El fantasma de Harlot (110 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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En este punto dejé de escribir y me acosté. Por la mañana me desperté con la desapacible seguridad de que era imposible conservar una carta como ésa en el motel, de modo que tuve que llevarla a mi caja fuerte para esconderla allí.

Más tarde, ya en Zenith, como si el hecho de escribir la carta hubiese obrado mágicamente, recibí una llamada de Harlot. Quería hablar conmigo. ¿Podía encontrar una excusa para viajar a Washington? Le dije que sí. Howard había mencionado la posibilidad de ese viaje.

—¿Cuándo es lo más pronto que puedes venir?

—Mañana.

—Te veré para el almuerzo. A la una. En Harvey's.

El teléfono hizo un chasquido en mi oído.

5

—Me sorprende —dijo Hugh Montague— que Howard Hunt te permitiera viajar a Washington en su lugar. Le encanta hacerlo.

—Bien, mi misión no le interesaba —respondí—. Estoy aquí para conseguir apoyo para el Frente. Lleva tiempo, y no se consiguen resultados excelentes.

—«Armas, no mantequilla», oigo que dice nuestra gente. ¿Cuánto necesitas?

—Diez mil serían más que suficiente para la moral del Frente. Eso permitirá que nuestros líderes se ocupen de algunos de sus pobres.

—Me cago en la moral del Frente. Sólo me interesaría impresionar a Howard con tu habilidad para conseguir dinero. Si te envía por más, tú y yo podremos restablecer nuestros vínculos, que por cierto están algo oxidados.

Se había mostrado afable durante las copas. No hablamos de Kittredge, ni de su hijo Christopher. En otro sentido, era como si nos hubiéramos estado viendo a menudo.

—Sí —dijo—, te conseguiré el dinero.

No tenía que preguntarle cómo. Se daba por hecho que Allen Dulles guardaba fondos en cada rincón de todas las secciones, divisiones, departamentos y consejos, y yo estaba seguro de que Harlot conocía el estado de cuentas.

—Es agradable visitar a un hombre que sólo necesita hacer una llamada telefónica —observé, pero mi elogio cayó en saco roto.

—¿Por qué aceptaste intervenir en esta operación? —preguntó.

—Creo en ella —respondí. Lamentablemente, mi voz sonó cansada—. Tal vez sea la forma más directa de luchar contra el comunismo.

Resopló.

—Nuestro propósito es socavar el poder de los comunistas, no convertirlos en mártires. No tenemos que luchar contra ellos. Estoy espantado. ¿No has aprendido nada de mí?

—He aprendido mucho. —Vacilé — . Pero de pronto perdí todo contacto con el maestro.

Siempre era posible depender del frío beneficio de mirarlo a los ojos. Carecían de todo afecto.

—¿Sabes?, eres un caso complicado —dijo—. No quiero desperdiciarte, pero no sé cómo sacar provecho de ti. Ésa es la razón por la que te he permitido hacer tiempo. —Se aclaró la garganta—. Sin embargo, no todas las esperanzas están perdidas. Últimamente he pensado en ti.

En el vuelo a Washington, tuve tiempo para reconocer cuánto me había costado permanecer lejos de él durante tanto tiempo.

—Bien —respondí—, no diré que no estoy dispuesto a escuchar.

—No, todavía no —dijo, haciendo a un lado el postre para encender un Churchill.

Después de la primera calada, se metió la mano en el bolsillo para ofrecerme uno. ¿Sería esa marca de puros habanos la mejor? Fumando ese Churchill, logré entender mejor a Cuba: la fecalidad perfumada se mezclaba con el honor y la voluntad férrea. Sí, la alquimia se escondía en la nicotina.

—Todavía no —repitió—. No quiero que termines con Cuba tan pronto. ¿Tienes idea de la clase de comedia que se está fraguando?

—Supongo que no.

—Prepárate para una farsa. Cuba será el precio que pagaremos por Guatemala. Es inevitable. El buen Ike no ha leído a Martin Buber.

—Yo tampoco.

—Léelo.
Relatos de los hasidim
, de Buber. Perfecto. Te permite deslumbrar a los visitantes del Mossad. Sus redondos ojitos israelíes se humedecen cuando cito a Martin Buber, judío como ellos.

—¿Puedo preguntar qué tiene que ver Buber con Cuba?

—Verás, uno de los relatos trata sobre una pobre y estéril esposa tan obsesionada por tener un hijo que cruza Ucrania a pie para encontrarse con un rabino itinerante. A finales del siglo pasado, estos caballeros, llamados hasidim, eran como nuestros evangelistas, y solían recorrer el interior de Rusia. Acompañados de una multitud de seguidores, los rabinos hasidim viajaban de gueto en gueto, siempre con una esposa hermosa y seductora. Las mujeres judías, a diferencia de nuestras cristianas, más paganas, se sentían atraídas por el poder del intelecto que, en aquellos tiempos cuasimedievales, estaba centrado en el rabino. En nuestra historia, la triste esposa estéril debe viajar distancias enormes a través de un país primitivo y plagado de toda clase de sinvergüenzas, pero logra llegar a su objetivo, y nuestra peripatética eminencia la bendice. «Vuelve junto a tu marido y tendrás un hijo», le dice. Ella regresa a salvo, concibe, y al cabo de nueve meses da a luz a un hermoso niño. Naturalmente, otra mujer de la aldea, deseosa también de quedar embarazada, decide, al año siguiente, hacer el mismo viaje. Esta vez, el rabino le dice: «Ay, no puedo hacer nada por ti, querida mía. Tú has oído la historia». Moraleja: no podremos hacer en Cuba lo mismo que hicimos con esos comunistas guatemaltecos.

