparentado con Don Jaime Saavedra Carbajal?
—Somos parientes lejanos —dijo Chevi —. No sé si él reconocería a esta rama pobre de la familia.
Yo me sentía dentro de un avión excesivamente cargado que ahora, al borde mismo de la pista, lograba remontar el vuelo.
Pedimos la comida. Era precisamente el tipo de restaurante de precios módicos que me había imaginado. El menú era limitado, la mantelería, si bien no totalmente amarillenta, le había dicho adiós al blanco. Las mesas estaban ocupadas por unos cuantos comerciantes locales en un extremo, y dos damas de mediana edad en el otro. El camarero tenía el aspecto de estar lleno de deudas y cargado de billetes de lotería inútiles. Sí, Hunt había elegido un lugar donde nadie repararía en nuestra poco ortodoxa reunión, o en ninguna otra.
De camino al restaurante, me había preguntado:
—¿Conoce Libertad mi nombre?
—No hay duda de ello.
—¿Y mi función?
—Yo diría que sí.
—Entonces, tendré que informar a Peones de la reunión.
—¿Debe hacerlo? No creo que ella le diga nada.
—No, no lo hará, ¿verdad? No ganaría nada.
—No, señor.
Chasqueó la lengua.
—Bien, no dejaremos que esto se convierta en una locura —dijo.
Considerando las circunstancias, te imaginarás cuánto lugar le dejó a Libertad para que desplegara sus mejores trucos. Obviamente, el primer tema de su agenda era despertar la galantería del señor E. Howard Hunt, pero los encantos de la dama caían en saco roto: el encanto, cuando no está relacionado con la prominencia social, tiene escaso impacto en Howard.
Por lo tanto, después de su primer discurso, él fue de inmediato al grano. Apenas empezábamos nuestros martinis (que, gracias a Dios, Howard había insistido en preparar personalmente en la mesa) empezó el interrogatorio a la señorita Paraíso.
—¿Qué puede decirme de Fidel Castro? ¿Lo conoció en Cuba? —preguntó Howard.
Era demasiado pronto. Chevi se permitió mirarme a los ojos por primera vez desde que nos habíamos sentado; su expresión era tan desgraciada como mis sentimientos.
—Sí —dijo Libertad—. Fidel Castro está en las montañas ahora.
—Sí —dijo Hunt—. Eso ya lo sé.
—En Sierra Maestra —agregó ella.
—Exactamente —dijo Hunt—. Pero, ¿cómo lo conoció?
Yo sentí vergüenza. Los interrogatorios no eran la especialidad de Howard, pero realmente podría haberlo hecho mejor. No hubo prefacio ni, por cierto, incentivo. Ni siquiera se permitió intercambiar con ella la promesa de una mirada.
Aun así, Libertad trató de ser amigable. Estaba preparada para pagar en efectivo.
—Fidel Castro —dijo— tuvo un idilio con mi mejor amiga de La Habana. Por supuesto, ahora que está en las montañas, mi amiga no lo ve tan a menudo como antes.
—Pero ¿lo sigue viendo?
—De vez en cuando él entra disimuladamente en La Habana. Entonces se ven.
—¿Qué más hace en La Habana?
—Según me han informado, obtener dinero y reunirse con ciertos grupos.
—¿Estuvo usted presente en alguna de esas reuniones? —Sólo una vez, pero con el propósito de informar a mi buen amigo, Fulgencio Batista, acerca de lo que se decía. El señor Castro habló como un revolucionario enfadado y dijo: «Fulgencio es apoyado por los yanquis».
—¿Usted le oyó decir eso?
Ella asintió.
—¿Conoce al señor Castro en algún otro sentido?
—Durante mi estancia en Cuba —respondió Libertad—, sólo viví con un hombre, así como ahora sólo vivo con su amigo, cuyo nombre no es necesario mencionar.
—No es necesario hacerlo —convino Hunt.
—Soy leal con el hombre al que admiro. Cuestión de principios.
—Una actitud digna de elogio, sin duda —dijo Hunt.
—Sí, señor. No conozco íntimamente a Fidel Castro, si a eso se refiere. Pero mi amiga me contó muchas cosas.
