—¿Sería necesario?
—¿Quién puede decirlo? Aparentemente, no. La mujer, la señorita Libertad La Lengua, es una capitalista primitiva. La acumulación de capital es todo lo que le interesa. ¿Por qué querría que Peones traicionase a cualquiera de vosotros?
—Los hombres de negocios siempre pueden distanciarse.
—Muy jocoso —dijo Chevi.
—¿Jocoso?
—Gracioso. Ella lo instaría a que os traicionase sólo en el caso de que le conviniese. Si los rusos, por ejemplo, le hicieran una oferta que ella no pudiera rechazar, induciría a Peones a que trabajara para ellos.
—Debe de ser impresionante.
—Absolutamente. Cuando la conozcas, te darás cuenta de lo que quiero decir. Tiene poderes únicos.
—Sí, pero ¿cuándo la conoceré?
—Esta noche. En su casa. —Se situó frente al teléfono del piso franco—. Peones siempre visita a esta dama los jueves por la noche. Temprano. Los jueves por la mañana asiste a la primera misa, pasa la tarde con su familia, y cuando llega la noche pasa un rato con ella, quien lo recibe en su casa. Después, se marcha. Ella espera mi llamada. ¿Uso este teléfono?
—¿Es necesario?
—No. Me está esperando.
—¿Quién le dirás que soy?
—Un amigo estadounidense que trabaja para el Departamento de Estado.
—¿Le dirás que tú, un comunista, te juntas con americanos del Departamento de Estado?
—No le interesa la política.
—Chevi, no puedo ir.
Se echó a reír.
—No le he contado nada. Diré simplemente que eres un estadounidense con mucho dinero, parte del cual podrías gastar.
—¿Y si yo quisiese comprar sus servicios?
—No son servicios. Son ofrendas.
—¿Estás enamorado de ella?
—Sí.
—¿Pero no te molestaría que yo comprase sus servicios?
—La realidad es que es una cortesana, y lo acepto.
—Quizá sea una cortesana, pero no tengo dinero para pagarle.
—Yo diría que no.
Kittredge, realmente hablamos en este tenor. Según las instrucciones de la Agencia, uno no debe ser tan amigable con un agente, pero hemos accedido a esta relación. De hecho, ambos sabemos que si bien de tanto en tanto voy a un burdel —no te burles de esta simple necesidad— jamás me atrevería a involucrarme en esta clase de precipitada transacción financiera a la que este tipo de mujer podría inducirme. Además, es algo potencialmente comprometedor. Tenemos su legajo, cortesía de la división del Hemisferio Occidental, y por él sabemos que en La Habana se relacionaba con ambos bandos, el de Batista y el movimiento clandestino de Castro. Es esta duplicidad de relaciones lo que me decide a acompañar a mi agente en esta visita. Hunt tiene la inclinación positiva. Le gusta apoyar acciones que prometen. Siempre puedo decirle a Howard que fui para examinarla. Si tiene simpatías izquierdistas que siguen activas, necesitamos saber más sobre ellas. Imagínate cómo podrían llegar a influir en Peones, si es la mitad de poderosa de lo que se dice.
De modo que fuimos. Vivía en otro edificio alto de apartamentos, un poco más allá de Boris y Zenia. Me sorprende que tantas personas que podrían vivir en un lugar mejor escojan estas viviendas monótonas e inexpresivas que miran a un plácido mar pardusco. El apartamento de ella es un ático en el piso dieciséis.
Mientras nos dirigimos a su casa, noto que Chevi está en un estado de ánimo inusual. Por ejemplo, insiste en que crucemos la Rambla a pesar del tráfico que corre a toda velocidad, una empresa arriesgada durante el día y francamente peligrosa por la noche. Después del riesgo autoinducido, se siente justificado para volverse y lanzarle un insulto al conductor que a punto estuvo de rozarnos. Después insiste en que nos descalcemos y corramos por la playa, con los pantalones arremangados y los zapatos en la mano, por un sendero iluminado por la luna. Me pregunto por qué hará este desvío y de pronto me doy cuenta de que es para describir las relaciones sexuales de Libertad La Lengua y Pedro Peones. Para eso se necesita un trasfondo especial.
