El enviado (81 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—Algo terrible, sin duda.

—Hace mucho tiempo que sucedió, de eso no hay duda —respondió entonces Odín al comentario de la joven enlazando con sus propios pensamientos—, pero siento cómo resucitamos sus últimos momentos cada vez que clavamos la vista en una de esas paredes calcinadas.

Claudia callaba.

Alex se había quedado un poco rezagado con respecto al grupo, apenas unos metros pero estaba tan embebido en la contemplación del lugar que atravesaba que apenas si percibió su retraso. De repente, la montura hizo un movimiento extraño y el chico, que pronto se reveló extraordinariamente hábil con el caballo, supo que el animal había pisado algo con su pata trasera.

Aún se encontraba dedicado a buscar el origen del traspié cuando le pareció escuchar un ruido en una de las calles adyacentes. Ambos soles habían desaparecido engullidos por la línea del horizonte y tan sólo quedaba esa luz menguante y difusa que aún perdura justo antes de que las sombras ganen la definitiva batalla. La calle que miraba había caído ya en poder de las tinieblas y apenas un resplandor borroso aún perfilaba contornos. Allí sorprendió a una sombra de corta estatura que cruzaba de una a otra vivienda en la impunidad del silencio. Al sentirse descubierta, se detuvo justo en mitad del trayecto. Demasiado oscuro, por desgracia, para apreciar sin confusión de qué se trataba. Demasiado lejano, demasiado deforme para identificar brazos y patas aunque el joven creyó adivinar que caminaba sobre dos piernas. Fuera lo que fuera aquello que las pupilas de Alex sorprendieron, se detuvo para mirarlo. Dos puntos intensamente rojos se dibujaron en la oscuridad como sus ojos y el joven se sobresaltó.

—¡Alex! ¿Qué demonios haces ahí? Vamos, no te quedes atrás.

El joven desvió la mirada un instante y cuando la regresó al punto de origen, la criatura o lo que quiera que fuese, había desaparecido.

—¿Ocurre algo? ¿Alex? —El joven pensó en un instante en contar lo que había visto, pero por algún motivo desconocido, decidió al fin no hacerlo. Espoleó el caballo y con un ligero trote pronto estuvo de nuevo junto al resto de sus compañeros.

El joven músico alcanzó a los jinetes que se habían detenido. La amplia calle desembocaba como el caudal de un río en la plaza mayor de la ciudad. Antaño sirvió de foro comercial y administrativo, era el punto más concurrido y activo de la ciudad. Sin embargo, el lugar que pisaban había sido objeto de un salvaje ensañamiento. El abanico de destrucción que se abría ante los ojos en aquella extensión sorprendía incluso a quienes ya esperaban hallarla destrozada. La plaza mayor era también el lugar donde se ubicaban la mayoría de los edificios de la administración pública entre los que solían encontrarse los templos y edificios religiosos. Ahora no eran más que despojos, ruinas o cimientos. Las grandes y solemnes construcciones se habían hundido. De los majestuosos templos poco quedaba en pie. El que una vez fue probablemente el más recio e impresionante, el Templo de Yelm, yacía derrumbado sobre sus pilares formando una acumulación informe de polvo y piedra. Tan sólo aguantaba, agónica y temblorosa la silueta de sus impresionantes puertas y la gigantesca arcada que una vez dio paso a peregrinos y devotos. También las dos columnas estriadas, aún con el carcomido revestimiento dorado que las adornó rematadas por capiteles Ilthicos, capaces de servir de mesa para un banquete, que las flanqueaban. Fragmentos de las grandes torres, partes de las cubiertas colosales que un día se cubrieron con cúpulas. Todo él vencido y humillado. Aquellas puertas se abrían como un portal en la nada. Como entrada a un invisible recinto, físico tal vez en otros planos u otros mundos. Allí aguardaban, como recuerdo del orgullo, como irreductibles pilares que perviven cuando todo a su alrededor ha muerto y desaparecido. Peor suerte tuvieron otros santuarios para quienes una marca de cimientos en el suelo y algún que otro arranque de pilares o columnas sobresaliendo por entre el mar de escombros, resultaban el último vestigio de aliento entre tanta desolación. Sólo la siniestra silueta de un templo se mantenía indemne como la torre mayor de un alcázar; alzando con soberbia sus afiladas puntas proyectadas hacia el cielo oscurecido de la noche, cuya devastación circundante las hacía parecer aún más alargadas e interminables, aún más sombrías y tenebrosas.

Resultaba un edificio levantado al exterior en una piedra azulada oscura y mate aunque muy bien trabajada. Tenía amplios ventanales ojivales y puntiagudas torres y remates. El lienzo de la portada se coronaba con cuatro torres y una cresta de tenebroso diseño. Sobria, sin grandes representaciones escultóricas se encontraba cuajada de relieves extensos y profundos que empañaban como un tul de piedra la enorme y alta fachada del edificio. Unas puertas dobles, grandes y pesadas, tachonadas de metal, cerraban el paso enmarcadas por un recargado dintel y la impresionante talla de un atlante de rostro velado como parteluz. Un enorme medallón esculpido sobre estos elementos avisaba de la advocación del tenebroso lugar de culto.

