Lo más probable es que otra persona hubiese cometido el robo. Yo podría haber sido, simplemente, una de las numerosas muías que transportaban fardos de papiros de Langley a manos de Harlot. Incluso la pérdida de las radiografías podía ser atribuida a LTDLP, nuestro acrónimo interno para Legajo Traspapelado Dentro de los Parámetros. Hacía casi cuatro décadas que la CIA se estaba expandiendo, a pesar de —o tal vez sería mejor decir debido a— LTDLP. Cada vez que desaparecía un legajo uno no podía dar por seguro que había sido sisado en pecado mortal. Lo más probable es que se tratara de un pecado venial y que el legajo hubiese desaparecido para proteger el autointerés de algún funcionario, o que hubiera sido enviado por error a un departamento equivocado mientras iba de regreso a su nido. Asimismo, algún empleado joven de archivos, distraído por una relación amorosa, podía haber guardado los papeles en una carpeta equivocada o, ahora que estábamos informatizados, podía haber apretado la tecla incorrecta. Los ordenadores utilizados por los empleados estaban siempre listos para desviarte del camino, lo mismo que el volante de un viejo sedán de cuatro puertas.
En resumen, las radiografías de Harlot no estaban disponibles.
—También tenemos algunos problemas para localizar las huellas dactilares —dijo Rosen—. Aunque eso no tiene importancia. Los peces se ocuparon de las yemas de los dedos, lo cual no deja de ser interesante. Hay una sustancia, equivalente a la nébeda, que pudo haber sido utilizada para pintarle los dedos. Por eso los peces mordisquearon en el lugar correcto. No obstante, la razón pudo muy bien ser natural, ya que es común que los peces mordisqueen las extremidades.
Buscó en un maletín que estaba a su lado, en el suelo, y me entregó dos fotos, una de una mano izquierda con un anillo y la otra de una mano derecha.
—¿Sería esto reconocible? —Tal vez fuera debido a la palidez de los tonos en blanco y negro de las fotografías, pero aquellas manos podían haber pertenecido a cualquiera: sólo podían ser identificables como los mitones hinchados de un hombre que había estado demasiado tiempo en el agua. Y las puntas de los dedos estaban carcomidas hasta el hueso.
—Le pregunté a Kittredge si se animaba a identificar esto, pero se mostró turbada —dijo Rosen.
Turbada, sí. Volvió a mí, con su secuela de aflicción, el momento en que le rogué que me dejase entrar en el dormitorio. Cuánto debía de haber sufrido al ver esas ampliaciones. Las manos de Harlot, tan hábiles cuando vivía. Sentí que comprendía un poco más la pena de Kittredge. Sucedía (cruel paradoja) que su sufrimiento no tenía nada que ver con el mío, ya que aquél tenía una existencia aparte. Se me ocurrió esto de la misma manera que un físico puede dar con una propuesta nueva y audaz. No importaba cuánto amara a Kittredge, no había ninguna garantía de que ella me amase a mí. Era una propuesta audaz. ¿Habría sentido Einstein la misma atroz agitación al enfrentarse a la teoría cuántica y a un universo casual?
Pero a pesar de todo, soy un profesional. Es la palabra operativa. Había llegado el momento de recordármelo. El cuerpo de uno debe estar en el lugar señalado. Con resaca o despejado; amistoso o lleno de furia; leal o traicionero; adecuado para la misión o probablemente incompetente, uno siempre es un profesional. Todo lo que hay que hacer es clausurar esa parte de la mente inapropiada para el trabajo. Y aunque lo que quede no alcance para llevar a cabo la misión, aun así uno sigue siendo un profesional. Que ha acudido a su empleo.
—Harry —dijo Rosen—, no toda la cara se ha perdido. Al principio no entendí, luego sí.
—¿Qué ha quedado?
—La mandíbula inferior derecha. Faltan todos los dientes de ese lado, excepto las dos últimas muelas. Es algo. Harlot tenía un puente en la mandíbula inferior derecha sosteniendo las mismas dos muelas.