—En una ocasión —dice Chevi—, me dijo: «Ninguna mujer conoce a los hombres mejor que yo. Me acerco a mi visitante como si fuera un enigma de lógica, un laberinto. Cada hombre tiene una cerradura para la cual sólo yo puedo encontrar la llave».
—Chevi —protesto—. Libertad no puede hablar de esa manera.
—Pues así habla. En parte porque le he enseñado mucho. He hecho que leyese a Borges. ¿Has leído a Borges?
—No.
—Nunca lo hagas. En cinco páginas te resume el sin sentido de los próximos diez años de tu vida. De tu vida, especialmente.
Aquello me molestó.
—Disfruta de lo absurdo de tu vida —dije—, que yo me encargaré de la mía.
Rugió de risa. Había conseguido que el Coloso del Norte perdiera la paciencia. Aun así, yo no creía que Libertad hablase de cerraduras y laberintos.
—Borges o no —dije—, ninguna persona puede conocer a otra tan bien como esa mujer pretende.
—Ella sí —dijo Chevi.
—¿A ti cómo te hace el amor?
—Eso es sacrosanto.
—De modo que optas por no probar lo que sostienes.
—Te diré cómo le hace el amor a Pedro Peones.
—Sí, ¿cómo?
Volvió a rugir de risa. Pateó la arena mojada con los pies descalzos. Luego procedió a darme detalles.
Kittredge, es un tema chocante, y prefiero no transmitirte sus palabras, que no sólo pusieron a prueba mis conocimientos del argot de Montevideo, sino de expresiones que había recogido en Harlem. Sólo te diré que el español es un poco menos funcional. Chevi hizo su descripción con una continua oscilación de risitas que destrozaron mi sentido de la dignidad. Tan lleno estaba de culpa disimulada y de alegría. Supongo que se debía a su educación católica y a su desdén típicamente latino. Por Dios, estos uruguayos están obsesionados por la carne y, como imaginarás, por el capitolio de la carne: el culo. Ahora sé dónde creen los latinos que se esconde el diablo.
Al parecer, Pedro se acuesta en la cama de Libertad con las nalgas al aire. Libertad, vistiendo lo que Chevi describe como «elegante ropa de cuero», procede a darle una zurra. Pedro Peones, grande como una morsa, se acuesta con el vientre apoyado sobre dos almohadas, de tal manera que sus nalgas parecen, según dice Chevi, «dos melones gigantescos»; entonces, ella lo golpea ligeramente con el látigo, deteniéndose sólo cuando el dolor hace que las comisuras de los labios de Pedro se llenen de espuma. Una vez hecho esto, procede a morderlo, ocupación precisa que deja la carne cubierta de marcas de dientes como si se tratara de cimitarras prolijamente dispuestas. Después de esto, Pedro comienza a emitir un canturreo, mezcla de sollozos, dolor, culpa y placer. Ella canta: «
Ay, Pedro, mi peón, mi pene pequeño, mi perdiz, mi perfidia, mi pergamino, mi perla, mi permanganato, mi pernicioso pedazo de pechuga, mi pelado culo, mi pepino persa, mi perseguidor, mi pérsico, mi pezuña, mi pétalo, mi peonía, mi pedúnculo, mi peste, mi petardo, mi picarote
». Después de haber deleitado los oídos de Pedro con sus aliteraciones y mordido y azotado sus nalgas, ella se inclina, susurra «
Vaya con Dios, ya, ya, ya»
, y le da, sí, Kittredge, un largo beso
suh cauda
, momento en que Peones, según mi informante, pronuncia un gran juramento —«
Madre de Dios
, y moja las almohadas con «grandes cataratas», según Chevi.