—No es de advocación a Kallah —anunció Ishmant, algo que resultaba obvio para los elfos pero absolutamente desconocido para el resto de los humanos.

—Aros —contestó pronto Gharin—, el Farsante. Al parecer un gremio de ladrones y estafadores había levantado su santuario aquí.

—Apuesto mi diestra a que algo tuvieron que ver con el desenlace de esta batalla —aseguró Allwënn que se había adelantado para observar con mayor detalle la cimentación del edificio. Un trueno distante avisó de la cercanía de la nueva tormenta e hizo desviar las miradas al cielo en cuya negra simiente comenzaban a brillar las primeras estrellas.

—Si, quizá sea buena idea entrar —secundó alguien.

Allwënn se detuvo de súbito para volverse y escudriñar lenta y desconfiadamente el hueco de aquellos edificios fantasmas envueltos en las tinieblas de la recién llegada noche.

—Esta ciudad parece tener mil ojos —comentó el mestizo con un patente recelo. Alexis estuvo a punto de confesar el fortuito y extraño percance de hacía unos minutos. Pero el silencio de la indecisión ganó terreno y las palabras al final murieron antes de nacer.

El portón, aunque grande, podía haber sido movido por una sola persona aunque hizo falta la fuerza combinada de Allwënn y Odín para desencajar y obligar a ceder a unos pórticos oxidados y atorados desde hacía décadas. Las pesadas hojas de madera se resistían como un contendiente que libra un feroz pulso. Se doblegaron, al fin, después de mucho esfuerzo y no sin antes arrancar algún jadeo a sus adversarios y unas gotas de sudor a sus frentes. Los elfos avanzaron sólo un paso, suficiente para avistar un interior que aparecía como un vacío eterno, sin fronteras ni límites, para el resto de los presentes. A nuestros ojos, desde aquellas impresionantes oquedades podían vislumbrarse las lanzas de luz fantasmal de la luna. Hendían las sombras del templo descubriendo algunos capiteles colosales, remates del techo abriendo una tenebrosa estampa arbolada de columnas que se difuminaba, como parches de realidad, sólo bosquejos inacabados en una inmensidad lúgubre y deteriorada.

—Vacío —dijo al fin Allwënn—. Siniestro... pero vacío.

—¿Qué veis? —preguntó la joven inquieta.

—Es grande, enorme y parece seco.

—Aún hay antorchas —confesó Gharin interrumpiendo. Un quejido prolongado y metálico anunció que la Äriel se encontraba fuera de su vaina.

—Aguardad aquí —anunció el elfo de cabellos negros a todos aunque su mirada se centrara en Ishmant. Aquél gesticuló su cabeza en un tono afirmativo. Adoptando una intrigante postura de alerta, ambas figuras se internaron en la capa impenetrable en pocos segundos—. Volveremos enseguida.

Y sus cuerpos fueron engullidos por las sombras, desapareciendo para todos.

Las avivadas lenguas de fuego emanaban un destello anaranjado y cálido, animado por el chisporrotear siseante que emitía el deteriorado tronco conforme el ígneo elemento devoraba sus astillas, ennegreciéndolo de muerte. Bajo su arco de luz pulsante y tenue, al calor que su crepitar imprimía sobre la frente desnuda, comenzaba a desvelarse un espacio solemne, imposible de iluminar con solo un puñado de antorchas dispersas y que se extendía más allá de cualquier mirada. La cúpula del techo continuaba sin aparecer a pesar de la iridiscencia y el fulgor del fuego, allí los ornamentados fustes se perdían en las alturas volviéndose imprecisos como gigantescos troncos de un bosque cuyas ramas se alzaran por encima de las gruesas capas de nubes.

En el vasto escenario que comenzaba a dibujarse, las paredes aparecían cubiertas de relieves, así como aquellos eternos pilares de piedra también aparecían heridos por el cincel que arrancó a sus cuerpos sin vida extrañas figuras orantes y una simbología incomprensible para los ajenos al culto de Aros. A los pies de estos gigantes labrados, a la altura aproximada de un hombre se perfilaban unas pequeñas figuras embozabas portando páteras que una vez sirvieron para ser llenadas de agua u otros líquidos con los que realizar algún tipo de libación ritual, tan sólo conocida por quienes venerasen al Dios de los Farsantes.

—Huesos. El suelo está lleno de huesos —exclamó Allwënn conforme la luz de las otras antorchas revelaba más y más tramos ocultos bajo las sombras. Y así, el polvoriento suelo comenzó a revelar más y más formas como aquella, más contornos inequívocamente óseos bajo el atuendo monótono de la suciedad.

En efecto, se encontraba infectado de huesos, la mayoría, presumiblemente humanos, diseminados por doquier. Muchos, quizá los restos de más de un centenar de víctimas podían encontrarse allí y se perdían más allá de donde les alcanzaba la vista.

—Puede que apilaran aquí las víctimas de la ciudad —apuntó Ishmant desde un extremo.

