—¿Dónde estarán los adultos? —se preguntaba ella—. Debería haber aparecido alguno. Al menos para conocer a quiénes alojan en su casa. Cuando ambos alcanzaron la habitación de Odín, Gharin hablaba en voz queda con el muchacho. Conversaban sobre las habitaciones y acerca de dónde se dispensaría la cena. Parece que no se llegaba a un acuerdo. La posada era acogedora y limpia. Mucho más acogedora y limpia de lo que puede llegar a serlo dormir en el bosque, pero a nuestra mentalidad occidental tan sólo se hubiese salvado aquella rústica presencia, ese bucólico escenario interior que tanto gusta a los turistas de la urbe, muy alejado, no obstante, de cualquiera de nuestros lujos convencionales. Las habitaciones eran individuales aunque de dimensiones reducidas y techos algo bajos. La cama resultaba un catre sólido, de perfil austero, firmemente construido en robusta madera. Sobre él, un mullido colchón de lanas, quizá algo blando para espaldas sensibles. Un par de sillas fuertes acompañaban el camastro, así como un espejo de medio cuerpo -todo un lujo- y una pequeña mesita, que nosotros llamaríamos auxiliar, pero que respondía a otras necesidades. Completaba el mobiliario un respetable arcón de sólido cerraje en metal donde guardar enseres personales, dinero, armas o armaduras. Había también un robusto vástago de madera a modo de perchero para aquellos que quisieran tener sus arreos mucho más a mano que en el vientre rancio del arcón.
Por los gruesos vidrios del ventanal se veía la noche, sesgada por lanceadas nubes grises, como tajos de espada. Destacaban como manchas brillantes cargadas de un maligno destello y fantasmagóricos fulgores. La luz de la insana luna se insinuaba lascivamente tras estas estelas danzantes aunque no dejaba asomar su tenebrosa mirada por entre sus raídos velos. Kallah miraba escondida.
La ventana de la habitación de Odín se hallaba entreabierta. Los suaves cortinajes se mecían por el soplo álgido de una brisa insinuante que con mucho disimulo lograba colarse por entre las hojas abiertas y besar la piel del coloso exánime. Claudia comprobó que su corpulento amigo dormía profundamente. Ni tan siquiera se había desprendido del rudo casco de ogro con el que escondía sus facciones. La chica se alejó de Alex, interesado en sumarse a la discusión con Gharin, y penetró en los aposentos de su noble compañero, acercándose hasta ese corpachón desmesurado que hacía empequeñecer el mobiliario. A duras penas dejaba intuir la cama bajo él. Parecía tan en paz, tan inofensivo que despertó en su amiga ese instinto maternal que aseguran las mujeres dormita en todas ellas desde el momento de nacer. Le embargó la ternura. Con mucha delicadeza desprendió el casco de su cabeza, antaño pelada, pero que despuntaba ahora unos cabellos rubios como el trigo maduro.
El rostro del gigante había empezado a cambiar lentamente ante sus ojos. Aquella perpetua y simulada calvicie y sus tremendos bigotes vikingos habían sido por siempre atrás su enseña de identidad, ese distintivo inequívoco de él. Ahora, y por primera vez, contemplaba su majestuoso cráneo coronado por dorados filamentos y aquellos salvajes bigotes aún sobresalientes se disimulaban por una nueva barba que comenzaba a alfombrar su endurecido rostro de nórdico lampiño. Al contemplarle así, perdido en los confines del sueño, Claudia tuvo un instante de lucidez. Un pensamiento cruzó a velocidades incalculables su cabeza. Supo -no puedo asegurar exactamente por qué-, al mirarle bajo su grotesca armadura, así, en plena y lenta metamorfosis, que quizá tuviese razón y existiese una parte escondida y latente en el alma del enorme músico que pertenecía sin discusión a este mundo plagado de peligros.
Allwënn quedó mirando la pesada puerta de dobla hoja que daba acceso a la taberna. Detrás de sus oscuros tablones no había luz. Al menos ningún destello se rebelaba ahora. Pero la habitación que se extendía tras su maciza silueta parecía esconder algo, más allá de sus veladas simientes. No en vano resultaba precisamente esa, la estancia en la que aseguraba haber visto apagar una luz desde las cuadras. El iris del guerrero escrutaba los maderos como si su afilada pupila pudiese traspasarlos y desvelar su interior.
El pequeño bajaba por las escaleras que conectaban el distribuidor con el segundo piso. Le había costado algunos minutos convencer al semielfo para que la cena la tomaran en sus respectivas habitaciones. La escrupulosidad elfa impide a los vástagos de Alda comer y dormir en la misma habitación, lo consideran declaradamente antihigiénico y de muy mal gusto. Con todo, el rubio mestizo parecía haber quedado a medias convencido, probablemente por no incurrir en mayores molestias. Aún con todo, la última palabra habría de procurarla el desaparecido Ishmant. El jovencito venía absorto en sus propios pensamientos y sólo descubrió al tenebroso Allwënn cuando casi tropieza con él. Al verle malencarado ante la puerta emitió un ahogado suspiro, haciéndose a la idea casi de inmediato que habría de lidiar de nuevo contra la obstinación elfa. Mucho le decía que aquel mestizo sería aún más difícil de convencer que su amigo.