Temo que ha sido una descripción demasiado absorbente, y cuando Chevi termina, me niego a creerle. Sí, me dice, éstas eran las palabras exactas de Libertad a Pedro Peones, tal cual ella se las transmitió, y Chevi me dio su palabra de hombre, amante y pérfido agente. Siempre habla de esta manera cuando se deja llevar por un cuento. Luego agrega:
—Éste es el retrato verdadero de tu matón, Peones, maestro de imbéciles. Éste es su placer. La tierna, oculta faz del sádico.
—¿Sigues enamorado de Libertad después de tales prácticas?
—Ella me informa sobre sus actos. Ésa es la prueba de su amor. Por supuesto, no puedes entenderlo. En tu país, las prácticas religiosas han sido privadas de la profunda transacción humana de la confesión.
¿Sabes? Hay veces en que creo que Chevi se convirtió en espía para no perder la oportunidad de transmitirnos su baja opinión de nuestros méritos, costumbres y moral.
Bien, no demoraré más mi descripción de Libertad. Subimos en el ascensor, tocamos el timbre de la puerta de su apartamento, y allí está ella. Todo lo que sé es que estoy en presencia de una criatura. Es extraordinaria. Si el brillo de la luz de una vela es de un rubio pálido, entonces ella es más rubia que el fuego. Veo un halo de pelo platinado sobre un rostro en forma de corazón, con hoyuelos, ojos profundos, una misteriosa mirada azul y una boca, ah, una boca escarlata que tal vez sea un poco carnosa y demasiado fuerte. Estoy contemplando un ángel con un corazón como un panal lleno de azúcar y voracidad. Tal es mi primera impresión. Jean Harlow está ante mí. Mi segunda impresión es que camina como nunca vi que lo hiciera mujer alguna. «Hola —dice en inglés con una voz profunda y ronca—. Entren, por favor.» Con eso, gira sobre sus talones y nos conduce, cruzando la sala, hasta el terrado, donde nos acercamos a la balaustrada y contemplamos el mar, dieciséis pisos más abajo. Se ha movido con rapidez, como si no quisiese que mirara su rostro demasiado tiempo a la luz. Tal vez tenga más años de lo que esperaba, quizá diez años más que Marilyn Monroe y veinte menos que Mae West, pero, ¡qué manera de caminar! No necesita dar precedencia a ninguna otra mujer. Tiene unas pantorrillas exquisitas y unos muslos leoninos. Hasta el propio tiempo se queda sin aliento cuando ella se digna moverse. Hablo de la Harlow, la Monroe y la West. Pertenece a ese grupo, a ese bando sexual tan seguro de su esencia como el dólar de su color verde. Libertad es un avatar del sexo. Me siento en presencia de una diosa y por primera vez comprendo cómo debe de ser conocer a una estrella de cine.
Pero debo confesarte la verdad: no es agradable, sino exorbitante, encontrarla tan increíblemente atractiva. Por primera vez desde que te conocí en la Custodia, me he sobrecogido.
Y todo lo que dijo fue «Entren, por favor». Ahora, en el balcón, busca una cartera de plata que hace juego con su vestido de lame plateado. (Esto no puede ser lo que viste cuando usa sus látigos; no, debe de haberse cambiado para nosotros.) Apenas saca un cigarrillo, Chevi está sobre ella con su mechero. Le da fuego. Ella inhala. El momento tiene algo de fervor. Pienso en un capellán del St. Matthew's que solía hacer la señal de la cruz tan extremadamente concentrado, que uno podía sentir la agonía del Señor en el pecho cuando su brazo extendido trazaba el ademán horizontal. Ahora, me abruma la solemnidad de un mechero llevado hasta la punta de un cigarrillo. Nunca he estado en compañía de una mujer tan profundamente femenina. Siento como si tuviese ante mí una imagen de las altas sacerdotisas de la antigüedad, y es por ello que la descripción que hizo Chevi aparece distorsionada por la violencia cómica implícita en su narración. Los sacramentos que recibía Peones eran del Diablo. Siento que estoy al borde de traicionarme para siempre. No sé cómo. Estudio hasta el menor de sus movimientos. Las artes de todas las mujeres atractivas que habrá conocido parecen haber sido absorbidas por una sola persona. Debe de ser únicamente Omega. ¿Dónde están los tajos y las ronchas del tosco mundo cotidiano? Tampoco puedo apartar la mirada de sus pechos. Por la luz que llega a la terraza, parecen grandes, maravillosamente bien formados y misteriosos en un escote tan profundo como su voz.
