—Bien, señor —dije, recordando el discurso que había estado esperando poder hacer—. Siento que, en caso de tener que hacerlo, podría soportar un juicio frente a un tribunal internacional. —Cuando mi interlocutor me miró, agregué, no sin cierta astucia—: Lo que quiero decir es que, si bien soy una persona moral, estoy dispuesto a participar en actividades en las que puedo llegar a ser enjuiciado en mi propio país o, si fuese necesario, a morir por él.
Tuve más dificultades con el detector de mentiras. Era la prueba que más temor infundía. Aunque nos advirtieron que no habláramos de ella con los candidatos que ya la habían realizado, apenas pudimos nos reunimos con ellos. Dijeron tan poco como les fue posible y consumieron enormes cantidades de cerveza.
Todavía veo la transcripción de mi entrevista polígrafa. Es una transcripción imaginaria. Lo que nos dijimos el entrevistador y yo en esa ocasión no puede ser lo que recuerdo ahora. Ofrezco, por lo tanto, un recuerdo falso, aunque impreso en mi memoria. Retrospectivamente, la cara del entrevistador es de mandíbulas largas; usa gafas. Luce tan gris como el personaje de una película en blanco y negro. Por supuesto, estábamos instalados en un cubículo color blanco sucio cerca de un largo salón lleno de gente en una construcción llamada Edificio 13, y mucho de lo que recuerdo de esos días invernales llega hasta mí en blanco y negro.
Ofrezco lo que conservo en la memoria. En esta transcripción reconstruida lo único que cito es lo que sigue siendo psicológicamente real para mí.
INTERROGADOR: ¿Tuvo alguna vez una experiencia homosexual?
CANDIDATO: No, señor.
INTERROGADOR: ¿Por qué tiene una reacción tan extensa?
CANDIDATO: No sabía que la tuviese.
INTERROGADOR: ¿De verdad? A la máquina le está dando lo que llamamos un acceso.
CANDIDATO: ¿No puede la máquina dar una interpretación equivocada?
INTERROGADOR: Usted está diciendo que no es homosexual.
CANDIDATO: Efectivamente, no lo soy.
INTERROGADOR: ¿Nunca?
CANDIDATO: Una vez estuve cerca, pero resistí.
INTERROGADOR: Muy bien. Lo entiendo. Prosigamos.
CANDIDATO: Muy bien.
INTERROGADOR: ¿Se lleva bien con las mujeres?
CANDIDATO: Eso ha sido comprobado en muchas ocasiones.
INTERROGADOR: ¿Se considera normal?
CANDIDATO: Absolutamente.
INTERROGADOR: ¿Por qué aparece una ligera ondulación?
CANDIDATO: ¿Me está pidiendo que ofrezca una respuesta voluntaria?
INTERROGADOR: Permítame decirlo de otra manera. ¿Hay algo que haga usted con las mujeres que el consenso social pueda considerarlo fuera de lo normal?
CANDIDATO: ¿Se refiere a... actos anormales?
INTERROGADOR: Especifique.
CANDIDATO: ¿Puede hacerme una pregunta específica?
INTERROGADOR: ¿Le gusta que le succionen el pene?
CANDIDATO: No lo sé.
INTERROGADOR: Reacción prolongada.
CANDIDATO: Sí, señor.
INTERROGADOR: ¿Sí señor qué?
CANDIDATO: Sí a la succión del pene.
INTERROGADOR: No tiene por qué mostrarse triste. No es algo que evite que lo aceptemos. Por otra parte, sería perjudicial para usted que mintiera en esta prueba.
CANDIDATO: Gracias, señor, lo entiendo.
Percibo el olor de la vieja transpiración. Le estaba mintiendo al detector de mentiras: todavía era virgen. Aunque dos tercios de mi clase de Yale probablemente también lo era, cualquier cosa era preferible a confesarlo. ¿Cómo era posible que un hombre de la CIA fuese virgen? Con el tiempo, me enteraría de que otros muchos candidatos habían mentido para proteger el mismo secreto. Eso estaba bien. Mediante las pruebas se buscaba descubrir si el hombre era vulnerable al chantaje. No obstante, los graduados universitarios bien criados, aun cuando mintiesen acerca de su experiencia amatoria real, podían ser aceptados tal cual eran.
Durante esas semanas de pruebas, viví en el YMCA y compartí las comidas con otros candidatos. La mayoría provenían de universidades estatales y se habían especializado en ciencias políticas, deportes, idiomas, relaciones internacionales, economía, estadística, agronomía o en cualquier otra disciplina. Por lo general, uno de sus profesores había mantenido con ellos una conversación exploratoria, y si se comprobaba que existía interés, recibían una carta en la que se hacía mención a una importante carrera gubernamental con tareas en el extranjero. Debían remitir su respuesta a un apartado postal de Washington, D.C.