—Eso es lo que le dije a Hunt.

—Es una lástima que no escuches tus propias palabras. —Olfateó el humo de su cigarro como si en algún lugar, en el centro de la nube, hubiera una línea que separase el bien del mal—. No entiendo por qué Eisenhower está tan fastidiado. Tal vez se deba a ese asunto del mes pasado, cuando derribaron el U-2 de Gary Powers. A Eisenhower lo descubrieron con las manos en la masa. Kruschov lo insultó a voluntad delante de todo el mundo. Y luego los problemas con los negros. Eso debe de haberlo trastornado. No hace más que hablar de Cuba como el
agujero negro de Calcuta
.

A menudo había observado que la visita a un restaurante con Harlot debía obedecer ciertas formas y señales. La cuenta era calculada con cuidado para dividirla proporcionalmente; el café y el Hennesey siempre concluían la comida; y jamás parecía importarle el tiempo que demoraban en traer la comida. En una ocasión le pregunté a Kittredge acerca de ello, y riendo sin alegría, respondió: «Los almuerzos son su hobby. Después, Hugh trabaja el resto del día hasta la medianoche». Por la manera en que hacía girar en el cenicero lo que quedaba del cigarro, me di cuenta de que el almuerzo en Harvey's se prolongaría aún un rato. Una vez más, la nuestra era la única mesa ocupada en el salón.

—¿Qué te parece este lugar? —preguntó Harlot.

—Adecuado —respondí.

—Es el favorito de J. Edgar Hoover, de modo que cabría esperar que fuese mejor, pero últimamente he decidido cambiar todo el tiempo mi
endroit
del mediodía. Eso dificulta el que otros puedan mantenerse al tanto de la conversación de uno. Y tengo un asunto delicado que discutir.

Por fin llegaba a la razón de nuestro encuentro. Como había observado en varias sesiones de lectura de poesía en Yale, las buenas voces no suelen ofrecer lo mejor en primer término.

—Quiero ir directamente al grano —dijo—. ¿Qué te parecería renunciar a la CIA?

—Oh, no.

Tenía un recuerdo triste de la vez en que me dijo que no escalara más rocas.

—No cruces el camino antes de mirar a ambos lados. Voy a proponerte una empresa tan secreta que si me he equivocado con respecto a la confianza que puedo depositar en ti, significará que sabrás demasiado. De modo que olvida tus nociones acerca de cómo guardamos los secretos. No es protegiéndolos mediante cercos de alambre de espino, te lo aseguro. Olvida eso. No son seguros. Pero aquí y allí hay un cofre en el que guardamos cosas verdaderamente importantes. Desde nuestro origen, Allen, conjuntamente con algunos de nosotros, ha mantenido en secreto una operación sacrosanta. Tenemos algunos oficiales cuyos nombres nunca figuraron en una ficha 201. No hay papeles, ni pagos. «Tipos muy especiales», según la terminología que usa Allen. Quiero que tú seas uno de esos tipos. —Al susurrar estas últimas palabras, dio un golpecito a su copa—. Por ejemplo, si nuestro Harry Hubbard renunciara a la Agencia, se podría arreglar para él un curso de doce meses, con un salario excelente, en una prestigiosa agencia de negocios de Wall Street, seguido de un trabajo como agente de Bolsa con una excelente cartera de clientes. Entonces, el Tipo Muy Especial, bajo la conducción de personas más experimentadas, podría administrar ciertas fortunas seleccionadas hasta que estuviese en condiciones de hacerlo solo. Eso le permitiría disfrutar de la carrera de un próspero agente de Bolsa para el resto de su vida. Al mismo tiempo, sería un agente de la CIA en potencia. Los Tipos Muy Especiales son utilizados con moderación. No obstante, te aseguro que uno puede ser de extraordinaria utilidad cuando se lo necesita. Podrías estar en el mundo de las finanzas, revolviendo el enorme caldero de los negocios internacionales, bendecido por una fachada impenetrable.

Yo desconfiaba de su presentación. Pensaba que era una manera especial de decirme que lo mejor que podía hacer era renunciar. Harlot debe de haber comprendido mi reacción, pues agregó:

—Si quieres un poco de música de fondo para que acompañe la propuesta, te diré que sólo hacemos esta oferta a jóvenes que consideramos de talento extraordinario y que no poseen el instinto burocrático necesario para hacer un buen trabajo dentro de la estructura formal. Allen necesita a algunos de nuestros mejores hombres en esta otra capacidad, listos a poner el oculto hombro a la rueda. ¿Tienes la cortesía de sentirte honrado por la seriedad de esta oferta?