Pronto no puedo por menos que darme cuenta de que ella es consciente de mi ocupación; está claro que ordenó a Chevi que me condujera hasta allí.
—¿Le gusta su trabajo? —pregunta, con acento sureño.
—Su inglés es bueno —respondo.
—Me lo enseñó un compatriota suyo —dice.
—Un tejano rico —agrega Chevi—, en La Habana. Era su protector.
—Mi protector —repite ella, como si el hombre fuera a vivir para siempre con ese sello distintivo.
—Un amigo del embajador estadounidense en Cuba —dice Chevi.
—Uno de los suyos —dice Libertad.
—Que alguno de mis compatriotas rehusare convertirse en su protector me resulta inconcebible —digo.
Pero el comentario cae en el vacío. Me pregunto si su inglés no consistirá solamente en treinta y ocho frases útiles.
—Uno de los suyos —repite Libertad.
—Quizás está diciendo que le gustaría conocer a otro —agrega Chevi.
—El señor Howard E. Hunt —dice ella.
—Ah —digo, algo confundido—. En este momento está muy casado.
Confieso que la idea de que esa presentación tenga lugar me atrae repentina y curiosamente.
Ella se encoge de hombros, gesto que acompaña con un movimiento de labios, como diciendo «¿Qué puede importar eso?», y regresa a la sala. Es impresionante. La ha amueblado con una mezcla de Reina Ana, Luis XIV, Duncan Phyfe y colonial español. Todas las molduras de madera están doradas a la hoja. Por todas partes hay almohadones de satén, y nuestros pies pisan una costosa alfombra de colores brillantes, cuya única virtud quizá resida en la cantidad de éstos. Por Dios, ¡cuánta fuerza hay en la vulgaridad! Su sala parece un nido de amor en el escaparate de una mueblería. Hasta los ceniceros son enormes como fruteros.
Sigue obsesionada con E. Howard Hunt. El señor Hunt, ¿no es amigo íntimo de Benito Nardone?
—¿Está hablando del político —pregunto—, del líder de los ruralistas?
Chevi chasquea la lengua aparentemente disgustado.
—Sabes muy bien que es candidato a presidente del Uruguay.
—Sí, lo sé —reconozco.
Libertad nos dedica una amplia sonrisa. Su presencia parece todavía una promesa de pago. Empiezo a reconocer que, al igual que un atleta importante, una cortesana es una fuerza concentrada sólo en un objetivo, y el de esta mujer es conocer a E. Howard Hunt, quien le presentará a Benito Nardone. Por supuesto.
—Nardone hace mucho ruido ahora —respondo, pues estoy bien enterado—, pero no tiene posibilidades. Los colorados han venido ganando las elecciones durante los últimos cien años.
—Este año —dice Libertad— ganarán los blanco-ruralistas. Nardone será el vencedor, y su Howard Hunt me lo presentará.
Su singularidad de propósito me resulta insultante. Tengo que reconocer que no me ve más que como un paso dentro de una serie. Por supuesto, aún me siento envuelto en la nube de su feminidad, pero me pregunto si no estoy frente a una fuerza que, por muy íntimo que sea el tono de su voz, está allí para todos, como el viento.