—¿Cómo lo sabes?
—Bien, amigo mío, tal vez no tengamos su historial médico, pero encontramos la ficha dental. En una radiografía, una de las dos muelas muestra una pequeña incrustación de oro. Igual que el cadáver. De hecho, la dentadura del muerto concuerda sorprendentemente bien con las radiografías de Montague.
—¿Sorprendentemente bien? ¿Por qué no suponer que hay que prepararse para el funeral de Hugh Montague?
—Porque no estoy seguro. —Levantó la mano en señal de disculpa, como si hubiera estado toda la tarde discutiendo sobre el asunto con los técnicos del laboratorio. Me di cuenta de que tal vez fuera el único que abrigaba sospechas—. No puedo evitarlo —dijo—. No me gusta el producto.
Llenó la pipa y la encendió. Mientras lo hacía prefería no hablar. Supongo que toda la vida me han molestado los fumadores de pipa. Ahora no tenemos tantos en la Compañía como en los tiempos de Allen Dulles, cuando el viejo Dunhill del director se convirtió en parte del modelo a imitar para muchos de nosotros, pero ¿cuántos años he pasado inhalando el humo de la pipa de un colega?
—¿Puedes decirme por qué —preguntó finalmente— no parece del todo bien?
—Es el único sendero a través de la evidencia —le dije.
Él lo sabía. Yo lo sabía. Harlot nos lo había enseñado: se debe desconfiar de la evidencia parcial que lleva a una sola conclusión. Categóricamente.
—Creo —dijo— que es posible que se haya perpetrado un engaño cosmético.
—¿Podemos devolver el balón al campo de juego? —pregunté. Y tuve el pensamiento pasajero, mi mente parecía afectada ahora por pensamientos pasajeros, de que era sorprendente cuántos de nosotros hablábamos como los publicitarios de hace veinte o treinta años. Y supongo que en algún aspecto somos iguales: nosotros tampoco podemos saber si una aseveración es verdadera o tremendamente fraudulenta. Sube al mástil para ver si hay olas. Muchas de nuestras aventuras dependían de la metáfora.
Divago, pero no quería asumir la enormidad de la sugerencia de Rosen. Pero no tenía alternativa. Bebí un trago de scotch y dije:
—Ned, ¿estás diciendo que un técnico dental convirtió esas dos muelas en facsímiles de las de Harlot? ¿Y que lo hizo antes de su muerte?
—No es imposible. —Rosen estaba excitado. Harlot podría haber pasado a mejor vida, pero el juego que teníamos entre manos estaba antes que él — . Es... es todo con lo que contamos hasta ahora —dijo—. Las radiografías dentales de Montague fueron hechas hace un par de años. A su edad, los dientes se desgastan y cambian. De modo que no se trata de que alguien deba encontrar un hombre idéntico en edad y tamaño con dos muelas idénticas a las de Harlot. Lo que se necesita son muelas aproximadas. Obviamente no sería un gran problema hacer una copia precisa del empaste de oro.
—¿Trabajaría el dentista para los hermanos King? —pregunté.
—Sí —respondió—, necesariamente. Podríamos encontrar una persona cuyos detalles físicos fuesen demasiado parecidos para ser satisfactorios, pero difícilmente podríamos ocuparnos del resto del trabajo. Mi propuesta es que el KGB nos ha obsequiado con un trabajo especial de acabado perfecto.
—¿Quieres decir —le pregunté— que encontraron un preso soviético de setenta años y que después de un exhaustivo trabajo dental, que posiblemente incluyó la extracción de todos los otros dientes de la mandíbula inferior, procedieron a romper cuidadosamente su columna vertebral en el lugar exacto, luego lo prepararon bien, lo entraron en este país de contrabando, lo metieron en el bote de Harlot, cuidadosamente le dispararon en la cabeza para dejar sólo dos muelas, y luego lo consignaron a la bahía de Chesapeake el tiempo suficiente para que el cuerpo se hinchara, mientras permanecían de guardia para poder arrastrarlo hasta la costa? No —dije, respondiendo a mi propia pregunta—, prefiero creer que Harlot ha muerto, y que vosotros tenéis sus restos.
