—Tienes mucho de elfo, Claudia —le terminó confesando en algún momento de aquella noche.
Pocos son los que saben entender la música como un elfo, para ellos es parte de su propio espíritu. Sin embargo pocos elfos saben comprender la música como lo haces tú—. Ella le miró ciertamente extrañada aunque supo disimularlo y se sintió muy halagada a pesar de que sus labios se sellaran. De repente, una visión se coló en la mente de Gharin cuando al descender su mirada sus resplandecientes pupilas azules se mezclaron con las de la chica. Algo pareció dibujarse en ellos durante un instante para difuminarse más rápido aún de lo que tardó en aparecer.
—Ahora sé lo que Allwënn vio en tus ojos para no poder negarte la ayuda. Tienes su misma llama en tus pupilas azabache. Su misma hondura, su profundo misterio— La joven le miró un tanto desconcertada.
—¿A qué te refieres?
—Extrañamente le recuerdas... nos recuerdas a una persona—. Claudia quedó petrificada.
—¿Yo? ¿A quién puedo recordarle yo?
Gharin tardó unos momentos en contestar, como si dudase en el último instante de estar haciendo lo correcto. Al fin, aquellas pupilas de hielo parecieron brillar con más intensidad, como si quisieran arañar la carne de la chica y su inconfundible voz salió de sus labios.
—A la dama que Allwënn lleva tallada en el mango de su espada—. Gharin miró al cielo ciñendo con su negro cinturón estrellado todo el bosque y algo le evocó un suspiro— Con quien esta noche ha ido a encontrarse…
«Tu destino, igual que el mío,
está escrito en el filo de mi espada».
«Murâhäshii
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» Allwënn
Hacia el Alwebränn
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.
—Sin el bosque como cobertura es más probable que nos topemos con tropas del exterminio.
Siempre se las ingeniaban para acabar dando un rodeo. Jamás nos proporcionaban una respuesta concreta a nuestros interrogantes que añadiese algún otro detalle a ese singular y escueto «
al norte»
y que nos hiciese saber hacia dónde encaminábamos nuestros pasos. Aquel andar a ciegas se estaba convirtiendo en una costumbre.
Al atardecer del cuarto día de viaje empezamos a notar cómo el paisaje cambiaba. Atrás quedaba el bosque. Atrás, también, el abrigo de su ramaje. El paseo a caballo en aquellos días que los elfos
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aseguraban eran «una tranquila travesía», supuso un auténtico placer para mis sentidos. Si bien estaba impaciente por toparme con un millar de criaturas mágicas no hallé por el momento más que la inofensiva, aunque curiosa, fauna de aquellos bosques. Allwënn y Gharin aseguraban que la zona por la que avanzábamos se encontraba algo retirada de las vías habituales de comunicación. Y que resultaba ser tan apacible y segura como parecía. Dejábamos atrás el verdor de los bosques de donde yo imaginaba en mi delirio bucólico surgirían náyades y ninfas de las cristalinas aguas de sus ríos y que para desilusión de mis deseos nunca aparecieron, como era de suponer. La densidad de árboles descendió. El bosque se aclaraba. Las lomas crecían hasta hacerse pequeñas colinas que alcanzaban, a veces, el centenar de metros. El terreno comenzaba a abrirse en interminables praderas coronadas por farallones cuajados de abrigos y salientes. Cabalgamos por esta zona sin desviar el rumbo otros dos días, hasta que el terreno se tornó un tanto más llano y las flores dejaron de verse con tanta profusión. Aunque nos apartamos de la vía común de tránsito, seguíamos una vereda trazada que discurría flanqueada al oeste por una masa montañosa de cumbres nevadas a cuyos pies se extendía una sombría zona boscosa de tenebroso aspecto que los elfos miraban con cierto recelo. Al preguntarles sobre la dirección que llevábamos, a parte de la ya conocida e imprecisa respuesta, solían hacer hincapié en el Ejército. Todo su propósito residía en evitar a toda costa ser vistos por las tropas de ese «Ejército del Exterminio» tan misterioso para nosotros como inquietante era su nombre. Por eso nos hacían circular por bosques y zonas alejadas de la civilización y de las vías que la comunicaban. Aquello comenzó a intranquilizarnos y de suerte que el contacto entre todos nosotros comenzaba a ser algo más fluido, recuerdo que alguien a modo de broma les preguntó si eran ladrones.
—¿Ladrones? —Gharin nos miró las caras con el ceño fruncido y tornó la suya hacia su compañero que cabalgaba muy cerca de él —Qué si somos ladrones, dice —le comentó con cierto tono de estupor a Allwënn. Aquél nos contestó con su habitual tono grave y modulado.
—Claro que somos ladrones, niño ¿Qué pensabas?
—En estos tiempos que corren, amigo, no se puede ser otra cosa —completó su compañero.
Aquello nos alarmó por unos instantes.
—Son ladrones —solía decir Alex—. Alegrémonos. Nuestra suerte no puede empeorar.