Casi sin emitir sonido alguno alcanzó al elfo y preguntó amablemente si podía ayudarle de algún modo. Allwënn no se volvió hacia él cuando le contestó. Con la mirada fundida en la puerta preguntó de nuevo si alguien más se alojaba en esta posada. Esta vez su voz sonó aún más áspera, habitualmente áspera, podría asegurarles yo. Había perdido parte de la amable delicadeza antes invertida con la chica. Aquél se apresuró a responder negativamente pero Allwënn creyó robar de sus palabras una fingida naturalidad. Su cuello tornó la verde mirada hacia el chico que pronto fue fulminado por las brillantes pupilas del semielfo. Se estremeció de parte a parte. Quizá no estaba acostumbrado a tan hirviente par de ojos.
Aquel félido me despertó al alba con una inusitada delicadeza, con la misma ternura de una madre que despabila temprano a su retoño. Casi esperé un beso en la mejilla y una caricia en los cabellos. Y sólo eso faltó, al menos por su parte, ya que su inusual mascota no dudó en pasar su húmeda y áspera lengua por mi frente. Aún me cuesta interpretar aquel incidente. Dudo si resultaba una peculiar caricia o una reprimenda a mi modorra.
No había demasiado equipo que recoger. El gigantesco félido no poseía montura, y sin un corcel que soportase los petates, el peso a transportar se debía reducir a la mínima expresión. Salvo sus armas y un recio morral, el poderoso aventurero tan sólo hacía pender de su cinto algunas bolsas en las que ocultar el oro, hierbas y otros utensilios de pequeño tamaño. Sus ropas parecían resistentes, pero era obvio que no se trataba de prendas de gran calidad. Apenas si portaba alhajas, si he de compararlo con mis primeros guías, los semielfos. Las que lucía a la vista eran piezas artesanas y toscas, habitualmente confeccionadas a partir de materias naturales. Por el contrario sus armas dejaban al rudo armamento de los orcos al mismo nivel de las espadas y escudos de madera con las que juegan los niños. Frecuentemente, el félido ayudaba a sostener su considerable tamaño mediante una alta y gruesa vara a modo de bastón. A pesar de haberse confesado anciano, aquel Lex de los leónidas gozaba de una extraordinaria vitalidad. Tanta, que alguien menos crédulo que yo hubiese podido dudar de sus palabras. No precisaba en absoluto la ayuda del labrado bastón, lo que me hizo sospechar que tuviese otra finalidad bien distinta que aquella a la que por evidencia parecía destinado.
Asimismo, cargaba espada y escudo, ambos de particulares diseños: el acero era una espada curva. Un descomunal alfanje con mango diseñado para poder ser blandido con ambas manos. La pieza resultaba admirable incluso dentro de su vaina. Parecía obvio que el metal había sido forjado teniendo en cuenta las formidables dimensiones del portador. Si él, como una torre, superaba con gran soberbia los dos metros de altura, su curvo hierro, aún en su doblez, se alzaba por encima de mi cabeza sobrepasándola un buen trecho.
Su escudo, tal vez resultara la pieza más notable del escaso, aunque impresionante armamento. Su diseño suponía la nota altisonante de una melodía, habitualmente austera y repetitiva. La defensa tenía forma de estrella. El metal se apuntaba hacia las cuatro diagonales desde un núcleo redondo, proporcionando una original y amplia cobertura a su portador. Tal vez, lo aún más sorprendente, derivaba que los cuatro brazos de la estrella estaban afilados. De tal manera podían utilizarse, no sólo para detener las embestidas del enemigo o quebrar armas, si no para propinar lances devastadores. Fue con los que acabó con aquellos orcos de Plasa.
El desayuno resultó frugal. Apenas algo de fruta seca y agua fresca del río. Así, partimos con la promesa de detenernos conforme avanzase la mañana a degustar los secretos que el bosque nos fuera ofreciendo a su paso. De tal manera, poco después del segundo amanecer interrumpimos la marcha junto la sonora orilla del arroyo para degustar algunas bayas maduras y jugosa fruta recogida. También bebimos néctar y unos huevos crudos -antes jamás los hubiese probado y en aquella ocasión me supieron a gloria-, que el félido con ojo diestro y mano selecta, recogió durante la breve travesía.
Era un ser fascinante, cargado de una poderosa aureola de majestad y sapiencia. Sus increíbles dimensiones le aportaban un carisma imposible de transmitir a través de la lectura, una fuerza indescriptible. Su felina mirada, hacían de él una criatura solemne y poderosa, al tiempo que brindaba la serenidad profunda del ermitaño.
Cuando hablaba de cualquier insignificante asunto, su relajada expresión y su voz envolvente, revestían un discurso lleno de significado que evidenciaba no sólo un profundo conocimiento de las cosas, sino, además, un temple sosegado y una experiencia vasta y dilatada. Conversar con él, aunque fuese de los asuntos más triviales de la vida, suponía un aporte siempre interesante de conocimiento.