—La tendría —dije lentamente—, pero, ¿sabe?, me gusta la rutina diaria de la Compañía. No creo que sintiese igual devoción por los bonos y las acciones. Preferiría correr mis riesgos donde estoy.

—Tal vez no te iría tan bien. Tu temperamento es para trabajar solo, y no en equipo.

—Realmente no me importa cuan alto suba. La ambición no es el principio que me guía.

—Entonces, ¿qué buscas entre nosotros?

Reflexioné unos instantes.

—Un trabajo extraordinario que pudiera hacer yo solo —dije, y me sorprendí al oírme.

—¿Te sientes preparado para algo excepcional?

Asentí. Y, estuviera yo preparado, o no, él también asintió. Como siempre, resultaba impenetrable, pero empecé a sospechar que esperaba que yo no quisiera ser un agente de Bolsa. Quizá sólo me había hecho una propuesta inicial para ablandar mi poder de rechazo.

De inmediato llegó la segunda propuesta.

—Tengo otro de estos trabajos
ex officio
para ti —dijo—, y espero que éste no lo rechaces. Por supuesto, deberás agregarlo a la preciosa misión que cumples con Hunt.

—Supongo que deberé informarle sólo a usted.

—Eso por descontado. No mantendrás ningún seguimiento oficial. —Sostuvo el cigarro dentro del puente de tres dedos con que uno coge el taco de billar y con el dedo medio dio un golpecito sobre el mantel, tan ligero que la ceniza no cayó—. Entenderás, por supuesto, que Allen me mantiene junto a él para que funcione como un espíritu flotante de investigación, y eso permite que pueda acceder a ciertos sectores de la Compañía.

—Hugh —aventuré—, todos saben que usted tiene acceso a todo.

—La leyenda puede sobrepasar la realidad —dijo, y con los dedos siguió dando golpecitos al cigarro hasta que la ceniza pareció estar a punto de caer—. Por supuesto, cuento con VAMPIRO—. Esto merecía una pausa—. Y VAMPIRO me mantiene al tanto del FBI. Algunas veces sé qué cosas J. Edgar Hoover esconde en sus escondrijos más secretos.

Tuve una reacción extraña. Me pareció excesiva. Se me erizó el pelo de la nuca. Sentí que éramos como dos sacerdotes solitarios, sentados en el refectorio, y que él me estaba mostrando la llave del armario sagrado donde se guardaban las reliquias. No sabía si su confidencia era sacrílega, pero yo estaba muy perturbado, y de manera agradable, por cierto. Harlot había despertado mi interés por adentrarme en cosas que los demás desconocían.

—Te suministraré mayor información cuando cumplas con el primer requerimiento de tu tarea —dijo.

—Sé que estoy listo —afirmé.

—Deberás establecer contacto con una joven dama cuyas actividades, por el momento, son espiadas por el FBI, que la ha rodeado de micrófonos. Dada la inocencia con que habla por teléfono, es obvio que no sabe que está sentada en la sombra proyectada por el enorme culo de Hoover. Podría ser considerada una damisela en dificultades, sólo que esa definición no le cuadra. Es demasiado promiscua.

—¿Una prostituta de lujo?

—Nada de eso. No es más que una azafata de avión. Pero ha logrado relacionarse con un par de caballeros prominentes que, entre sí, son el aceite y el vinagre.

—¿Es alguno de ellos estadounidense?

—Ambos lo son.

—¿Ambos? ¿Puedo preguntar por qué está involucrada la Agencia?

—No lo está. Excepto por VAMPIRO. Digamos que VAMPIRO está interesado porque Hoover lo está. Quizá debamos considerar a Hoover como un peligro para nuestro país, igual que lo fue Stalin en los viejos tiempos.

—¿No estará sugiriendo que es un agente soviético?

—Por Dios, no. Pero sospecho que le gustaría controlar todo el país.

Recordé que una noche, en el Establo, Harlot me había hablado del modo en que interpretaba el sentido de nuestra misión: convertirnos en la mente de los Estados Unidos.

—Veo que tendré que aceptar muchas cosas sin discutirlas.

—Por ahora. Sin embargo, una vez que entables relación con esta azafata, podrás acceder al material. Tengo las cintas de ella grabadas por el FBI, y cuentan una buena historia. Serán tuyas, te lo prometo, una vez que conozcas a la sirena, y la enganches. —En caso de que no hubiera apreciado el sentido del verbo, lo aclaró—. Cuanto más hondo cales, mejor.

—¿Cómo es?

—No sufrirás. —Metió la mano en el bolsillo superior de la chaqueta y extrajo una foto en colores, tomada probablemente desde un coche en movimiento. Los rasgos eran un poco borrosos. Todo lo que pude discernir fue una muchacha bonita, de buena figura y cabello negro.

—No creo que esta foto me sirva para identificarla —dije.

—Es muy aproximada. La conocerás en tu viaje de regreso a Miami. Trabaja en la primera clase del vuelo de la Eastern de las 16:50 de hoy. Te cambiaré el billete, y ya encontraremos la manera de pagar la diferencia.

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