—Y entonces ¿por qué los esqueletos no están enteros? —apostilló entonces la voz calmada del rubio arquero no sin cierta chispa de desconfianza.

—Quizá los hayan movido las Ratas —anunció la chica más retrasada haciendo aflorar la primera idea que surcaba por entonces su pensamiento. El resto de las cabezas se volvieron a ella aún en la distancia. La joven sintió de nuevo la afilada lanza de las élficas pupilas quemarle la piel. Se hizo, entonces, un inexplicable silencio.

—Este lugar me da mala espina —susurró de nuevo Alex.

La poca madera que pudieron rapiñar por entre los retales inservibles de la estancia, crepitaba ahora en forma de hoguera. Las llamas y el calor habían bastado para ofrecer la lumbre necesaria que sirviese para preparar un extraño guiso caldoso con un toque picante a base de raíces y brotes recolectados durante su paseo por las abundantes marismas. Los restos de la olla y otros utensilios se repartían por el suelo aún. El arco de luz que imprimía el pequeño fuego y las antorchas de las paredes iluminaban la estancia lo suficiente como para poder ver aunque fuese con limitaciones. Tal como parecía probable, llovía... el caudal de agua golpeaba las inaccesibles techumbres con un sonido martilleante y repetitivo que crecía en matizados ecos conforme se internaba entre los pilares y muros del lóbrego santuario.

Ishmant se acercó a uno de los huecos del techo por donde se despeñaba la lluvia del exterior con la mayoría de los cuencos y cucharones utilizados en la cena con intención de limpiarlos aprovechando el fresco caudal de agua que caía del cielo. El contacto con la lluvia le parecía vivificante sin preocuparle que sus ropas se empapasen.

Allwënn hacía ya un buen rato que se había separado del grupo para pasear lentamente entre los límites del arco de luz que imprimía el fuego. Desde allí observaba a Ishmant adecentar el tosco utillaje que usaban para guisar aprovechando la lluvia. También a su inseparable amigo, rodeado por los absortos humanos embebidos en su charla y su hacer. Sonreía desde la distancia y medio envuelto en sombras, sonreía admirado de la capacidad comunicativa de Gharin, de esa chispa siempre amable y risueña que parecía acompañarle siempre. Pocos le habían visto como él, iracundo o turbado. Pocos habían conocido al Gharin marchito y consumido que también vivía entre su pelo rubio y sus ojos azules. «Gharin» pensaba «mi viejo y querido» «mi admirado y débil compañero» «mi pilar, mi amigo».

La admiración que esta singular pareja se profesaba entre ellos se remontaba a los anales de su propia existencia y habría que buscar los verdaderos y profundos misterios de su relación en la densa y emotiva historia que les unía. A veces parecían una pareja de amantes o incluso un viejo matrimonio, tanto en sus gestos como en sus disputas. Pero sin duda fueron, son y serán, la pareja de seres que con mayor determinación marcarían mi recuerdo y mi vida.

Por desgracia, los pensamientos de Allwënn no se reducían a su amigo.

Aquella parte de su sangre que conectaba con la estirpe de su padre le había estado mandando señales confusas desde que penetraran en ese lugar malsano y tenebroso. El mestizo de enanos percibía en los intrincados corredores que se ocultaban más allá y bajo aquel suelo infecto cómo anidaba una turbulencia extraña, como un poder latente. Parecía bullir, retorcerse y agitarse en la insondable profundidad de la tierra, como si ésta se estremeciera ante el batir de las miles de botas de un ejército diminuto. Ninguna de sus lecturas era clara y aquello le acababa intranquilizando.

—Deberíamos marchar en cuanto podamos —anunció una voz a su espalda después de que una mano firme pero suave aplastara su hombro. Al volverse descubrió que Ishmant había regresado y portaba ya limpios los cacharros de cocina.

—Podríamos acabar maldiciendo preferir este lugar a dormir bajo la lluvia—. Allwënn supo por algún extraño matiz de su voz que aquellas palabras tenían relación sin duda con lo que a él le perturbaba. Continuó amasando aquellos pensamientos mientras el cuerpo esbelto del guerrero se acercaba al resto del grupo.

Aquella sensación de intranquilidad se acrecentaba por momentos, tal vez la seguridad de saber que el propio Ishmant ya advertía algún peligro aceleraba de algún modo su angustia. O quizá no. Quizá no fuese únicamente una sensación, quizá...

Quiso estar seguro y posó su mano callosa en las polvorientas losas del pavimento.

No se equivocaba.

El tacto frío se extendió por la palma hasta la punta de sus dedos. Junto a él, una leve vibración tan solo perceptible para aquellos muy vinculados con los secretos de la piedra y las cavernosas profundidades del subsuelo comenzó a hormiguear a través de las losas. Tales signos sólo podían tener una lectura para esa mano diestra. Ciertamente algo avanzaba o se movía entre las simientes lóbregas de aquel santuario. Algo habitaba en el interior aún en pie del ajado templo. Una agitación que dejaba transpirar la piedra a aquella mano de sangre enana.

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