El fantasma de Harlot (24 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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Cuando empecé a subir por la pared de la roca, no pude creer lo vertical que era. Pensé que tal vez encontraría alguna inclinación que me favoreciera, pero no. Vertical. Era cierto que la roca estaba agrietada y llena de cicatrices y pozos: una superficie tosca como acné de la que uno podía asirse. Sintiendo al alcance de mi mano una protuberancia amistosa de la cual asirme y viendo una pequeña ranura para mi pie, me beneficié de ambas y logré izarme treinta centímetros del saliente del fondo. Entonces conocí algo de las emociones del primer gran día en Kitty Hawk. Sí, aquello era tan bueno como el primer salto desde el balcón hacia las aguas de la bahía de Blue Hill. Para darme ánimos, el señor Montague tiró levemente de mi arnés.

—¡Si necesitas una pequeña ayuda —gritó— grita: Tensión!

Para demostrármelo, haló más fuerte, de modo que al sentirme más ligero pude trepar con mayor facilidad. Encontré otro lugar donde asirme y apoyar mi pie, lo hice, volví a ascender, una y otra vez, y miré hacia abajo. Estaba a unos veinticinco metros del saliente. ¡Espléndido! Encontré otra protuberancia, y justo encima de mi rodilla, una de las cavidades de las que el señor Montague había hablado, un agujero del tamaño de una tronera en el que pude apoyar el pie. Allí hice un alto para recobrar el aliento. La roca parecía estar viva. Tenía olores, rincones llenos de suciedad, codos que sobresalían, axilas, incluso ingles. No es mi deseo exagerar, pero no estaba preparado para aquella intimidad. Era como si ascendiese por el cuerpo de un gigante hecho con los huesos, la carne y trozos de miembros de un millar de seres humanos.

Luego, demasiado pronto, la escalada se hizo más difícil. Hacia la mitad llegué a un lugar donde no sabía cómo seguir. No había de dónde cogerse, ni un centímetro de rugosidad donde encajar el pie. Estancado, varado, descubrí la indecisión agónica del montañista. Le arden las piernas por el gasto de energía y ansiedad, y no sabe si seguir trepando o tratar de descender unos cuantos centímetros para cambiar de ruta. Helado en la roca, con la voz quemándome la garganta, contemplé las abiertas profundidades que se confundían con un pasado irrecuperable. Como si fuese un prestamista calculé las dudosas posibilidades que presentaba cada ondulación de la roca. Creo que la mitad de lo que aprendí acerca del montañismo proviene de estos primeros cinco minutos en los acantilados Otter: fui presentado al gran mundo social de la piedra vertical. Allí la menor rugosidad puede convertirse en una amiga extremadamente servicial, una socia traicionera aunque útil, una puerta cerrada o una enemiga declarada. Para entonces ya había logrado llegar a un rincón debajo de un saliente.

Allí descansé, respirando de manera entrecortada, totalmente perplejo, sin saber qué hacer a continuación. Cuanto más me demoraba en ese saliente donde sólo podía acomodar una parte del cuerpo, más me veía obligado a malgastar mis fuerzas en mantenerme cogido a la roca. Oí que Montague gritaba.

—No hagas el nido ahí. No es un lugar para poner huevos.

—No sé qué hacer —dije.

—Baja unos cuantos centímetros. Deslízate hacia la derecha.

Fue allí donde descubrí la curiosa naturaleza del mérito personal de cada uno. En circunstancias normales nos es tan inaccesible que solemos conocer mejor nuestros defectos. Mientras iniciaba la retirada, viendo ya las posibilidades que se presentaban a la derecha, me di cuenta de que sortearía más rápidamente el saliente si intentaba una ruta por la izquierda. Era más arriesgado. A la derecha, al menos, tenía la palabra de él, mientras que a la izquierda, si bien podría efectuar un par de buenos movimientos, aparecía luego, unos tres metros más arriba, una pared lisa con dos grietas verticales separadas entre sí por un metro y medio que tal vez ofrecieran uno o dos lugares de donde asirse, aunque no podía estar seguro. Lo que desde abajo parece un asidero, muchas veces resulta ser la sombra de una protuberancia; lo que promete ser un borde para afirmar el pie, puede resultar una mera estría en la roca.

Opté por la ruta de la izquierda. Era la mía. No me había sido dada y por eso podía convertirse en mi propio mérito. Tal era el estado de mi lógica. Jadeando como una mujer a punto de dar a luz (imagen que transmite mi visión adolescente, inspirada en las películas, del modo en que una mujer se comporta en esos trances), podía sentir cómo avanzaba a saltos mi educación religiosa. La virtud era la gracia. Lo imposible podía ser atravesado mediante las intuiciones de nuestro corazón. Escalando hacia la izquierda, tuve que hacer movimientos que antes ni siquiera había intentado. Desesperado por demostrar que mi elección era la correcta, debí trepar de manera extravagante de un reborde de roca a otro, ninguno de los cuales podría haberme sostenido por más de un segundo, pero lo hice todo ininterrumpidamente, como si fuera Montague, y en recompensa llegué a una pequeña plataforma sobre el saliente, en el que pude descansar.

