El enviado (22 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—Si lo hacemos, Claudia, no podremos regresar —dijo en esta ocasión el rubio guitarrista.

—¡Eh! A la mierda con la puta cueva, chaval —se incorporó Falo—, yo no pienso volver allí. Quiero salir de este lugar y a lo mejor esos de ahí abajo nos pueden ayudar. ¿Qué coño? La chiquita tiene razón.

—No soy ninguna chiquita, capullo. Tengo nombre, ¿sabes? —le reprendió ella con dureza. Falo la miró extrañado de aquella dura reacción.

—Vale, tía, tranquila. No me jodas con los nervios. Sólo quería darte la razón.

—Estoy muy tranquila.

—Vale ya —se interpuso Odín para zanjar el asunto—. La cuestión es simple. Si bajamos y lo que vemos no nos gusta, estamos jodidos; que quede claro. Si regresamos...

—Es como si no hubiésemos hecho nada —concluyó ella con tono desafiante. A Odín no le gustó la interrupción pero su gesto, en el fondo, le daba la razón a Claudia. Alex parecía quedarse solo de nuevo. Me miró a mí. No quise desagradar a la mayoría.

—Voto que bajemos—. En el fondo me parecía lo más sensato y ardía en deseos de saber quiénes podrían estar allí abajo alumbrándose con un fuego después de cruzarse un desierto a lomos de un caballo.

—Está decidido. Bajaremos con cuidado de que no nos vean—. Y creo que eso iba por Falo y su habilidad de saltar como un gamo.

Encontramos una pequeña pendiente por la que pudimos descender varios metros sin tener que dar mucho rodeo y comprobamos que nos habíamos acercado bastante más de lo imaginado. Agazapados, buscando que las crecientes sombras y los riscos más afilados nos sirviesen de parapeto, comenzamos a escabullirnos entre los pliegues de aquellas rocas. Seguíamos a Falo que parecía moverse bastante bien en aquellas circunstancias. De hecho, creo que nos acercamos mucho más de lo necesario cuando aquél se detuvo por última vez a mirar y regresó con el gesto lívido, como de haber contemplado a un muerto.

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —pero nadie fue capaz de arrancarle una palabra a aquel muchacho. Por un instante, su mirada se parecía a aquella con la que le encontramos por primera vez. Casi como una reacción mecánica asomamos la cabeza por encima de las puntiagudas crestas de aquellas rocas para descubrir por nosotros mismos eso que había enmudecido de tal manera a Falo. No tardamos en entender su reacción.

—¡¡Dios Santo!! —exclamó Alex y lo hizo en un tono tan elevado que nos obligó al resto casi por inercia a devolvernos a la seguridad de nuestro escondite. Tras un turbador cruce de miradas no pudimos evitar volver a alzarnos con la esperanza de que lo que habíamos visto solo fuese una mala pasada de nuestros sentidos. Pero era tan real como el resto de lo que nos estaba sucediendo.

Los
seres
que habían montado aquel campamento, los dueños de aquellos caballos y también los mismos a los que pertenecía la carreta, que en realidad era una jaula, eran criaturas grandes y pesadas. Cubrían sus cuerpos fornidos y recios con piezas de metal y pieles de animales. Sus cabezas estaban recubiertas, en su mayoría, por cascos de coraza. Era posible descubrir a la luz ya difusa la tonalidad de sus duras y coriáceas epidermis. Aún bajo el color púrpura del segundo crepúsculo se apreciaba entre el verdoso y el agrisado, merced de la incidencia de la luz o las sombras en ellas. Las facciones que se dejaban ver bajo las celadas respondían a una rudeza casi grotesca: frentes chatas como las de un simio, ojos pequeños entre los cuales se aposentaban unas

