El enviado (77 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—Al fin. Los Valles de Agua —exclamaba Gharin cuando a la vista se extendían esas inmensas planicies salpicadas de bosques donde el agua, ya fuese embalsada, corriente o en forma de nieblas reinaba con una tiranía absoluta sobre todas las otras cosas.

—El Esuna y otros afluentes del Dar desbordan aquí sus cauces provocando esta región pantanosa donde el bosque y la marisma se abrazan como jóvenes amantes —explicaba Ishmant volviendo a dejar por momentos a Allwënn, serio y pensativo, encabezar la marcha. El lugar que pisaban ahora los cascos herrados de las monturas resultaba casi una antítesis de los bosques que dejaban atrás, fajados por el cordón de sierras que habían salvado. El terreno se allanaba hasta casi resultar monótono, mucho más allá de la línea del horizonte. El escenario se humedecía y el agua solía agruparse en grandes balsas, estanques y anchos cauces que en ocasiones ocultaban las raíces y troncos de los árboles algunos palmos bajo la superficie. Abundaban las flores de miles de formas y colores, los juncales y arbustos bajos en las orillas de los manantiales y marismas. Así resultaba como un tapiz espeso y aquella vegetación ribereña como mechones vegetales que sobresalían de las cristalinas y calmadas aguas. Millares de insectos revoloteaban por doquier sirviendo de distracción a ojos inquietos y como suculento festín al ejército de aves que invadía los pantanosos parajes por los que atravesaban. Aves grandes y pequeñas, conocidas y algunas ciertamente extrañas, que en ocasiones habitaban en tanto número que apenas si podía divisarse entre sus zancudas patas y tupidas plumas rastro alguno de las aguas por las que nadaban.

Resultaba sin duda un lugar mucho más vivo y bullicioso que cualquier otro encontrado y atravesado hasta el momento. En ocasiones, el batir de alas se convertía en estruendo sobrecogedor al tiempo que millares de aves despegaban desde líquido abrazo del agua para ocultar el cielo bajo su vuelo. Contemplar aquella magnitud sobrecogía el alma y maravillaba los sentidos a cuantos afortunados podían disfrutarlo: Poder sentir cómo el sol se oculta bajo una cubierta viviente de plumas y alas o cómo una ola púrpura alza su vuelo al igual que si fuese la misma tierra la que se desprende y asciende hacia las incuantificables alturas. Estar allí, ver y oler. Tocar cuando la ocasión se terciase, saber que se ha vivido, resultaba una experiencia irrepetible.

Los peces eran algo que también abundaba como las abejas en un panal. También de todas las formas y colores posibles que la imaginación fuese capaz de crear. Los peces, salvo alguna que otra desafortunada garza, se convirtieron para el grupo en la base del menú durante los días que se extendió la expedición por aquellas tierras húmedas.

Mientras habitaron ese lugar que llamaban los Valles Hundidos, el tiempo pareció transcurrir placenteramente más lento. Fue como si las horas se adormecieran en el reloj para poder ser paladeadas y degustadas con mucha más atención que en otros momentos y otros lugares. El paraje resultaba paradisíaco, pero no fue esa la explicación que acaso pudiese darse al efecto narcótico de esos días. El trato se suavizó. En realidad se naturalizó de una manera no estudiada ni progresiva, sino de un impulso espontáneo del cual no sabría asegurar proveniente de qué parte en concreto. Lo cierto es que fueron días de relax y observación. Un relax merecido y muy bien acogido. Una observación que solía concluir con frecuencia en la admiración.

Los elfos destaparon aquellos días el tarro de las esencias, desplegando como colas de pavos reales una abundante carga de elegancia cautivadora de la que resultaba muy difícil no sentirse atraído. Quizá fuese el entorno, tal vez que la relajación fomentara la observación detenida. Tal vez que abundaran más las sonrisas que las dentelladas. ¿Quien pudiera precisarlo? Lo cierto es que cuando aquellos antagónicos y hermosos personajes acechaban como estatuas de sal a los desprevenidos peces empuñando en sus manos firmes las lanzas mortales, algo les hacía no parecer de éste mundo. Algo de cierto había en todo ello pues en realidad no pertenecían al mismo mundo que había visto crecer a mis compañeros. Verdaderamente resultaban seres a todas luces distantes y distintos de todo cuanto habíamos llamado real. Era en esos momentos de gloria efímera cuando quedaba tajante y severamente de manifiesto.

No faltó comida y tampoco música.

Las noches a veces se alargaban hasta horas intempestivas escuchando la melodiosa voz de la joven Claudia. Podría parecer un poco ridículo pero los muchachos apreciaron un notable acercamiento y relajación en el trato con los elfos a raíz de su cambio de vestuario. Es como si antes las ropas y telas que vestían les distanciaran y creasen una barrera invisible y adversa que les separaba de ellos. Una vez que sus torsos se cubrieron con el metal pesado y el labrado cuero, una vez sus cintos sujetaron aceros afilados y de sus lóbulos colgaron extraños adornos parece que la visión que de ellos tenían los elfos resultara más familiar y la extraña e invisible frontera se suavizase un tanto.