Los días, a pesar todo, eran muy rutinarios. Cabalgábamos de sol a sol haciendo tres paradas cortas y una larga que utilizábamos para comer y descansar. Acampábamos al caer la tarde. En las comidas, sobre el fuego, no sólo poníamos el asado sino también el anecdotario del día. El paisaje, el buen humor y la contemplación hacían que lo que en apariencia era monótono, lo que en realidad resultaba agotador, se convirtiera en un placer inexplicable. A medida que avanzábamos me di cuenta de que en aquel lugar había demasiadas cosas a las que imaginé que nunca me acostumbraría. Parecían querer recordarnos que todos éramos extraños allí. Pensé que no llegaría a acostumbrarme a divisar aquellos dos soles sobre nuestras cabezas, ofreciendo un espectáculo mágico y sorprendente que mantenía mis pupilas hechizadas. Tampoco llegaría a acostumbrarme tan pronto a los apéndices puntiagudos de los elfos, sobresaliendo por entre sus cabellos brillantes y largos. Tanto tiempo imaginándolos, contemplarlos tan cerca suponía una experiencia insólita.
Claudia nos acabó confesando la verdad acerca de la mezcla de sangre de los semielfos, en especial la de Allwënn. Es un hecho que aquellas noticias, como todo lo que nos estaba sucediendo, no eran recibidas por mis compañeros de la misma manera. Resultaba muy difícil creer que aquellos cuerpos de belleza casi artificial cargaran a sus espaldas casi un siglo de existencia. Resultaba complicado, también, no pensar que sus ropajes y armas no eran más que accesorios de carnaval. Lo más increíble, supongo, era contemplar a aquellos chicos de ciudad montando caballos por una tierra indómita. Teníamos la esperanza de encontrar algún camino que nos llevara a casa. Aunque ni siquiera podíamos saber si existía alguien capaz de ayudarnos, si es que existía alguna ayuda posible. Al menos nos conformábamos con que estuviese dispuesto a creernos.
A pesar de que los días comenzaban a sumarse aún no nos hacíamos a la idea de nuestra situación. En fin, en esta historia... ¿Qué no resultaba increíble?
De nosotros, Falo era el más escéptico. Desde el incidente con los orcos se había auto excluido del grupo. Sin embargo, creo que nunca llegamos a perdonarle aquella traición. Es cierto que no hubo con él afinidad. Aquella reacción nos enseñó una parte de su personalidad que difícilmente congeniaba. En aquella angustiosa situación no dudó en utilizarnos para su propio beneficio, sin importarle el daño que pudiera habernos provocado. Eso dolió, especialmente a aquel grupo de músicos muy unido entre si. Ellos no hubiesen dejado a ninguno atrás.
Falo se encontraba desubicado, perdido, sin ninguna relación con nosotros, cuanto menos con aquel extraño mundo. Hizo lo que estaba acostumbrado a hacer, que no era otra cosa que salvar su pellejo. Podríamos haberlo entendido, a pesar de todo... pero aquel chico creó una imagen de desconfianza que le persiguió en todo momento. A partir de entonces su actitud no contribuyó a mejorar las cosas. Asumió su papel de inadaptado, casi de mártir. Por mucho que hoy me duela admitirlo, se comportaba como tal. Lo cierto es que de sus labios jamás salía una aprobación de buen agrado. Protestaba casi por todo y aceptaba bastante mal las órdenes. Se pasaba todo el día farfullando, aunque al menos tenía la prudencia de no calentar mucho la situación. Algo le retenía a soltarse del todo. Sabía que no resultaba una buena idea hacer enfadar a nuestros guías. Ya había probado sus destrezas. Por otro lado no tenía agallas de abandonar al grupo y marcharse por su cuenta.
Por el contrario, el contacto con nuestros asombrosos compañeros de viaje aumentaba por días. Gharin se desveló como un tipo habitualmente amable, propenso a la broma y a la ironía. Allwënn era más serio, mucho menos abierto que su compañero. Su talante resultaba variable. Podía llegar a enfadarse con su propia sombra o resultar un tipo con un agudo sentido del humor. Aún así, su expresión habitual era seria, quizá, como bien apuntaba Claudia, melancólica. A pesar de que ninguno de ellos volvió a preguntarnos acerca de nuestra historia, el rubio semielfo pasaba más tiempo con nosotros. Charlaba, reía o simplemente escuchaba y parecía disfrutar con aquello. El fuerte temperamento enano que Allwënn transpiraba fuera de su piel, esa fuerza, inevitablemente le volvía distante a nuestros ojos. Gharin era el nexo.
Pero ocurría que, cuando ambos se olvidaban de nosotros y actuaban como eran en realidad, cuando acechaban las presas a punta de flecha o cuando, exprimiendo sus recursos, rastreaban zonas, advertían peligros y trazaban itinerarios, era cuando podíamos tocar incluso esa superioridad que le daba su veteranía, sus años y su experiencia. Ellos decidían. Nosotros solamente les acompañábamos pero no participábamos en las decisiones. Ellos marcaban cómo y cuándo, la ruta a seguir y dónde parar. No nos pedían opinión ni siquiera para aquellas cuestiones que nos entrañaban directamente.
