El enviado (62 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Durante aquellas primeras semanas apenas si tuve tiempo para ser consciente de que pasaban los días. Mi cabeza, de despiste fácil, no necesitaba demasiado para olvidar la fecha, así, con aquella vida, mucho menos apegada al tiempo que la nuestra, mi percepción temporal se hizo añicos. Aquellos primeros instantes de vida en tan extraño lugar se colmaron entonces de visiones nuevas, de interesantes experiencias y conocimientos, pero conforme aquel paraje fue poco a poco desvelándome sus misterios y mis ojos se iban habituando a su diversidad y a su extrañeza, la euforia comenzó a dar paso a una muy pesada melancolía.

Todos esos rostros de mi vida pasada, aquellos recuerdos y añoranzas comenzaron a llegar en oleadas abatiendo mi espíritu y marcando mi alma con una profunda tristeza. Por eso, a veces subía las interminables escalinatas que serpenteaban hacia el cielo entre los nudosos troncos, hasta los puntos más altos y distantes de la cúspide del bosque. Desde allí, donde las inalcanzables copas de los árboles semejaban un vasto trigal aún verde, solía contemplar las salidas y puestas de los dos misteriosos orbes incandescentes que ellos llamaban con nombres de Dioses. Mi espíritu, en el fondo mucho más acorde con el tenebrismo propio de los románticos, me invitaba a presenciar con mayor frecuencia el abatimiento de fuego de los atardeceres, prefiriéndolo al resurgir pastel de las mañanas. Así, tarde a tarde, acostumbraba a presenciar la marcha decadente y señorial de los soles, que se hundían entre las majestuosas cumbres del Belgarar. Se extendía al sur en brazos robustos, hacia el Tzuglaiam, durante muchas leguas. Resultaba sobrecogedor no solamente poder divisar la poderosa huida de aquellas dos regias esferas, también lo era admirar las praderas que se extendían más allá de los infinitos límites del bosque. Las nevadas montañas, como un gigantesco telón de piedra, como unos poderosos brazos que nos estrechaban y protegían. También ese río que, recogiendo sus aguas del perpetuo deshielo del Belgarar, partía el bosque en dos y continuaba su lento fluir manso y sinuoso hasta perderse a lo lejos. Sólo cuando se contempla atardecer desde tan privilegiado lugar, en soledad y silencio, uno advierte y comprende su ridícula pequeñez y brevedad ante todo cuanto a la vista y los sentidos rodea. Entonces, sólo entonces se admira y agradece a la mano creadora; si es que acaso alguna hubiera...

Yo enmascaraba mi nostalgia con aquellos insólitos momentos de grandeza fingida, en los que mientras los soles se ocultaban entre las montañas. Soñaba que dominaba cuanto a mis ojos se extendía. Ahora, la noche ya no tenía ese hálito cautivador de antaño. La luna, Kallah, la noche en sí misma pasó a ser un escenario maligno. Aprendí a respetarla, a temerla y a admirarla. Poco a poco, también a poseerla. No fueron pocas las noches que, con ese impulso indefinible que provoca el miedo y la oscuridad, ascendía o aguardaba tras el ocaso en ese altísimo punto de vigía.

El bosque sufría de un silencio de sepulcro. Ni aves, ni animales, ni sonidos. Sólo el silencio y el chispear de las hojas muertas de los árboles al ser amadas por el viento. Un silencio hondo y pesado. Intranquilo y perturbador que alimentaba las fábulas y la imaginación facilitando a la mente a crear visiones y espectros donde acaso no debiera haber nada. Las pupilas más diestras, que de seguro no habrían de ser las mías, en poco o en nada lograrían atravesar con certeza la envolvente muralla de tinieblas que revestía los altos picos, en apenas algunas millas. Ninguna luz alteraba más allá el tupido escenario. Como si el mundo acabase donde mis pupilas dejaban de apreciar las informes siluetas de los árboles.

Recuerdo una noche...

