Gharin paró de tocar.
Sus dedos dejaron de pisar las duras y sonoras cuerdas de su laúd provocando un tono discordante y poco frecuente en sus recitales. Los chicos, atentos a las notas y palabras del elfo enseguida advirtieron la interrupción. Nada parecía estar fuera de su lugar. Sin embargo, como un perro que olfatease el aire en busca de una presa, a Gharin le había distraído algo que parecía escaparse al resto de los sentidos. Pronto se cruzaron las miradas... Alex, Claudia, Odín...
Comenzaron a sentirse nerviosos pero antes de poder pensar siquiera qué preguntar, el hermoso rubio clavó unas pupilas cargadas de recelo sobre Ishmant. Aquél pareció presentir el peso de la mirada azul del elfo y alzó su cabeza, antes hundida en sus propios asuntos. También había una sombra en la mirada del humano.
Entonces un zumbido grave, lejano al inicio pero creciente de intensidad inundó los vastos salones que pisaban, obligando a torcer las miradas hacia la intraspasable oscuridad que allí reinaba. Provenía sin duda de las cámaras interiores del templo, un rugido agudo, como el chillar de miles de gargantas que al cobrar fuerza con el número convirtiese un delgado hilo en una furiosa cascada. Los ecos acrecentaban el poder del sonido, entrechocando con los pilares helicoidales y entre las invisibles cubiertas, reverberando contra muros y columnas. Gharin dejó caer el laúd. Ishmant desenvainó sus afilados aceros y el gesto en su rostro no dejaba lugar a dudas sobre de la situación. El miedo empezó a anidar en las entrañas con ese cosquillear insano que advierte de un desastre.
....y de pronto, la calma.
—¡Larguémonos! —apremió Allwënn, apareciendo de súbito, haciéndose visible al entrar de nuevo en el radio de luz de la hoguera. En su mano las formas sensuales y poderosas de su afamada espada brillaban como si acabase de ser pulida y afilada.
—¿Qué ha sido eso?
—Levantemos el campamento, aprisa. Algo anida en los subterráneos de este templo.
Nadie quiso hacer más preguntas de ninguna índole. Al anuncio del elfo siguieron las prisas. Al principio con algún recelo llevado por la misma inquietud y luego como activados por un hechizo hipnótico, las armaduras revistieron torsos, se ciñeron las espadas al cinto y las lanzas entre los dedos. Cualquier otro arreo se dispuso rápido a ser recogido, de manera que pronto el grupo avanzaba apresurado y receloso, dispuesto a abandonar aquel oscuro lugar que se tornaba más y más adverso conforme pasaban los segundos.
Ishmant y Gharin encabezaban la marcha, ambos con sus sentidos y aceros alerta, mientras que el bravo mestizo cerraba la retaguardia empuñando su formidable espada con ambas manos. Entre ambos extremos caminaban los muchachos, como siempre cargando con la mayoría de los bultos.
El arquero fue el primero en salir al exterior donde aguardaba una noche lluviosa y relampagueante, cargada de truenos y agua. Tan pronto como cruzó el umbral, volvió adentro, con el rostro sobresaltado y profiriendo una maldición. Aquello detuvo con sorpresa al resto de los miembros.
—¿Qué ocurre? —inquirió Ishmant, adelantándose a cualquier otra pregunta.
—Nuestra suerte empeora —masculló entre dientes—. Creo haber visto figuras en el exterior.
—¿Cómo? —exclamó su amigo mestizo como si no pudiera dar crédito a las palabras del arquero. Aprisa abandonó la retaguardia para acercarse junto con Gharin hasta la hoja abierta del portón y comprobarlo por él mismo. Entre el chapotear de la lluvia llegaban voces extrañas y roncas. Un terrible haz de luz convirtió las oscuras planicies en un paraje soleado por un instante, momentos antes de que la profunda garganta del trueno hiciese temblar la tierra. Entonces se pudo ver sin error cómo un grupo de figuras corpulentas y pesadas se iban agrupando en las desoladas ruinas de la plaza.
Volvieron adentro.
—Me temo que son los ogros que acabaron con aquella partida de mercenarios —aseguró Gharin a quien siguió Ishmant con un cabeceo corroborador que no infundía ánimos precisamente.
—Es imposible —decía Allwënn para sí aunque sus pensamientos se tradujesen en voz alta. La sola idea de acabar trinchados como fiambres hacía desear la muerte en aquel preciso instante, a ser posible fulminados por el próximo rayo caído del cielo. Antiguos y amargos temores resucitaron con un sudor frío y un temblar de piernas. Las imágenes de aquellos despojos colgados de las ramas del centenario árbol se hicieron terroríficamente presentes entonces.
—Vendrán hacia aquí —dijo Ishmant.
—¿Por qué? —asaltó Alexis, como si negándose en redondo a esa posibilidad la convirtiese en improbable—. ¿Cómo estás tan seguro? ¿Y si pasan de largo?
—No lo harán. Por el mismo motivo por el que nosotros hemos acabado aquí —contestó en su lugar el mestizo de la espada dentada—. Porque llueve. Y éste es el único techo seguro.