Aún, los chicos no terminaban de sentirse cómodos con sus nuevas piezas de vestuario, entre otras muchas razones porque no resultan cómodas. Creían verse como parte de una fiesta de carnaval, disfrazados de algo que no eran ni serían. Entendían la vistosa armadura como un adorno más y la espada pendía sin que ellos tuviesen intención de usarla para otra cosa que para bromear entre juegos. Vestían como soldados pero eso no los convertía ni muchísimo menos en auténticos guerreros. Tampoco ellos tenían ninguna intención de serlo. Lo que sí resultaba cierto, es que esos días de tranquilidad y sosiego ayudaron a un mayor dialogo entre todos.

Allwënn continuaba inspirando ese respeto inquietante e Ishmant resultaba igualmente templado y solemne. Pero lo cierto es que empezaban a conocerse. Comenzaban a aprender los unos de los otros y la tensión ya no resultaba la misma que antaño.

Pisaban las bocas exteriores de los valles, apenas el círculo más septentrional que bordeaba las verdaderas marismas. No faltaba la comida en abundancia que aunque fuese básicamente pescado, la habilidosa mano elfa en la cocina lo convertía en un plato distinto cada vez. Tampoco el sol -quiero decir los soles-. El cielo se despejó mostrando un azul turquesa espléndido donde Yelm y Minos podían descargar su caliente mirada a los hombres sin nada que lo evitase. Ni el agua. Agua fresca y clara, más fresca y más clara de lo que nadie jamás imaginaría, cuyo abrazo suponía un roce estimulante y plácido de efectos casi milagrosos. Los fabulosos ungüentos, hierbas y mezclas que los elfos usaban para su aseo y perfume pasaron de unas manos a otras luciendo en cabellos y cuerpos medio desnudos y que permanecían húmedos la mayor parte de las horas del día. Tampoco resultaba extraño los cálidos baños bajo la inquisidora mirada de la maligna luna, preferidos por los chicos, en especial por la joven Claudia que aprovechaba la oscuridad y el celo de las sombras para desnudarse al completo y disfrutar de lo que la mayoría gozaba a plena luz del día. Esto no era del agrado de los elfos ni tampoco convencía demasiado al noble Ishmant que advertía del peligro que lleva implícito la ausencia de luz bajo el reinado de Kallah. En cualquier caso, las penas se diluían en el caldo cristalino del estanque y apenas si se recordaba el motivo que les llevó hasta allí. Así, después de algunos días viviendo como reyes, la idea de retomar el ritmo del camino cayó como un jarro de agua turbia, reaccionando a la noticia con la misma pereza con la que se remolonea entre las sábanas.

Durante la última jornada el grupo alcanzó un paraje que parecía un enorme lago donde millones de aves pescaban y hacían sus vidas ajenas a los profundos males que colmaban la existencia. Ishmant explicó que esas grandes balsas conectaban entre sí los cauces de varios ríos, entre ellos el Esuna, cuya ribera habían bajado siguiendo. Eso aportó algunas ideas nuevas y desencadenó un nuevo debate acerca de cuál sería la manera más conveniente de salvar el pantanoso terreno. Hasta aquel momento los caballos habían sido un valioso vehículo pero hacerles cruzar los vados podría resultar no sólo complicado y cansino, sino además peligroso tanto para animales como para las personas. Allwënn, que comprendía la dificultad de la elección, opinaba que fuera como fuese debían internarse algo más profundamente en los valles o no estarían logrando lo que pretendían.

—De nada servirá entonces el cambio de rumbo —argumentaba—, si nos limitamos a pasear por los márgenes exteriores. Este lugar puede incluso estar más transitado que el camino. Aquí no falta nunca un pez grande para una lanza diestra y una panza vacía.

Gharin, que conocía sin duda alguna los argumentos que esgrimía su amigo, era partidario, por el contrario, de arriesgarse si fuese preciso pero salvar cuanto antes el trayecto.

—Buscar un camino seco y transitable entre los senderos embarrados y las balsas de agua nos puede llevar semanas. Sin contar con los peligros que puedan escaparse del Nahûl. La probabilidad de perder una montura en alguna mala maniobra es alta. No quisiera verme en mitad de esos cenagales cargando con los petates de nuestro último caballo.

Ishmant como de costumbre callaba pensativo como si en su cabeza además de todas estas cuestiones batallaran asuntos de otra índole que acaso ni hubiésemos podido sospechar. Luego, tenía la deferencia y buen juicio de dar razón a ambos. Pero la solución llegó por boca de mis compañeros que por primera vez, aunque prácticamente anulados ante las intervenciones de los elfos, se sentaron a deliberar en torno al mismo círculo.