De aquel encuentro, de aquel camino, de aquellas primeras horas por ejemplo, son mis conocimientos acerca de muchos de los asuntos que ya les he narrado. Sería en esa y otras charlas con él, que yo llegase a conocer la mayoría de los datos vertidos aquí. Ejemplo de ello, sería aclarar de una vez la singular órbita de los soles gemelos. Hubo de ser el sorprendente félido quien me confesara el origen de los nombres de los cuatro puntos cardinales. Como creo haber comentado en alguna ocasión anterior, éstos corresponden con cuatro míticos reinos elfos de antaño. También el detalle relevante que se encuentra en la salida y puesta de los soles. A diferencia del sol que conocemos, el dorado y solemne Yelm y el rojo Minos no salen por el Este para ponerse al Oeste. Muy al contrario surgen desde el árido sur para ocultarse tras el norte gélido. Soy consciente que cuento digo parece tener poca lógica astronómica y ello me llevó largos momento de reflexión. Tan peculiar dirección supuso para mí y el resto de los infortunados humanos en tan increíble historia, más de una confusión y dolor de cabeza. Creo que nuestro cuerpo, que sin duda sintoniza con las fuerzas del planeta, se sentía desorientado y eso explicaría la turbación anímica que sufrimos durante las primeras semanas. Luego, poco a poco, nuestro pulso se fue aclimatando con el de la tierra y todo volvió a fluir. Con su explicación, al fin se ponía un punto de orden en mi desorientada cabeza, harta de batallar contra esquemas y modos de entender que desconocía. Al fin encontré, en tan minúsculo detalle la llave que me proporcionaría la comprensión y por ella, la adaptación posterior a tan distinto escenario. Puedo afirmar sin riesgo a equivocarme que sus explicaciones se convirtieron en la pauta a seguir. En la valiosa Piedra Rosetta con la que traducir las particularidades del mundo extraño y fascinante que me mantenía preso.
Los pensamientos iban y venían de su cabeza como un fluido espeso que se fuera sedimentando en los rincones para hacer mucho más cansino y costoso el trabajo de entresacarlo. Su mente libraba una feroz batalla con el recuerdo y las emociones. Habían cambiado muchas cosas en sólo unas horas y la perspectiva de que su vida retornara a la amable rutina diaria se oscurecía por momentos. Forja levantó su mirada sobre las lenguas llameantes de la hoguera y pasó por encima de las sombrías figuras que la acompañaban sin prestar razón o interés a su identidad. Sus pupilas, quizá sin pretenderlo, se fueron hasta la esbelta presencia del mutilado arquero y se mantuvieron fijas allí, observándole en silencio. Akkôlom tenía la vista perdida en la noche, aunque la joven mestiza pronto adivinó que el experimentado elfo miraba hacia dentro.
No se habían decidido a actuar hasta aquella tarde...
Su epopeya en la aldea de Plasa había resultado tan épica como lo fuese mi propia huida....
Los brazos de Forja vacilaron y cedieron, estrellando su cuerpo contra el suelo pedregoso cuando le tocó el turno de atravesar los vidrios quebrados de la ventana. Akkôlom surgiría a través de los afilados jirones de cristal sólo instantes después, con el rostro manchado de la espesa sangre de los orcos. Le escocían las manos después del brusco encuentro con la abrasiva tierra, pero ello no impidió que irguiese su cuerpo con rapidez. El mutilado elfo evitó desplomarse. Suplió con una buena dosis de destreza el peliagudo obstáculo y tan sólo trastabilló unos metros. Pronto la marea de gargantas que les perseguía ensordeció la escena.
La joven mestiza recuperó su espada que dormía como muerta en el suelo tras su caída. Sus ojos pronto delataron a las primeras figuras de enemigos que se aproximaban a ellos. Akkôlom agarró la banqueta que momentos antes yo mismo utilizase para abrir una brecha en el ventanuco y la estrelló con fuerza sobre el cráneo del primer orco que intentó salir a través de él. Luego, con su arma dispuesta, pero carente ya de aquel ígneo fulgor en su filo se acercó jadeante hasta la exótica semielfa.
—¿Y el chico? —preguntó sofocado.
—No le veo —contestó ella nerviosa después del rápido vistazo desplegado por su caótico campo de visión. El clamor se había extendido. La alarma corría como la chispa sobre el río de pólvora. Por todos los rincones aparecían enemigos armados dispuestos a cebarse con ellos.
—Salgamos de aquí —apremió el veterano elfo. Como almas que llevara el diablo, ambos se lanzaron a todo correr por una de aquellas maltrechas calles sin un esquema previo. Contaban tan sólo con la adrenalina que bañaba sus muslos y que la intuición guiara sus pasos. El caos palpitaba a su alrededor. Le seguía con sonoras pisadas y alaridos de guerra como ese miedo que se contagia y difunde. Como plaga. Esquivaron a los primeros orcos.