Yo fingí haber tenido una experiencia similar, pero dada mi ausencia de especialización en política, economía o psicología aplicada, dije haber hecho algunos cursos sobre marxismo. Ninguno de mis nuevos conocidos sabía nada acerca de eso. Seguí haciéndolo, hasta que conocí a Amie Rosen, cuyo padre era primo tercero de Sidney Hook. Quizás en homenaje a sus lazos familiares, Rosen había leído en su adolescencia a Lenin, Trotski y Plejanov, no para convertirse en un defensor de esas ideas, me aseguró, sino para erigirse en su futuro antagonista. Así me lo dijo una mañana, mientras comíamos tortitas y salchichas para el desayuno: «Desde el primer momento me di cuenta de los elementos absurdos en las teorías de V. I. Lenin». Sí, ése era Rosen, graduado con honores, miembro del Phi Beta Kappa de Columbia. Lo detestaba profundamente.
Esas cuatro o cinco semanas las pasé, como los demás candidatos, yendo de un edificio a otro en el complejo I-J-K-L, un grupo de cuatro largas construcciones que desde el Lincoln Memorial, y a lo largo de la Reflecting Pool, llegaban hasta el monumento a George Washington. Durante las grises y áridas mañanas de invierno esos edificios no se diferenciaban en mucho de las fotos que había visto de Dachau: los mismos largos cobertizos de dos plantas que no parecían terminar nunca. Nos amontonaban en recintos construidos apresuradamente durante la Segunda Guerra Mundial para alojar oficinas gubernamentales. Como otras instalaciones estaban dispersas en calles laterales o en bellísimas casonas antiguas, había autobuses especiales del gobierno que nos llevaban de edificio en edificio en esa zona conocida como Foggy Bottom. Respondíamos cuestionarios y caminábamos tímidamente en grupos, con el aspecto inocultable de reclutas.
Mientras tanto, como he dicho, yo simulaba ser igual a mis nuevos amigos. En verdad, esta experiencia estaba tan disociada de todo cuanto había conocido en Yale, que me sentía como un extraño en mi propio país. Esta sensación se apoderaba de mí por lo general cuando escuchaba una conferencia en una de nuestra ubicuas aulas con sus paredes amarillentas, su pizarra, la bandera de los Estados Unidos en su respectivo soporte, la alfombra gris oscuro a prueba de manchas y los pupitres. Tanto mis compañeros de clase como yo llevábamos el mismo corte de pelo al rape característico de los buenos patriotas (lo cual puede aplicarse a un ochenta por ciento de nosotros), y si nuestro comportamiento colectivo podía ubicarse en algún punto entre el YMC A y la Escuela para Negocios de Harvard, eso no quería decir que yo fuese como los demás. Estaba descubriendo entonces lo poco que sabía acerca de mis compatriotas, al menos de aquellos que, como yo, trataban de ingresar en la CIA. Tampoco me sentía del todo real. Al pensar en ello, llegaba a la conclusión de que se trataba de un viento familiar en mi puerto solitario.
En ocasiones visitaba la casa que Kittredge y Harlot habían comprado sobre el canal de Georgetown el primer año de casados; esas veladas estaban cargadas de estímulos para mí. Algunos de los invitados eran magníficos. Una noche conocí a Henry Luce, y en un aparte considerablemente prolongado me informó que conocía a mi padre. El señor Luce tenía pelo blanco y enormes y pobladas cejas negras. Su voz se puso ronca al decirme: «La vida que estás a punto de tener es maravillosa. ¡Decisiones fundamentales, y lo mejor de todo es que ocurrirán! En ciertas ocasiones me he embarcado en empresas superiores a mis fuerzas o contrarias a mis propios intereses, pero puedo decirte, Harry, ya que compartimos el mismo diminutivo, ya sea por Herrick o por Henry, que no hay comparación posible. ¡Lo que cuenta es que se hace por un ideal superior, Harry!». Como un reverendo, no me soltaba. Finalmente me quitó la mano del hombro. Yo no podía pensar siquiera que no le estaba agradecido por el discurso, ya que después de una noche con los Montague debía regresar junto a mis pobres compañeros en el YMCA para encontrarlos a la espera de dónde sería arrojado el siguiente hueso. Pero yo me sentía como un perro radiactivo. Por dentro, brillaba. Había visto la Compañía, y existía. La CIA no era simplemente esos largos edificios como cobertizos, ni los olores desagradables de personas amontonadas en despachos diminutos, ni inquisidores que miraban de soslayo y ajustaban cinturones e instrumentos en el cuerpo de sus víctimas. No, la CIA también era la agencia de los elegantes, reunidos secretamente para librar una batalla tan noble que uno podía, y debía, caminar penosamente sobre barro y al borde de los abismos. ¡Ah, aquellas noches en la casa del canal! De hecho, fue Harlot quien, al día siguiente de mi última prueba, me informó que estaba dentro, que había sido admitido. Mis compañeros del YMCA tendrían que esperar tres días más para obtener la información, mientras yo, que sufría con el secreto que no podía revelarles, descubría que retener una confidencia cuando uno desea comunicarla es comparable a tener sed en un día de calor insoportable.