Una que en especial resultaba solitaria y callada. El ‘Säaràkhally’, como llaman los elfos al orbe lunar, lucía con malignidad y prepotencia sobre el inabarcable tapiz siniestro recubriendo el nocturno velo de una hostilidad invisible y manifiesta. No era la primera vez que había notado aquel peso invisible sobre mi espalda. A veces, al entrar en algún lugar a solas he sentido acompañándome una furia extraña y hostil en el ambiente, como si algo que ni vemos ni oímos, molesto por nuestra presencia, quisiera advertirnos de algún modo que no somos bienvenidos en sus dominios e intentara expulsarnos de allí con tan sutiles y contundentes muestras. Una presión en el pecho que oprime al respirar. Un calor eléctrico que recorre la espalda y eriza los cabellos. La oscura sombra de la amenaza sobre los hombros. La terrible sensación de un mal presagio. Esa noche especialmente percibía esa invisible y maléfica mirada de odio sobre mis espaldas.

El miedo es un sentimiento poderoso y en tales circunstancias no tardó en brotar como un inquietante malestar y unos profundos deseos de abandonar el lugar. Desde hacía unos instantes mi cabeza solo formaba espectrales imágenes e invocaba con demasiada precisión a los fértiles fantasmas de mi imaginación. Aquellos ingenuos temores que el niño esconde al crecer pero que jamás supera.

Recordé entonces -¡y en qué momentos!- las historias fantasmales de Allwënn y su séquito de soldados espectrales en su eterno y penoso vagar por estos lares, ahora en penumbra. No podía saber qué había sido de mis compañeros, pero lo que resultaba incuestionable es que yo seguía pisando aquel mismo marco, aquel mismo escenario. A pesar de saber que eran las patrullas de aquellos refugiados quienes alimentaban esos miedos vistiéndose como tales, la angustia se reveló demasiado palpable al imaginar que, a pesar de todo, aquellas custodias fantasmales realmente existiesen.

Resolviendo de una vez por todas regresar al poblado me giré.

…y entonces le vi.

Creí que mi pecho estallaba dentro de su jaula de hueso y mi garganta fue incapaz de silenciar un sofocado y sordo grito de horror. No puedo asegurarlo, pero apostaría a que palidecí hasta el extremo cadavérico y no crean que fue para menos. Difuminada entre las brumosas tinieblas donde se hacen inciertos los perfiles, aparecía entre penumbras una figura alta y delgada a medio acorazar por unas placas carcomidas y abiertas. Una coraza de bella labra pero maltrecha por batallas y justas. Era un cuerpo armonioso, muy equilibrado a pesar de su tendencia a la delgadez. Armaba su diestra por una lanza ancha de extraño diseño y oculto el rostro tras el mascarón metálico y oscuro de su celada. Se coronaba como el mástil de una bandera por los restos de lo que en su día fue un penacho tupido y blanco.

No sé por qué ni siquiera dudé que aquella aparición espectral pertenecía a un elfo. Se encontraba ante mí, envuelta en el embozo de las sombras y el misterio de la penetrante noche. Armada y dispuesta. Solemne y callada. Quizá muerta. ¿Quién sabe? Tal vez viniese a cobrarse el tributo de mi alma.

No sería capaz de enumerar cuantos pensamientos como aquél cruzaron en tan breves instantes por extenso valle de mi cabeza. Cuántas visiones y frases, retazos e imaginaciones nacieron y murieron entre los angostos pasillos de mi mente en tan minúsculas fracciones de tiempo.

—Lamento haberte asustado —resonó una voz metalizada tras la careta de hierro que velaba su rostro—. No era mi intención molestarte. Temo que hayas descubierto mi pequeño rincón secreto—. Su mano enguantada en metal alzó la máscara de la celada y bajo ella aparecieron unos rasgos peculiares que me resultaban conocidos. Bajo la tamizada luz del ‘Säaràkhally’ lucían vagos e imprecisos unos perfiles deformes de lo que una vez fue un varón apuesto y hermoso. La mitad de su rostro aún pertenecía a los elfos. Intacta estaba esa belleza de ambigua traza y suaves formas. Por el contrario, el otro lado, difícilmente podía observarse impávido. Fruto y recuerdo de algún trágico suceso o una cruenta batalla.