—Hay otras casas y muchas aún tienen techo —añadió la chica con la misma desesperación que el joven músico—. No tendrían por qué entrar aquí. ¿Verdad? No tendrían por qué hacerlo. Hay... hay otros lugares ¿no? Decidme que no lo harán. ¡Oh Dios mío! Van a entrar.
—Entrarán... así que más vale que estemos preparados para cuando lo hagan. O al menos, estemos a cubierto.
Tan rápido como se pudo apagaron las antorchas. La oscuridad cayó sobre el dañado escenario como una plaga y todo se volvió impenetrable tras su velo turbio. El vasto y sombrío espacio se multiplicó por mil con la ausencia de luz y muchas pupilas no se sentían capaces de volver a calcular las dimensiones reales de la escena. Se escabulleron. Algunos a tientas, aunque guiados por aquellos que poseían ojos capaces de penetrar lo impenetrable. Y al fin encontraron un lugar adonde aguardar en silencio y postrados entre la inmundicia y el polvo. Apenas si podían hacerse una idea del lugar que les cobijaba. Parecía un hueco en la pared parapetados por una trinchera de despojos y fragmentos de muro desmembrados. Aguardaron en silencio. Tan sólo el claquetear de rodillas o dientes, la respiración convulsa y agitada por el miedo o los iris resplandecientes de los elfos podían delatarlos entre las murallas de obstáculos y sombra.
—¿Y ahora?
—Ahora esperaremos.
Esperar. Eso harían, esperar a que aquella manada de bestias entrase en el templo. Confiar que sus estómagos siempre hambrientos les animasen a saciarse pronto, a beber en cantidad y bramar hasta caer rendidos para después poder salir de aquel agujero tan silenciosos y raudos como el mismo viento.
Esperar. Poca cosa más podía hacerse.
Pronto llegaron las primeras voces, los primeros ecos roncos y rudos, apenas ininteligibles. Se mezclaban con el clamor del agua que se precipitaba desde el cielo, con los sonidos, siempre sobrecogedores de la tormenta. También las primeras sombras se vislumbraron en el umbral del enorme portón. Sombras alargadas de criaturas gruesas y deformes. Siluetas grotescas de lo que parecía la caricatura monstruosa de un hombre. Ya habían alcanzado la puerta y pronto se internarían en los lóbregos salones del templo. El temor se hacía respirable. La angustia de los jóvenes, acaso enmascarada entre tanta oscuridad se volvía sonora y táctil. Un peculiar silbido mandó callar, pero, en ausencia de voces, sin duda iba dirigido a esos dientes chasqueantes y a esas rodillas temblorosas. Y poco podía hacerse por silenciarlas.
—¡Los caballos! —exclamó Gharin, y en ese momento aquella idea desapercibida cobró vida de nuevo en nuestras mentes. Como si fuese una terrible respuesta a nuestro pensamiento, un ramillete de relinchos agónicos se mezclaron entre las voces y sonidos de aquella tormentosa noche y llegaron hasta los oídos. Los tres o quizá cuatro ogros que merodeaban en los aledaños del portón se volvieron atrás. Pronto se mezclaban con horror el tumulto de las risas y voces de las bestias, con el sonido de los cascos herrados y los relinchos de terror de los corceles. Allwënn se agitó como un marido celoso, con los ojos desencajados y trató de abrirse paso. Afortunadamente Ishmant le retuvo con fuerza, sumándose casi por inercia las manos de su amigo y las del enorme Odín.
—No seas necio Allwënn. Nada arreglaréis ahora, tú y tu cólera desbocada, contra una veintena de ogros armados y listos. Aguarda y tendrás tu momento—. Allwënn se calmó, a regañadientes. Volvió a su posición sin que realmente estuviese convencido. La idea de abandonar a su noble corcel a su suerte, le encolerizaba. Maldijo aquel despiste de principiante. Uno de esos errores que suele costar vidas inocentes, tal y como Ishmant podía leer en sus pupilas llameantes. Pero en el fondo... muy en el fondo sabía que el monje tenía la razón.
El incidente hizo perder la conciencia del tiempo durante unos breves momentos y desvió la mirada de la boca de entrada. Así cuando dirigieron de nuevo los ojos allí contemplaron que algunos ogros ya habían accedido al oscuro interior que les refugiaba.
Eran bestias gigantescas, del tamaño del recio músico pero mucho más voluminosos, como balsas de carne colgante que se cimbreaban al caminar. Algunos parecían tener cabellos pobres y a mechones aunque la mayoría tenía las cabezas peladas y los cráneos deformes. Poco más podía apreciarse de ellos en las sombras, pues no encendieron luces o antorchas. Los ogros son de costumbres nocturnas y de vida subterránea. Al menos en origen sí lo eran. Como recuerdo queda una buena visión en la oscuridad, aunque no mejor que la de los elfos e indiscutiblemente tampoco más aguda que la de los enanos.