—Muy bien —dijo Hunt—. Vamos a los detalles.
—Es como otros hombres —dijo, al tiempo que nos dedicaba una sonrisa llena de comprensiva sabiduría.
—¿En qué sentido?
—Es joven y fuerte. Un poco tímido. Habla de política a las mujeres.
—¿Esta información proviene de su amiga —preguntó Hunt—, o es un chisme generalizado?
—En lo esencial —dijo Libertad—, es como otros hombres cubanos. Egoísta. Lo normal.
Hunt no dejó entrever que hasta el momento sólo había obtenido la información de que Fidel Castro era normal.
—¿Con qué frecuencia va Castro a La Habana?
—Quizás una vez al mes —dijo Libertad.
Suspiró, como para sugerir que había hablado demasiado. Entonces habló Chevi.
—¿Diría usted que no está satisfecho con la información que le ha dado mi querida amiga la señorita Libertad La Lengua?
—Estaría satisfecho con cualquier respuesta de su encantadora compañera —respondió Hunt—, pero, según mis fuentes, Fidel Castro no ha bajado de las montañas en los dos últimos años.
—Si Libertad La Lengua dice que Castro ha estado en La Habana —dijo Chevi— yo estaría dispuesto a dudar de mis fuentes.
—Por supuesto que respeto la opinión de la dama. Haremos investigaciones adicionales —dijo Hunt.
—Un sabio curso de acción —contestó Chevi.
Se hizo un silencio que al cabo de unos instantes Libertad rompió diciendo:
—He oído que su amigo el señor Benito Nardone es un hombre solitario.
—A mí me parece un hombre atareado —dijo Hunt, y puso las manos sobre el mantel, los dedos extendidos, como si quisiese rechazarla.
Por su parte, Libertad colocó las manos sobre los dedos de Hunt, movimiento que yo no habría aconsejado.
—Quiero que usted le diga a Benito que es el hombre más atractivo que he visto jamás. No hablo sólo de Uruguay, sino de todos los países que he recorrido —dijo ella.
Hunt liberó los dedos.
—Querida mía —dijo—. Podría llevarle cincuenta mensajes de damas tan atractivas como usted, pero no lo hago. Ésa es la base de nuestra relación.
Los ojos de Libertad brillaron.
—¿No haría eso por mí?
—Debe contentarse con su maravilloso y fuerte amigo —dijo Hunt.
La pausa fue tan larga que me hizo pensar que Hunt se pondría de pie para irse; nadie había tomado en cuenta su genio. Chevi volvió a intervenir.
—Permítanme que les diga mi opinión —murmuró.
Hunt asintió.
—Soy un pobre profesor de lenguas clásicas —prosiguió Chevi—, un hombre que debe conformarse con su poder de observación.
Te aseguro, Kittredge, que no podía creer en la audacia de Chevi. Ya era bastante malo llamarse Saavedra, ya que si Hunt sentía curiosidad podía consultar a Don Jaime acerca de las ramificaciones menos augustas de la familia, pero decir que era un profesor de lenguas clásicas era el colmo. Si recordaba bien, Howard había asistido a varios cursos sobre civilización griega y latina en Brown. No puedo decir que me sintiera tranquilo con el nuevo curso de los acontecimientos.
—Al observarlo, señor —dijo Chevi — , no puedo por menos que aplaudir su espíritu incisivo. Es usted un hombre que hace avanzar los asuntos. De modo que, a pesar del abismo que separa nuestras mutuas situaciones, me atrevo a invitarlos a una copa a usted y a su amigo.
—Acepto —dijo Hunt—, siempre que pueda seguir preparando los martinis.
—Sí —dijo Chevi—. Usted preparará los martinis, los beberemos, y yo pagaré la vuelta.
—Todo se solucionará al final —dijo Hunt.
—Admiro el inglés que se habla en los Estados Unidos, no en Inglaterra —dijo Chevi—. Un idioma tosco, pero apropiado. Apto para los gladiadores y soldados del nuevo imperio. Se parecen ustedes mucho a los romanos.