Espeluznantes cicatrices partían un ojo, perdido sin remedio y oculto de la vista tras la vergüenza del cuero que servía de parche. Destrozaban un labio en una mueca dantesca y horrible que llegaba hasta el mentón. Aquella misma luz difusa que acentuaba sus deformidades con sus irrespetuosas sombras, a la vez le otorgaba una majestad marchita, una grandeza nostálgica y decadente de la que no podía gozar cuando los soles iluminaban las tierras.

—¿A... Akkôlom? —Pregunté titubeando a pesar de que tales señas no albergaban duda de quien se trataba—. ¡Santo Dios! Te... Te había confundido con... No te esperaba aquí... Ahora... Yo... yo... no sabía que este lugar... Que tú...

—Nadie lo sabe —me contestó adivinando lo que intentaba decirle entre tanto balbuceo y facilitándome la tarea. Despacio, con paso cadencioso se aproximó a mi posición para reclinarse sobre el barandal y contemplar lo que hasta entonces había sido de mi dominio—. Al menos no hasta ahora, es obvio.

—Yo... iba a marcharme, Akkôlom —me apresuré a confesarle, como si estar allí se hubiese convertido de repente en un delito. El singular elfo me sonrió con toda la amabilidad que sus profundas marcas le permitían y me detuvo cuando intenté caminar para marcharme.

—Si pudiera ser el dueño de todo lo que veo entonces sería un Dios y no tendría para mí sentido la huida o la necesidad de esconderse. Pero tristemente... no lo soy —suspiró con amargura—. Tras las fronteras de este bosque hemos perdido todos los derechos y la libertad, pero aquí aún eres el dueño de tu destino. Puedes ir donde te plaza con o sin mi consentimiento. Pero si realmente quieres saber si me importa compartir contigo este lugar, te diré que eres la primera persona que encuentro aquí en muchos años. En el fondo me siento afortunado de saber que no soy el único de gustos extraños en este injusto mundo—. El lancero elfo me dedicó una de sus partidas sonrisas—. Acércate, muchacho —me animó a acompañarle—. Contemplemos como elfos las estrellas esta noche.

—¡¡Atrás, atrás!! ¡Separad bien esas piernas! Bien, Randoh. ¡Más fuerte, Brak! ¡Más fuerte muchachos, sois soldados por el Santo Crepúsculo! Vigila esas piernas Jyaër. Mirad su espada, nunca la perdáis de vista. Es ella la que puede mataros y no los ojos de vuestro rival... aunque sean los ojos de una guapa adolescente. Tenéis que adelantaros a sus pensamientos, obrar por delante, por encima de sus intenciones y así romperéis su ataque. ¡eso es Targ! Y si no podéis adelantaros a ellos. Entonces procurad golpear con más fuerza que vuestro adversario.

Los entrenamientos con el Capitán resultaban duros y agotadores. A su voz penetrante y enérgica había de sumarse en aquella atmósfera, el entrechocar de los maderos que usábamos como espadas. Sus ecos sordos y cascados acompañaban el resoplar de nuestras gargantas y el batir de nuestras botas. El recuerdo de aquellos sonidos aún transporta mi memoria a aquel lugar. Me devuelve sus olores, sus colores y regresa cargada de recuerdos y nostalgias de un mundo que no volveré a pisar.