Aquella ocasión no fue una muy distinta.
—Hemos pensado que sería bueno para todos que fueseis armados—. Con estas sencillas palabras Gharin nos advirtió, frente a la intensa mirada de Allwënn que se sentaba en unas rocas a corta distancia, que debíamos tomar las armas requisadas a los orcos que él nos ofrecía. Poco, en realidad, pudimos hacer por evitarlo a pesar de nuestro estupor y la hostilidad con la que sobre todo Claudia se tomó aquel asunto. Aún así, no pudimos aceptar los desmesurados aceros que arrebataron a nuestros captores. Aquellas rudas y descomunales espadas de orco pesaban demasiado para nuestros brazos de ciudad. Fueron sus lanzas penachadas, coronadas por moharras de trazo curvo cuajadas de muescas, las únicas armas que podíamos portar y que aquellos elfos nos obligaron a llevar sin que importase el hecho de que no tuviéramos ni la más remota idea de cómo utilizarlas. No es que nos molestara cargar las incómodas armas. Lo que nos asustaba era pensar que en algún momento se hiciera necesario utilizarlas. Aquello realmente nos inquietaba.
La verdad es que a mí me entusiasmaba la idea de portar mi propia espada. Colgado de mi cinturón, el monstruoso cuchillo carnicero que me habían asignado, en mis manos parecía crecer de tamaño bastándome y sobrándome como espada. Al mismo rítmico son del paso del corcel pendía golpeando con regularidad mi muslo y los briosos músculos de mi montura. Solía mirarlo oscilar en el cinto, tranquilo en su vaina. Podía pasar las horas mirando sus brutales perfiles, sus formas rudas y salvajes llenándome de una sensación poderosa que me sobrecogía. Me sentía un aguerrido y valiente aventurero en pos de su destino. Partícipe real de aquellas imaginaciones que con tanta frecuencia surcaban mi mente sin permiso. No pueden suponer hasta qué punto era feliz, libre. Y un auténtico ignorante...
Ninguno de los músicos encajó bien aquella decisión, en especial Claudia. Sin embargo, ella ya había comprobado que las protestas servían muy poco contra aquellos que habían decidido que las llevásemos.
He de reconocer que encontraba espléndida, mi oxidada, ruda y vieja espada, así como la que le habían proporcionado al fornido Odín: una monstruosa hacha de batalla, de hoja cargada de muescas y espeluznantes formas. Quizá su considerable calibre sólo nuestro pintoresco batería era capaz de alzar.
Por su parte Falo parecía excitado con la idea de portar su propia espada. Las hubiera querido todas para él. No paraba de dar estocadas al aire y pintárselas de duro guerrero. Aquellos hierros maltrechos parecieron un buen alimento par engordar su fantasmal ego con el que luego calentaría nuestras cabezas. Al fin, eligió una grotesca cimitarra curva que sólo podía levantar con ambas manos. Totalmente inútil, pero él parecía encantado con ella.
Bueno, aquellos hierros oxidados estaban bien para quienes nunca habían esgrimido un arma pero las que eran merecedoras de asombro eran las que componían el armamento de nuestros nuevos compañeros.
Además del arco y el escudo, un escudo de diana en metal oscurecido con damasquinados de algún tipo de aplique rojizo, Gharin poseía una espada ancha. Si bien no gozaba de una profusa decoración, sí resultaba un arma digna de consideración, no sólo por lo afilado y grueso de su hoja, si no por la sobriedad de formas que le imprimía una austera y personal belleza. Rasgo opuesto al arma de su compañero. Allwënn portaba una espada bastarda. Tenía dos veces la longitud de hoja de cualquiera de las armas que pudiésemos llevar -incluida la de Gharin-. Sin embargo, era digna de ser mostrada sobre un atril más que suspendida del cinto del guerrero. Nadie la había visto aún desnuda de su vaina y ya ejercía sobre mí ese mágico embrujo que despide todo misterio no desvelado. Emanaba una atracción poderosa. Tenía un profundo deseo de conocer cómo habían sido forjadas las mortíferas formas que se escondían tras el vestido de cuero que la ceñía al cinto de su amo. Con todo, he de admitir que tanta ansiedad venía desatada, ya no sólo por la curiosidad de conocer lo que no veía, sino también por el aura que despedía desde su empuñadura. Lo único que conocíamos de ella y que bastaba para imaginar lo que escondía.
Eran casi cuarenta centímetros de lo que supuse sería marfil y que se transformaron tras una oportuna aclaración de Gharin en auténtico hueso de dragón. Estaba tallado y pulido con una sensibilidad y provocación que hacían envidiar a su dueño. Entre velos y tules flotantes, el cuerpo de una mujer se dejaba apreciar, hermoso, detenido en el tiempo, inmóvil en una sensual y elegante talla, capaz de enamorar aun dormida en el óseo material que le daba forma como puño de espada.
Claudia también había estado estudiando con todo el disimulo de que es capaz una mujer la labrada empuñadura de aquella espada, pero, con seguridad, por razones bien distintas a las mías.