Odín se mostraba serio. Antes que perder la cabeza en razones que terminarían por solucionarse con o sin su ayuda, el enorme muchacho se debatía ante cuestiones que él y sólo él habría de proporcionarle respuesta. Miraba su nuevo atuendo y le parecía rescatado del vestuario de «Conan el Bárbaro», con una singularidad a todas luces incuestionable. Era real, del todo real. Miraba sus manos enguantadas aferrar el mango de la imponente hacha que cargaba. Contemplaba aquella hoja con valor y respeto al mismo tiempo. Parecía que nada pudiera interponerse entre ella y el suelo si decidía descargarla contra algo o muy a su temor, contra alguien. Aquello sí le asustaba. Tenía la conciencia, sabía de alguna inexplicable manera que los elfos no le habían colocado tanto hierro sobre la espalda y tanto filo entre sus manos para que se sintiese más acorde con la naturaleza. No. Tenía la absoluta y amarga certeza de saber que aquellos mismos que les vistieron tenían la convicción absoluta de que, llegado el momento, aquellos poderosos bíceps, hasta entonces tan sólo vencedores ante los pesos de un gimnasio, batirían con fiereza ese filo mortal contra cualquier adversidad en el camino.

Odín temía encontrase consigo mismo en esa situación. Aquella extraña pareja de mestizos esperaba mucho de su impresionante estatura, de sus brazos poderosos y de su aspecto imponente. Y lo que es peor... el enemigo también pensaría lo mismo. En esos instantes deseó ser pequeño e insignificante. No resultaba lo mismo la chusma solía espantar como portero del Valhalla que aquellas bestias que una vez les dieron caza. Aquí era él quien estaba en desventaja precisamente por ser grande y fuerte.

—¿Y si hacemos una balsa? —apostó Alex después de algún ir y venir de propuestas fallidas. Los elfos le miraron con unos ojos endiablados y luego se cruzaron otra mirada.- aquí hay madera suficiente. El problema serán los caballos.

—No. No habrá problema con los caballos —aseguró con una confianza notable la voz el mestizo—. Podría ser una solución—. Y miró a Ishmant. En su rostro creyó vislumbrar un leve amago de sonrisa.

—Ishmant ha dicho que los ríos se conectaban ¿no? —Continuó el muchacho—. Si viajamos en barca podremos salvar corrientes por donde los caballos no pasarían. Avanzaríamos más rápido y podríamos internarnos tan profundamente como nos apetezca. Bueno, tanto como sea posible, ya me entendéis. Lo que sigo sin saber es qué pasará con los caballos.

—El problema no nos lo traerán los caballos, te lo aseguro —volvió a reiterar Allwënn—. Me temo que no tenemos cuerdas para fajar los maderos y hacer la balsa.

—Yo tengo veinte metros de cuerda —aseguró Ishmant con su voz sonora saliendo de su mutismo habitual.

—Loados los haceres de la providencia divina —exclamó con una amplia sonrisa el rubio mestizo agitando sus rizos de oro—. La gracia de los dioses nos sonríe. Todo está dicho entonces. Gran idea, Alex. Magnífica idea.

Y empezaron los trabajos. Alex se encontraba al límite de la euforia, casi no acababa de creer que todo el mundo estuviese secundando una idea suya. Todos colaboraron con dureza. Allwënn y Odín, los más fornidos, derribaban y cargaban los maderos que el resto desmembraba, aparejaba y colocaba a conveniencia. Se trabajó de sol a sol todo un día. Los músculos batieron y moldearon los leños. Los muchachos empuñaron por primera vez los aceros aunque fuese contra adversarios inmóviles de madera. Las gargantas gimieron, los brazos trabajaron y las espaldas se doblaron sin descanso bañando en sudor las frentes. A la mañana siguiente, después de una jornada ardua y una noche plácida e insuficiente, como el mismo Caballo de Troya, aguardaba la embarcación al pie del lago besada por los labios tímidos de la orilla.

—No sé qué van a hacer con los caballos —confesaba el músico de cabellos cremosos a su compañera en voz baja, una vez todo el mundo estuvo preparado y dispuesto para abordar el improvisado navío. Nadie había pisado todavía la barcaza que distaba un abismo de ser una mera aglomeración de troncos maniatados. Tenía una superficie de unos ocho metros de largo por unos seis de ancho y sobre la popa se había levantado una techumbre a dos aguas para evitar las posibles y probables lluvias. También se alzaron barandales a ambos lados. En el centro se dejó una escara que albergaría el hogar y la lumbre. Parte de la idea era hacer vida sobre la balsa sin necesidad de volver a tierra. Sobre el suelo, la construcción lucía sólida como una montaña. Las aguas no tenían aspecto de ser turbulentas ni de depararnos problemas. Todo parecía propicio.

Shâlïma e Iärom jamás eran atados junto al resto de los corceles. Ellos dormían, iban y venían con total libertad y confianza de sus dueños. Shâlïma era la yegua color turrón de Gharin, grácil y esbelta como su rubio jinete. Tan femenina, que incluso a veces pudiera parecer que gozase de esa sensualidad maligna de las mujeres. Iärom, por el contrario, era un soberbio macho albino de larga y espesa melena. Resultaba un caballo de planta orgullosa, majestuoso, distante, si se me permite. Parecía mirar a veces con una superioridad manifiesta incluso a aquellos que caminaban sobre dos piernas. Tenía unas pupilas de escarcha, azules, como si el hielo se hubiese cristalizado en sus iris.

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