Las noches anteriores había llovido lo suficiente como para que el terreno se enfangara. El barro se extendía como una masa viscosa en buena parte del recinto que habitualmente usábamos para practicar el combate con espada. Pero no contento con ello, el capitán decidió colocarnos allí donde el fango alcanzaba más centímetros de espesor. Guardar la compostura y mantener el equilibrio sobre medio palmo de material glutinoso y resbaladizo no es precisamente una tarea sencilla. Además, había de trabar combate y moverme con agilidad. Confieso que siempre he sido un poco patoso. Si en un desierto de arena solo existiese una única roca, yo tropezaría con ella. Así, mis piernas en tan complicada situación tendían a moverse demasiado y yo a encontrarme con mucha más asiduidad entre el barro que sobre él.

El capitán decía que la lucha no espera a la salida del sol un claro día de primavera sino que se presenta sin avisar y por la espalda. Por eso no sólo debíamos acostumbrarnos a portar el peso del arma y la armadura. Una batalla no la resuelve quien posee el brazo más diestro, solía repetir, sino el que mejor aguanta el equilibrio.

Hay que permanecer en pie sobre el barro, la nieve. Aprender a ver entre la niebla y en la noche. Resistir la lluvia en los hombros. Pues se puede pelear con frío y con calor, cansado o ebrio. En mayoría, pero también en minoría. Y el buen guerrero es el que se mantiene firme ocurra lo que ocurra.

La inmensa mayoría de los que habían aprendido con él después de las guerras, jamás habían tenido que usar un arma. Sus entrenamientos formaban parte de una rutina de ejercicios para mantenernos en plena forma. Pero por si acaso... nos obligaba a pelear en todas estas situaciones. Nos sacaba de noche o de la cama. En los días de lluvia o tras una velada copiosa de vino. Supongo que era la herencia de sus muchos años de servicio. Yo sobre todo reconozco que borracho y soñoliento era incapaz de sostener la espada aunque ésta no fuese otra cosa que la tosca talladura de un tronco. Lo cierto es que no veíamos un arma de acero ni aún dentro de sus vainas. Fue entonces cuando comencé a admirar a los elfos que habían compartido mis primeras experiencias en aquel agreste mundo plagado de trampas. Fue entonces cuando comencé a admirar su rapidez de reflejos, su tremendo sentido del combate. Y me dio las claves para poderles admirar aún más a partir de entonces.

—¡Oh, no! —Por enésima vez había vuelto al suelo, aunque en esta ocasión -y sé que está mal que yo lo diga- con una elegancia exquisita. De nuevo experimenté el agradable tacto húmedo y granuloso del barro deslizándose en mi cara. Había acabado en el suelo tantas veces que el propio capitán me había advertido que dejara un poco de fango para el resto de mis compañeros.

Al abrir los ojos me encontré con un acero desnudo y curtido ante mis ojos. Recorrían su ancho filo gran cantidad de pequeñas muescas arrancadas al metal por potentes embestidas, saldadas tiempo atrás. No se trataba, de eso no cabía duda, del madero inofensivo con forma de espada con el que mi compañero y yo lidiábamos. Era una espada real. Por unos instantes la visión me estremeció de parte a parte. No es agradable, lo juro, mostrar la garganta desnuda e inofensiva desde tierra a un acero veterano que amenaza sobre tu cabeza. Un golpe certero de aquella diestra empuñando la añeja espada y mi cabeza formaría parte del paisaje campestre en pocos segundos.

—¿Lo veis? —Añadió tras un breve silencio que me pareció de años. Levantó su asedio sobre mi garganta para encararse con el resto de sus alumnos—. El joven Jyaëromm hubiese visitado el barro por última vez, por mucho que a él le costara asumirlo —comentó con ironía—. Perder los pies puede significar la mayor parte de las veces perder también la cabeza. Así que ya lo sabéis. Vuestras botas tienen que clavarse en la tierra como si fueran arietes—. El maestro contempló a su exhausta concurrencia. Aplomados, llenos de fango. Pocos se salvaban de parecer clamar piedad con la mirada. Con una peculiar sonrisa exclamó —Está bien, largaos de una vez, la clase ha terminado. Ya os habéis rebozado bastante por hoy. Quitaos pronto esas costras de cieno antes de que alguien os confunda con un plato de alguna posada de mala muerte.

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