Lo que sí podía apreciarse con una espeluznante nitidez a pesar de las sombras eran los perfiles mortales y desproporcionados de sus armas. Hachas, en su mayoría, de todas las formas y diseños. Rudas y salvajes con una o dos hojas. También las mazas, planas o picudas, enjambradas de púas de metal, enmangadas directamente a la madera o unidas a una cadena oxidada. Escudos gruesos remachados de hierro y alguna que otra desmesurada espada cuajada de mellas como dentelladas en el acero completaban el arsenal.
—Ahí están —susurró Gharin, pero ya hacía tiempo que todos los ojos se pegaban a aquellas siluetas. Algunos con pánico en las pupilas. Otros con rabia y odio, como los ojos de Allwënn. Otros, quizá más pacientes y sabios, con preocupación. Contaron en total a veintiséis de entre los cuales había dos especialmente grandes, probablemente los caudillos. Muchos de ellos penetraron en el recinto portando grandes bultos que más tarde reconocieron como trozos de caballo. También cargaban sus sillas, tres en total. Probablemente iguales al número de corceles abatidos y todos los arreos que en ellas se llevaba. Al fin amontonaron todo a unos cuarenta o cincuenta pasos de la entrada pero no acamparon entonces.
—No son estúpidos —afirmó Allwënn con un tinte de sarcasmo—. Han encontrado caballos herrados y ensillados. Ahora buscarán a los jinetes. Saben que andamos cerca—. El latir de los corazones de los muchachos semejaba redobles de un tambor apresurado. No es que el fino oído élfico los delatase, es que tan fuerte latían.
Tal como el medioenano predijo, los ogros tardaron poco en dispersarse. Algunos aguardaron en la puerta, bajo el mismo dintel. El resto, como perros de caza que olisquearan una presa se dispersaron por las vastas y oscuras profundidades del templo.
Uno comenzó a aproximarse decididamente a la posición.
—Viene hacia aquí. Nos va a ver —decía Alex.
—Cállate —le increpaba Allwënn—. No lo hará si nos mantenemos callados.
—No nos verá —le corrigió Gharin—, pero podría olernos. Tienen un olfato fino. Confiemos en la suerte y en la cantidad de olores viciados de este lugar.
Sin duda, la suerte habría de acompañarnos en esa y durante muchas otras situaciones a lo largo de nuestra larga experiencia. Por si acaso, los hábiles guerreros ya se llevaron las manos a las empuñaduras. Se escuchó un leve cántico entonces. Un susurro armónico poco perceptible y al volverse descubrieron que Ishmant lo entonaba.
—¿Qué hace? —preguntó balbuceante la joven Claudia, hecha un ovillo sobre sí.
—Nos salva la vida —le respondió Gharin con voz trémula.
—Pase lo que pase no os mováis —advirtieron los elfos a los jóvenes—. No gritéis, apenas si respiréis. Como si estuvieseis muertos—. Pero aquello resultaba muy fácil de decir y algo más complejo de llevar a cabo.
El ogro llegó, aunque le precedieron sus fétidos vapores como las trompetas preceden al cortejo. Era un hedor agrio, rasposo a sudores densos acumulados en el tiempo junto a otros fluidos corporales y desperdicios. Anduvo indeciso entre las cercanías. Miraba aquí, olisqueaba allá pero pronto se aproximó peligrosamente a la grieta donde el grupo se escondía. Ishmant continuaba fraseando entre susurros con los ojos apretados con fuerza y un rictus de tensión en sus manos crispadas. El miedo se mascaba como una pieza de carne recién braseada. El corazón golpeaba produciendo dolor en el pecho y las frentes se humedecían de sudor. Mientras, los dedos de los elfos aferraban los mangos de sus espadas con fuerza, listos para ser blandidos en un extremo de necesidad. La bestia alcanzó la oquedad como si una fuerza misteriosa le condujera hasta allí. Miró la inmundicia circundante con desconfianza, seguidamente enfiló con sus ojos el muro de bloques de piedra y maderas apiladas tras el que se ocultaba el grupo. Allwënn comenzó a extraer con lentitud la Äriel de su vaina pero pronto comprobó con rabia que las proporciones de su afamado acero no le permitirían esgrimirla con comodidad. Así, con amarga decepción hubo de volverla a su lecho. Los corazones estallarían. Aquella bestia apenas si se encontraba a un par de metros escasos. En aquellos angustiosos instantes los susurros de Ishmant que en poco o nada habían cambiado su tono y volumen parecían ahora estruendosos alaridos que no sólo podrían alertar al cercano ogro si no a toda la guarnición que allí se apostaba. La criatura era gigantesca. Una montaña que parecía hacer pequeño al nórdico batería. Su rostro era bofo y desproporcionado, de gruesa mandíbula y colmillos goteantes. Su hedor, insoportable. Pero lo que en realidad lo convertía en la peor de las pesadillas era su maza colosal capaz de aplastar a un hombre con solo mirarla.
El ogro apartó las maderas y metió el hocico. Las rodillas flaquearon y las respiraciones se volvieron convulsas. Gharin que era el más cercano al exterior tenía la cabeza a sólo un palmo. Era imposible que no lo viese, a menos que fuese ciego, que no le oliese, si tan agudo resultaba después de todo su olfato o no escuchase el monocorde cántico de Ishmant, aunque únicamente fuese el leve silencio de una respiración contenida.