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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (22 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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Mi propia relación con estos deportes y espectáculos circenses me fue revelada, sin embargo, por el dulce estremecimiento que causaron en mí los despreciables y pequeños labios del capellán. Cuando terminó, y hube vislumbrado un atisbo adolescente del firmamento, él tragó todo el sustento ofrecido a su sedienta boca y empezó a sollozar de vergüenza. Sollozos profundos. No era un hombre débil físicamente, y su fuerza, como la de mi padre, residía en la parte superior de su cuerpo. De modo que sus sollozos eran fuertes.

Yo me sentía como si me hubieran inyectado diez toneladas de novocaína. Aunque eso tampoco es verdad. Dos ríos fluían dentro de mí, aunque en direcciones contrarias. Sentía en las extremidades un alivio que jamás había experimentado, pero sin embargo me hervían el corazón, el hígado, la cabeza y los pulmones. Era aún peor que ver a Mary Bolland Baird y mi padre rodando por el suelo. Descubrí que era el complaciente aprendiz de un monstruo.

Después de sus sollozos, el hombre se echó a llorar. Yo sabía que estaba preocupado por su mujer y sus hijos. «No se preocupe —le dije—, jamás contaré nada.» Me abrazó. Suavemente me libré de su abrazo. Y si lo hice suavemente, no fue por nobleza o generosidad, sino por temor a que pudiera enojarse y ponerse violento. Creo que mi instinto secreto sabía que él deseaba que yo, a mi vez, tuviera una sed que quisiera saciar en él. Si no la tenía (y así era), bien, su imperativo tácito era: «¡Genérala! Maldita sea, más te vale que la generes».

El hombre debe de haber quedado suspendido entre su lujuria por una succión recíproca de su apéndice cargado y el horror de saber que se estaba asomando al abismo de su carrera. Finalmente, cuando vio que yo permanecía inmóvil, sus sollozos cesaron y también se quedó quieto. Intenté imaginarlo oficiando una misa en la capilla del colegio, con su blanco sobrepelliz sobre la también blanca sotana de hilo, y esos gestos rituales que yo podía emplear en su contra. Pudo haber sido una magia verdadera. Después de un intervalo de silencio, igual en su peso a la oscuridad de la habitación, dejó escapar un suspiro, bajó de la cama y pasó el resto de la noche sobre el suelo.

Ese fue el límite de mi experiencia homosexual, pero bastó para marcar mi psique. Me mantenía apartado del sexo como si fuese una enfermedad. Tenía pesadillas en las que yo era Arnold y el capellán derramaba sobre mí las supuraciones más malolientes. Me despertaba sintiéndome infectado. Mis sábanas estaban húmedas, rociadas nada menos que con el pus de mis impías infecciones. Las jaquecas empeoraron. Cuando los muchachos se preparaban para embromar, huía a la biblioteca. Creo que por fin, debido a que no podía dominar esa parte de mí que estaba segura de que había que extirpar esa materia espantosa que moraba en mi cerebro, acepté el deseo de mi padre de que me operaran.

Es posible que algo haya sido alterado. Cuando en el otoño de 1949, después de un verano de convalecencia, volví a St. Matthew's, el colegio me pareció, por fin, un lugar razonable. Nuestros equipos de
soccer
(que yo sepa, fue la primera escuela que se tomó seriamente ese deporte), nuestros partidos de fútbol americano, nuestras clases de griego, latín, la capilla diaria, los rezos antes de las comidas, nuestras duchas de agua helada de octubre a mayo (tibias en junio y septiembre), nuestras camisas y corbatas reglamentarias para toda ocasión, excepto cuando practicábamos deportes (camisa blanca, con cuello almidonado, los domingos) se habían convertido en un agradable orden del día. Incluso mi dislexia pareció desvanecerse después de la operación. (Como resultado, se escribió sobre mi caso en tratados neurológicos.) Me sentía tan cómodo como los demás, y más fuerte para las tareas corrientes. Mi promedio era de B + .

De haber sido por mí, creo que podría haber terminado como la mayoría de mis compañeros. De Yale, adonde iban casi todos los buenos de St. Matthew's, habría pasado a Wall Street o a una carrera de abogacía. Probablemente habría sido un abogado aceptable, y bastante bueno para asuntos inmobiliarios. Mi experiencia con el capellán me mantenía alerta ante los abismos horribles que podían abrirse en los asuntos más correctos, y como otros productos no tan notables de los colegios privados, podría, incluso, haber mejorado con los años. Las probabilidades son favorables si uno sabe beber sin emborracharse.