—Tres hurras, muchacho —exclamó Montague—. Has pasado el punto crítico.

Me di cuenta. Lo peor había quedado atrás. Continué hasta la cima en un estado de regocijo potencialmente tan peligroso como mi miedo anterior.

—Perfecto —dijo cuando llegué — . Ahora te probaremos en lugares más difíciles.

Y empezó a guardar el equipo para dirigirnos al paso siguiente.

3

Nuestros temores en la roca pronto se tornan desproporcionados. Si uno no toma la delantera como Montague, sino que va detrás de un buen escalador, en seguida queda claro que puede permitirse el riesgo de una caída. Ignorando esta relativa seguridad, la primera vez hice cada movimiento como si el mínimo error fuese a costarme la vida. Fue necesario un segundo ascenso esa misma tarde en una columna vertical de los acantilados, para que me diese cuenta de que me hallaba relativamente a salvo, pues en un momento en que di un paso en falso, caí medio metro, sin sufrir más que un rasguño en la rodilla. La cuerda de arriba me sostenía.

Después de eso, progresé. El señor Montague aceptó la invitación de mi padre a pasar sus dos semanas de vacaciones en Doane, de modo que durante ese tiempo salí todos los días con él. (A veces bajo la lluvia.) En una oportunidad llevó a dos de mis primos, pero sus temores no hicieron que experimentara ninguna alegría. Me sentía —extraña emoción— como un veterano.

El señor Montague y yo preferíamos ir solos. Cada día me llevaba a una clase distinta de peligro. Aprendí a sentir la roca lisa con el dorso de la mano. Me enseñó la manera de recostarme de espaldas y de asirme con los dedos. Me condujo por chimeneas muy estrechas y por losas de piedra, me enseñó los movimientos transversales de manos. Pasamos días enteros con diferentes paredes de roca. Algunas noches, al dormirme, la forma correcta de colocar los pitones resonaba en mi cerebro, y podía oír el siseo de la cuerda cuando el señor Montague la deslizaba por la carabina.

Me había enamorado de la habilidad sin límites del escalador. De manera torpe, usando los brazos más que las piernas, con la voluntad como sustituta de la sabiduría, avanzaba con dificultad por cualquier pared de roca, ensuciándome con las emanaciones de la piedra. Durante esas dos semanas no hubo dedo, codo o rodilla que no tuviese en carne viva, y mis muslos y espinillas se cubrieron de cardenales. Pero me sentía feliz. Creo que era la primera vez en mi vida que me sentía tan feliz, y entonces, a los diecisiete años, comprendí una verdad a la que algunos no quieren siquiera aproximarse: la felicidad se siente de manera más directa en los intervalos entre terror y terror. Como cada ascenso al que él me conducía era, en general, más difícil que el anterior, era raro el día en que no terminase empapado de sudor. Durante un tiempo conocí el miedo de una manera tan íntima como la relación que se establece entre el cuerpo y la fiebre durante una gripe. Conocí la ley implacable del miedo. Debe ser dominado o se incrementa, y entonces invade nuestros sueños. En ocasiones no era capaz de completar un ascenso, y debía bajar. Sin embargo, cuando se escala una roca es más difícil descender que trepar: los pies deben buscar dónde afirmarse, y ven menos que los dedos. De modo que muchas veces me deslizaba y quedaba colgando de la cuerda, y sudaba, y me sentía doblemente abyecto, y esa noche no podía dormir al enfrentarme a mi terror: debería regresar al día siguiente para hacerlo bien. Una transacción apremiante. En esos momentos uno debe sacar a flote todos los barcos que hundió en la niñez por pérdida de coraje, sí, debe levantarlos desde el fondo del mar, solo. Sentía como si todos los temores de mi infancia, que me abrumaban, hubieran iniciado su ascenso a la superficie; estaba siendo liberado del cementerio de la esperanza muerta. Pero ¡qué operación tan arriesgada! Cada vez que no lograba completar un ascenso, el miedo que esperaba curar no sólo no se consumía, sino que se volvía corrupto.

Pero cuando triunfaba, recibía mi segura recompensa. Por una hora, o por una noche, era feliz. Mi mejor día durante esas dos semanas fue el penúltimo, cuando Montague me llevó otra vez a los acantilados Otter y me pidió que hiciera las veces de guía. A pesar de todo lo que había aprendido, ir delante en el mismo ascenso donde había empezado me resultó mucho más difícil. Al ir primero, debía clavar los pitones a medida que ascendía; mi brazo estaba en tal estado cataléptico de pánico reprimido, que sufría calambres después de cada martillazo. La perspectiva de una caída volvía a tornarse seria. Traté de poner un pitón cada dos metros, sabiendo que cada posible caída sería de cuatro metros, ya que se podía caer de dos metros por encima del último pitón hasta dos metros más abajo. Y esa distancia podía duplicarse si el pitón inferior se desprendía. Ante esta perspectiva, los ascensos fáciles se tornan difíciles.