—Admito que se trataría de una operación muy difícil, incluso para el KGB, por muy pacientes que sean.
—Vamos — dije—. Algo digno de Félix Dzerzhinsky.
Rosen se puso de pie y atizó el fuego.
—Nunca llegarían tan lejos —dijo— a menos que lo que estuviese en juego fuera algo muy grande. Volvamos a la peor de las situaciones. Supongamos que Harlot está en manos de los hermanos King.
—¿En manos de los hermanos King, y con vida?
—Con vida y feliz —dijo Rosen—. Feliz y camino de Moscú.
Ciertamente yo no quería brindar ninguna ayuda a Rosen en este punto. ¿Hacia dónde me conduciría esta tesis? Sin embargo, mi mente, con sus reflejos condicionados para torcer una hipótesis hasta romperla o hacer que adoptase otra forma (tratábamos las hipótesis de la misma manera que Sandy Calder solía trabajar con el alambre), procedió ahora a torcer el argumento de Rosen, con el único objeto, tal vez, de adornar la situación. La necesidad de poseer una inteligencia superior es, también, una pasión incontrolable.
—Sí —dije—. ¿Y si Harlot está con vida y feliz y camino de Moscú y no quiere que lleguemos a una conclusión definitiva respecto de si está vivo o muerto?
Me había adelantado un paso a Rosen. Ni siquiera debíamos hablar de ello. Que Harlot desertara era el mayor desastre personal que podía concebir la CIA. Hasta Bill Casey reconocería que era peor que Nicaragua. Pero aun cuando se necesitara mucha gente calificada por año a fin de estimar en cuánto nos dañaría, podíamos hacerlo. No obstante, si ignorábamos si estaba vivo o muerto o, por el contrario, si pensábamos que estaba dando lecciones a los hermanos King acerca de nosotros (¡la educación del siglo!) en ese caso estábamos condenados a vivir en una casa donde las llaves encajarían en las cerraduras hasta que dejaran de hacerlo. Esto tenía la firma de Harlot. Sería muy de su estilo dejarnos un cadáver contaminado. Cuántas veces nos había enseñado a Rosen y a mí esa lección. «Los estadounidenses deben obtener respuestas —me dijo una vez—. La inhabilidad de responder una pregunta nos enloquece, y los rusos buscan controlar inclusive antes de tener la respuesta. Ambos métodos producen el mismo tipo de ansiedad incontrolable. ¡Busca la respuesta! Ni la CIA ni el KGB pueden tolerar la ambigüedad. Por eso en muchas de nuestras operaciones nos beneficia dejar un pequeño rastro. Cada hora que avancen en la investigación les consumirá mil horas de trabajo. No lo hacemos por mera rutina, Harry, sino porque es muy desmoralizador para el oponente.»
Rosen y yo estábamos sentados en el aura del fuego. Así como el silencio se compone de pequeños sonidos —el rumor, por así decirlo, de hechos invisibles—, igualmente el hogar parecía un bosque en llamas. Yo prestaba atención a las transformaciones mágicas de los leños ardientes. Los universos se curvaban el uno hacia el otro, explotaban; la ceniza se espesaba, transformándose de membrana en sudario. Podía oír cada fibra que escupía su maldición a las llamas.
Rosen estaba repantigado en mi sillón favorito. Me acordé de un chiste que se hizo popular en la CIA poco antes de la esperada reunión cumbre de 1960 entre Eisenhower y Kruschov, la que nunca tuvo lugar debido a que el avión de Gary Powers fue derribado en Rusia. Kruschov le decía a Eisenhower: «Te amo». «¿Por qué me amas?», preguntaba Eisenhower. «Porque eres mi igual. Eres el único que tengo en todo el mundo.»
Rosen era mi igual. Harlot era una manifestación del Señor, y ambos lo habíamos conocido juntos.