Hugh Tremont Montague intervino. Mi padre, que siempre mantenía sus promesas, aunque a veces tarde, finalmente arregló un encuentro un año y medio después de nuestro almuerzo en el Veintiuno. Mi operación ya había tenido lugar, lo mismo que mi convalecencia. Ahora estaba en mi último año de colegio, y era una figura responsable para mis primos y hermanos menores en los juegos de verano en Doane. Juegos curiosos, por cierto: una carrera de natación de ochocientos metros alrededor de la isla, cuatrocientos a favor de la corriente, otros cuatrocientos en el canal en contra de la corriente, y la caminata de todo el día que se iniciaba a las ocho de la mañana en los acantilados al sur de Bar Harbour, ascendía la montaña Cadillac hasta el estanque Jordán al mediodía, luego trepaba por la montaña Sargent y bajaba hasta Somerville; después subía la montaña Acadia hasta el arroyo Man of War. Terminábamos en el muelle de Manset a las ocho de la noche. Allí nos esperaba un barco langostero que rodeaba Western Way y nos llevaba hasta la bahía de Blue Hill y Doane. Un pelotón de marines se habría quejado de esa marcha de treinta y cinco kilómetros por las montañas, pero teníamos la recompensa de una serie de viajes de exploración en el barco langostero por islas diseminadas a lo ancho de toda la bahía, islas tan pequeñas que sus nombres estaban en disputa, y su excéntrica topografía —grandes prados en una, salientes cubiertas de guano en otra, y bosques de árboles torcidos por vientos olvidados, en otra—. Nos dábamos banquetes de langostas hervidas a fuego lento y de almejas asadas a la brasa. Hasta las salchichas ennegrecidas sabían tan bien como caza salvaje cobrada con arcos y flechas. Hasta hoy vienen a visitarnos, a Kittredge y a mí, primos que han compartido estas gincanas de los Hubbard. De esta clase de regímenes no han salido grandes jugadores de tenis, pero nuestra vida de familia era nuestra vida social.

Hugh Tremont Montague vino un fin de semana con mi padre en un avión especial desde Boston, y esta visita constituyó un acontecimiento de primera magnitud. Era un visitante del que se había hablado mucho. Puede que hubiese oído hablar por vez primera de mi nuevo padrino durante el almuerzo en el Veintiuno, pero desde entonces su nombre pareció estar presente en todas partes. Se había abierto un nuevo archivo en mi historia personal. Como descubrí más tarde, era uno de los mitos de St. Matthew's. Mis maestros deben de haber hablado de él durante mi primer año en la escuela, pero yo no lo recordaba. Sin embargo, una vez que mi padre hubo grabado su importancia en mi atención, historias acerca de él surgían por doquier. Alguien habló de él como si hubiera sido uno de los directores. Según los datos oficiales, fue entrenador del equipo de
soccer
y fundador del club de montañismo. Graduado de St. Matthew's en 1932, y de Harvard en 1936, enseñó en el colegio hasta alistarse en la OSS. Fue profesor de inglés y de estudios religiosos, e inscribió sus propias máximas en nuestro dogma y tradición local. Antes de oír acerca de Hugh Montague, yo había oído hablar en St. Matthew's de la diosa egipcia Maat. Maat tenía el cuerpo de una mujer y una gran pluma en lugar de cuello y cabeza. Como diosa egipcia de la Verdad, encarnaba un curioso principio sagrado: en lo profundo de nuestra alma, la diferencia entre la verdad y la mentira no pesa más que una pluma. St. Matthew's equiparaba este peso a la presencia de Cristo, y Montague fue el decidido autor de ese agregado. En St. Matthew's siempre se habían tomado seriamente los estudios de religión, pero después de la influencia de Montague sentíamos que nuestra contribución era mayor que la de ningún otro colegio semejante al nuestro en New Hampshire o Massachusetts o, si se quería ser menos exigente, en Connecticut. Estábamos más cerca de Dios que los demás, y el señor Montague nos había dado la pista: Cristo era amor, pero el amor sólo moraba en la verdad. ¿Por qué? Por nuestra habilidad para reconocer la presencia de la Gracia (que yo siempre veía como una fermentación en la zona del pecho) y que podía ser lastimada por una mentira.

Harlot dejó otros preceptos en St. Matthew's. Dios Padre —el imponente, monumental Jehová— era el principio de la Justicia. El señor Montague agregó que Jehová también era la encarnación del Coraje. Así como el Amor era Verdad y no podía existir la compasión sin la honestidad, así también la Justicia se equiparaba con el Coraje. No había justicia para el cobarde. Sólo el purgatorio de la vida de todos los días. ¿Un estudiante sentía desesperación? Buscad la raíz. Se había cometido un acto de cobardía, o se había dicho una mentira. En algún lugar de los folletos de St. Matthew's enviados para incrementar los donativos, se citan unas cuantas líneas de un discurso que pronunció Hugh Montague en la capilla ante una clase de estudiantes del último año. «El primer propósito de este colegio —dijo—, no es desarrollar vuestras potencialidades (aunque algunos de vosotros poseéis el inquieto don de una mente rápida), sino proporcionar a la sociedad estadounidense jóvenes decididos a conservar su honestidad y sentido de propósito. Es la intención de este colegio que crezcáis para convertiros en jóvenes valientes.»