Me caí una vez. Cuatro metros, nada más. Mi pitón resistió, pero reboté en el extremo de la cuerda y me balanceé de mala manera contra la roca. Lleno de rasguños y magulladuras, y sintiéndome tan confundido como un gato al que han sumergido en un cubo de agua, sostuve el aliento para luchar contra la tentación de gritar, me tomé un minuto entero para convocar los esparcidos gallardetes de mi voluntad y, sin poder creer que me estaba sometiendo a semejante exigencia, reanudé el ascenso en busca del punto más difícil. Era el mismo saliente del primer día, pero ahora arrastraba una cuerda detrás en vez de ser alentado desde arriba. Dos semanas de conocimientos recientemente adquiridos resultaron cruciales. Logré llegar al reborde superior sin volver a caerme.

Esas dos semanas hicieron más por mí que cualquier operación de cerebro. Tenía una nueva posición en mi familia. Mis primos me daban la razón en las pendencias, y una noche mi padre me llevó de ronda por los modestos bares de Bar Harbour. Hacia el fin de la tarde me sentía tan relajado como un paquete de espaguetis cocinados en vino, y mi padre, que como de costumbre no presentaba otra señal de haber bebido que sus impresionantes emanaciones de buena o mala voluntad, dijo:

—Hugh Montague se ha formado una buena opinión de ti. Ése es un espaldarazo, Harry. No debe de haber en el mundo más que diez personas de las que piense así.

Era evidente que papá estaba de un humor espléndido.

—Bien, me alegro —dije.

Me sentía tan confundió que tenía ganas de llorar. En vez de ello, bebí un buen trago de bourbon. El ardor que me causó me dio la pauta de lo fuerte que debía de ser el interior de mi padre.

—Hugh te invitará a comer langosta mañana —dijo—. Dice que mereces una fiesta de despedida para ti solo.

En esa ocasión, Hugh Montague tuvo muchas cosas que decirme. Con la primera copa yo había empezado a balbucear. La borrachera de haber descubierto esta vocación que es un deporte, una habilidad y un monasterio al aire libre para el alma, incrementada por mi triunfo de esa misma tarde en los acantilados Otter, para no mencionar mi afortunado encuentro con el bourbon la noche anterior, así como el gran alivio (no reconocido hasta entonces) de saber que el señor Montague, temible padrino, se marcharía al día siguiente, hizo que me sintiera locuaz. Estaba dispuesto a jurar que nunca traicionaría la nueva disciplina, pero el señor Montague me interrumpió.

—Harry, te diré algo que tal vez te parezca desagradable. Pero lo hago por tu propio bien. Estas dos semanas me han servido para formarme una muy buena opinión de ti. Serás un buen hombre, cosa que en tu caso respeto doblemente porque cuando en la niñez repartieron las cartas, a ti te tocó la peor mano. Tengo entendido que tu madre es menuda.

—Sí.

—Y no demasiado formal, según tu padre.

—No del todo.

—Los hombres deben trabajar para desarrollar sus malas habilidades. Las mujeres, al menos eso es lo que creo, no tienen más que convocarlas. —Al darse cuenta de que mis ojos adolescentes estaban a más de cien kilómetros de la cima de ese comentario, se encogió de hombros—. Cuando nos conozcamos mejor podremos intercambiar unas cuantas anécdotas de nuestras respectivas madres —dijo, y estuvo a punto de interrumpirse, sorprendido por sus propias palabras—, aunque no confíes en ello.

—Sí, señor.

—De ahora en adelante, cuando estemos solos, tú y yo, quiero que me llames por el nombre que emplean mis compañeros. Ese nombre es Harlot. No debe confundirse con Harlow, Jean Harlow, sino que es
Harlot
.

—Sí, señor.

—Una de las preguntas más insistentes en Foggy Bottom, es por qué Montague escogió tal punto de referencia. Tarde o temprano, todos hacen la peregrinación hasta mi buen lado y tienen la conmovedora sencillez de preguntármelo directamente. ¡Como si para mí fuera imprescindible decirlo! Cuando seamos muy amigos, te lo confesaré. Dentro de veinte años.

—Sí, Harlot. —Me interrumpí—. No suena bien.

—No temas. Te acostumbrarás. —Cogió una pinza de langosta, la abrió sin lastimarse con los espolones, y procedió a sacar la carne con el tenedor—. Harry, primero te diré lo peor. —Me clavó la mirada. No había modo de librarse — . Quiero que dejes de escalar rocas.

Era lo mismo que darme una bofetada.

—Pero yo...

—No es que seas malo. Eres mejor que tus habilidades físicas. Tienes un valor innato. De diez principiantes, yo diría que eres el segundo o el tercero en orden de méritos.

—Entonces, ¿por qué debo abandonar? —Hice una pausa. Bajé la voz—. ¿Podría matarme?

—Probablemente no. Pero sí hacerte daño. Sin embargo, ésa no es la razón. Se trata de algo más concreto. Sólo los mejores principiantes deben soñar con seguir. Es más que un deporte para jóvenes valientes como tú.

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