Después de ser aceptados, nos presentamos una mañana para nuestra conferencia de orientación. Alrededor de un centenar de reclutas fuimos llevados en autobús de la oficina de Personal de la calle Nueve hasta una antigua casa de cuatro pisos, con tejado estilo reina Ana, detrás del Departamento de Estado. Allí nos amontonamos en un pequeño auditorio del sótano. Un hombre que estaba sentado en un escenario, y que podría haber sido un profesor de una de las mejores universidades del Este, se puso de pie para recibirnos.
—En caso de que algunos de ustedes se lo estén preguntando, ahora trabajan para la CIA.
Nos reímos. Aplaudimos. Caminó hasta un atril cubierto por una tela. Sacándola con un movimiento brusco, reveló el primero de nuestros esquemas: un diagrama de la organización. Con ayuda de un puntero, nos informó que la Agencia tenía tres directorios que podían ser comparables a tres corporaciones hermanas, o a tres regimientos de una división.
—El directorio de Planes inspecciona la acción encubierta y reúne inteligencia. Dirige a los espías. Aprendan una nueva palabra. Planes administra a los espías, igual que alguien puede administrar un negocio.
Como el espionaje y el contraespionaje eran el reinado de Harlot, y la acción encubierta pertenecía a mi padre, el directorio de Planes era para mí el noventa por ciento de la CIA.
Luego se refirió al directorio de Inteligencia, que analizaba el material recogido por Planes, y al directorio de Administración, «que mantiene en orden el manejo de los otros dos directorios». No es necesario decir que a mí no me interesaban ni Inteligencia ni Administración.
—Caballeros —prosiguió—, ustedes, ciento tres hombres —miró a su alrededor— o, para valerme de la herramienta indispensable de la precisión, ciento un hombres y dos mujeres, han sido elegidos para el directorio de Planes. Un espléndido sitio para estar.
Vitoreamos. Nos pusimos de pie y lo vitoreamos, aunque no por mucho tiempo, porque en seguida surgió de detrás del telón el nuevo Director de Inteligencia Central, Allen Dulles. Ese día el señor Dulles irradiaba un calor cordial, cortés e incluso benigno del tipo que inducía a creer en cualquier institución con la que pudiera estar asociado, ya fuera banco, universidad, bufete de abogados o departamento del gobierno. Vestía una americana de tweed con parches de cuero en los codos y llevaba una elegante pajarita. Pipa en mano, con gafas tan brillantes como la inteligencia misma, pronto nos dio a los ciento tres presentes la misma impresión que me había causado en la boda.
—Aquí, con vosotros desde el comienzo mismo, no puedo sino prometeros que tendréis carreras activas, útiles y excitantes. —Aplaudimos—. Después de Dunkerque, Winston Churchill sólo podía ofrecer al gallardo pueblo británico «sangre, sudor, trabajo y lágrimas», pero yo puedo prometeros dedicación, sacrificio, compenetración total y, no hagáis público esto, una gran diversión.
Todos nos pusimos a gritar de alegría.
—Estáis en Planes —continuó—, un grupo poco común. La mayoría viviréis en muchos países, e indudablemente veréis acción, pero, sin importar cuán cansados estéis, jamás perderéis de vista el sentido de vuestro trabajo. Porque estaréis defendiendo a vuestro país contra un enemigo cuyos recursos para la guerra secreta son mayores que los de ningún otro gobierno o reino en la historia de la Cristiandad. La Unión Soviética ha elevado el arte del espionaje a alturas sin precedentes. Aún en tiempos de lo que llamamos deshielo, ellos continúan con sus operaciones con un vigor incansable.
«Para llegar al nivel de ellos, estamos en proceso de construir la mayor agencia de Inteligencia que haya visto el mundo occidental. La seguridad de este país así lo requiere. Nuestro oponente es formidable. Y vosotros, aquí presentes, habéis sido escogidos para formar parte del gran escudo que resistirá los avances de tan formidable enemigo.
La felicidad que reinaba en el auditorio casi podía palparse. A pesar del pequeño escenario en el sótano, con su bandera en un lado, en ese momento todos compartíamos el entusiasmo que se genera en un teatro venerable cuando baja el telón como definitiva conclusión del espectáculo.
Pero no había terminado. No era del estilo del señor Dulles finalizar con una nota grandiosa. Más agradable era recordarnos que habíamos ingresado en una hermandad: nuestros privilegios nos daban derecho a oír un cuento de labios del líder en persona.
—Hace años —dijo—, cuando yo era joven como casi todos vosotros, nuestro servicio exterior me destinó a Ginebra durante la Primera Guerra Mundial. Recuerdo un sábado de una primavera particularmente cálida de 1917, cuando estaba de guardia. Había poco que hacer en la oficina, y yo no pensaba más que en jugar al tenis. Esa tarde tenía una cita para jugar con una joven y encantadora dama, hermosa y bien formada... ¡Una verdadera bomba!
¿Quién otro podía hablar de esa manera? En aquel sótano anterior a la Guerra Civil que hacía más de noventa años bien podía haber oído el retumbar de los cañones, Allen Dulles nos contaba algo acerca de Ginebra en 1917.