Debo hacer una aclaración en defensa del señor Montague y St. Matthew's. Nuestra teología era más compleja que esto. Para los buenos y los valientes existía la tentación del Mal. El Diablo, advertía el señor Montague, empleaba su mejor ingenio para atrapar a los soldados y eruditos más nobles. La vanidad, la complacencia, la indolencia, eran una maldición. El valor era una cuesta ascendente, y no se podía descansar en ella. Había que enfrentar los desafíos, excepto aquellos que nos destruirían innecesariamente. La prudencia era el único remedio permitido al imperativo del Coraje; y, en afortunadas ocasiones, el Amor podía ofrecer un apoyo a la Verdad.

Por lo tanto, el sentido de competencia en el campo de juego se convirtió en un avatar del Coraje y la Prudencia, el Amor y la Verdad. En el campo de juego uno podía encontrar las proporciones de su propio corazón, únicas en su género. Más tarde, con la preparación correcta, allá en el mundo, uno podría vérselas con el Diablo.

Si bien era algo que en St. Matthew's nunca se decía, todos sabíamos que las mujeres —excepto las madres, hermanas, primas y damas— eran sinónimo del mundo.

Como el señor Montague se había marchado del colegio seis años antes de que yo ingresara, yo no tenía idea de las sutilezas dialécticas de su mente. A nosotros sólo nos llegaban los preceptos en las fuertes dosis impartidas por maestros que vivían con las conclusiones. De manera que la hipocresía también abundaba en St. Matthew's. Todos éramos más pequeños que nuestros preceptos. De hecho, el capellán asistente que estrenó mi inocente glande era un discípulo de Hugh Tremont Montague, hasta en montañismo, si bien me dijeron que no era muy bueno.

Trepar rocas, después de todo, era el correlato objetivo de la Virtud, es decir, de la confluencia de la Verdad y el Coraje. Pronto iba yo a descubrirlo. Aquella noche de 1949 en que Hugh Montague llegó a la Custodia por primera vez, tenía treinta y cinco años, y yo diecisiete. Tal cual lo había supuesto, se parecía bastante a un oficial británico por su porte erguido y su bigote, y también a un clérigo anglicano por sus gafas de montura de metal y su frente alta. Debo aclarar que se lo podía tomar por un hombre de cuarenta y cinco años, aunque durante los siguientes veinte, y hasta su terrible caída, no pareció envejecer ni un ápice.

Al estrecharle la mano, supe de inmediato por qué para el señor Montague Cristo era la Verdad y no el Amor. Tenía un apretón de manos que hacía pensar en esas almohadillas de goma dura que ponen sobre las prensas para evitar que dañen los objetos. «Que Dios me ayude —pensé—, este hombre es un verdadero gilipollas.»

¡Qué instinto más exacto! Décadas después, durante los años trascurridos desde mi casamiento con Kittredge, aprendí los secretos íntimos de la juventud de Harlot, tal cual se los fue confesando a ella uno por uno. ¿Qué otro don podía medir el profundo amor que sentía por Kittredge? Verdaderamente, había sido un gilipollas, y de la peor especie. Su diablo personal había sido su gran deseo de desflorar culos jóvenes. Difícilmente había un muchacho apuesto en su clase al que no hubiera querido sodomizar. Según Kittredge, jamás lo había hecho (eso siempre y cuando hubiese dicho la verdad, lo cual era un interrogante), pero confesó que hasta conocerla ese impulso había sido el perpetuo tormento diario de sus años en Harvard y luego en St. Matthew's, donde hacía rechinar los dientes mientras dormía. De hecho, no había ingresado en la Iglesia por temor a que un día pudiese ceder a sus impulsos traicionando de ese modo su vocación. En consecuencia, refrenaba sus energías sexuales. Cuando me estrechó la mano durante la presentación y me miró fijamente a los ojos, él era una fuerza y yo un receptáculo; él era tan limpio como el acero, y yo un ser inferior.

Recuerdo que mi padre, veinte kilos más pesado que Hugh Tremont Montague, trazaba círculos alrededor de nuestra presentación como un pariente ansioso, faceta de la personalidad de Cal Hubbard desconocida para mí. No sólo me di cuenta de lo mucho que ese encuentro significaba para mi padre, sino de por qué le había llevado tanto tiempo arreglarlo: las esperanzas de Cal Hubbard sufrirían un serio traspié si no funcionaba.

Describo nuestro encuentro como si no hubiera habido nadie más en la casa. De hecho, había algo así como diecisiete personas: Mary Bolland Baird, Rudo, Duro, primos, padres y madres de primos, tías, tíos y una cantidad de Hubbard. Fue el último verano de ese período en la Custodia. Mi padre estaba en negociaciones para vender el lugar a Rodman Knowles Gardiner, el padre de Kittredge; por lo tanto, nos estábamos despidiendo de nuestra casa de verano. Quizás hubiera cinco personas presentes cuando fuimos presentados, o diez, o puede incluso que estuviésemos solos. Todo cuanto recuerdo es que mi padre daba vueltas alrededor de nosotros, y de pronto se marchó de nuestro lado. Creo que luego fuimos al estudio a conversar. Eso lo recuerdo claramente.

—Tu padre me ha dicho que te has curado de la dislexia.

—Eso creo.

—Bien. ¿Qué asignaturas estudias en St. Matthew's?

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