—¿Cómo pudo haberlo hecho? —exclamó Rosen.
—Lo sé —murmuré, lo que quería decir que no lo sabía.
—Literalmente me convirtió al cristianismo —dijo Rosen—. Me convertí debido a Hugh Montague. ¿Sabes lo que significa para un judío? Hace que te sientas un Judas con tu propia gente.
Traté de examinar mi almidonada alma —almidonada, tenía que reconocerlo, en sus cariños y en sus odios— para determinar si no había sido demasiado duro con Rosen. Siempre pensé que se había convertido para conseguir ciertas ventajas profesionales. ¿Había sido injusto con él? ¿Lo había censurado todos esos años sólo porque una vez lo sentí inferior a mí? En los viejos días de esclavizante adiestramiento en la Granja, nuestro grupo de novatos solía considerar a Rosen un bebé judío de clase media de los suburbios del Bronx. Pero yo agradecía que estuviera conmigo. Por los azares del sorteo, Rosen y yo habíamos sido asignados a un pelotón de adiestramiento con una proporción demasiado alta de novatos muy rudos. La mitad era capaz de trepar un muro de cuarenta metros más rápido de lo que yo tardaba en mirarlo. Estando Rosen presente, se reían de él en vez de reírse de mí. Es conveniente tener cerca a un tipo así. Por supuesto, quizá se reían porque era su judío simbólico que hacía el trabajo de un gentil, y creo que a Rosen eso le enfermaba el alma. Sé que yo sufría con él, porque por parte de mi madre tengo un octavo de sangre judía, la proporción necesaria para saber qué hacer. En este momento, no obstante, Rosen era mi único igual en todo el mundo. ¿Habría desertado Harlot? ¿Cómo abarcar en toda su magnitud lo que eso significaba? Mucho más fácil sería meter la mano en el agua y atrapar un pececillo.
Sentado junto al fuego rememoraba la figura de Harlot tal cual había sido antes de los cincuenta años, en la plenitud de su estado físico, con su cuerpo tan en orden como su bigote. ¿Cuántas veces me había sentado junto a él en Langley mientras sobre una pantalla proyectaban los rostros de agentes del KGB? El oponente luce astral cuando se lo aumenta tanto. He visto caras de un metro y medio de altura, la luz de cuyos ojos parecía abismarnos en su interior, como si iluminásemos con antorchas los oscuros rincones de sus actos. Así se me aparecía ahora el rostro de Harlot en el hogar, de metro y medio de altura y lleno de fuerza. Rompiendo el silencio, Rosen preguntó:
—¿Crees que sería posible hablar con Kittredge?
—¿Ahora?
—Sí.
—¿No puedes esperar? —pregunté.
Se tomó su tiempo para considerarlo.
—Supongo que sí.
—Ned, ella no sabe nada acerca de los Grandes Santones.
—¿No?
Pareció sorprendido.
Era la clase de sorpresa que me molestaba. Parecía perdido.
—¿Te parece extraño? —pregunté.
—Bien, últimamente ha estado en Washington el tiempo suficiente para haber visto a Harlot.
—Como viejos amigos —dije.
Nos deslizábamos el uno alrededor del otro, igual que un par de luchadores cuyos cuerpos se han vuelto tan resbaladizos por el esfuerzo que ya no pueden asirse.
—¿Realmente crees que él le pudo contar algo? —pregunté. Yo no sabía que ella estaba viéndose con Harlot. Cada dos o tres semanas me dejaba para visitar a su padre, Rodman Knowles Gardiner, quien estaba próximo a la mágica edad de noventa años, y si digo mágica es porque los actos comunes de todos los días, como dormir, evacuar y alimentarse, sólo podían lograrse mediante conjuros, hechizos, y los rituales, interminablemente repetitivos, de los viejos. «¿Cómo has dicho que te llamas, muchacha... ah, sí, Kittredge... qué nombre más bonito... así se llama mi hija. ¿Cómo te llamas tú, muchacha?»