Narices grandes y anchas. Bajo ellas, unos labios mullidos y gruesos en bocas amplias y desmesuradamente grandes. Tanto como desarrolladas eran sus mandíbulas. Unas tremendas piezas dentales habitaban en tan vastas extensiones, siendo frecuente encontrar que los caninos inferiores sobresalían varios centímetros de sus labios. Sus torsos, abrumados por el metal y el abrigo, eran poderosos. Tenían piernas anchas y resistentes. En conjunto, su sola presencia era de por sí amenazadora. Deambulando de aquí para allá, atareados en el improvisado campamento. No obstante lo que consiguió llenarnos de pánico era saberles armados. Hachas de metal, sarracenas, espadas y lanzas pendían de sus cintos. Algunos de ellos colgaban arcos tras sus espaldas. Armas que con suerte habíamos conseguido ver en vivo en algún museo de historia medieval.

Oímos cerca de nosotros un golpe sobre la tierra. Era Odín que se había dejado caer al suelo. Su expresión testimoniaba tantas cosas que ni con toda la tinta del mundo podría dejarlas plasmadas sin olvidar alguna. Tenía la mirada perdida. Mientras, débilmente batía una imperceptible negativa con la cabeza. Todos, unos antes y otros después, nos detuvimos para observarle.

—¿Qué está pasando? —se repetía a sí mismo—. ¿Qué está pasando?

Uno tras otro fuimos abandonando nuestros respectivos lugares para sentarnos con él, quizá con su misma expresión perdida en el rostro: la que acompañaba a Falo desde el principio.

—¿Qué clase de seres son esos? —Preguntó a nadie en concreto el joven guitarrista.

—¿Qué clase de lugar es éste? —Continuó también con la vista en ningún punto, la chica.

—No debimos abandonar esa cueva.

Si ellos cada vez estaban más perdidos, yo, a cada nuevo acontecimiento ataba más y cada vez mejor mis cabos. Aquellas bestias no me eran del todo desconocidas. Bien es cierto que tardé en asimilar que pudieran ser lo que pensaba, como resulta lógico. Jamás había visto ninguna que fuese real. ¡Y eso que eran viejos y habituales conocidos! Creí, tenía la conciencia que habían sido creadas por las fábulas de todo el mundo, por las leyendas de todas las culturas. Eran los trasgos de las mitologías celtas, los trolls de los bosques europeos. Son los ogros griegos... y si no lo son, habían surgido de ahí. Siempre con diferentes nombres, diferentes matices, han existido en las tradiciones y folklores de todos los pueblos de la historia. ¿Por qué? Jamás lo hubiera pensado: porque eran tan reales como yo.

—¡¡Orcos!! —Dije sin ser consciente de que me escuchaban.

—¡¿Qué?! —El grupo entero me miraba como si hubiera perdido el juicio.

—Son orcos —afirmé con tanta seguridad que los desconcertó.

—¿Los conoces? —me preguntaron con cierta ingenuidad.

¿Que si los conocía? ¡Claro que sí! Los orcos eral los típicos bueno, torpes y brutos, carne de cañón. Aunque, bien pensado, así, tan de cerca, no me parecían tan fáciles de vencer. Menos aún por un puñado de músicos y dos adolescentes.

Aún había detalles que me desconcertaban. Aún sería necesario esperar algún tiempo para comprenderlo todo. Pero al menos, las primeras piezas, iban encajando. Por el contrario, la idea de tener delante criaturas tan formidables como esas, me emocionaba. Algo así como correr atrás el tiempo y ver por tus propios ojos cómo se levantaron las pirámides o el esplendor de Roma. Yo, que me había movido imaginariamente entre esos seres a los que creía producto de literatura, me encontraba cara a cara con ellos. Experimentando en mis propias carnes el temor que inspiran con su sola presencia. Había algo de malsana excitación en todo ello, lo reconozco.

—¿Qué quieres decir con
eso creo
? —Al parecer mi respuesta no satisfacía todo lo que hubiese esperado. Así que le abundé en detalles.

—¡Venga ¿No me digáis que no sabéis lo que es un orco? —Falo se volvió hacia mí con la cara dislocada en una mueca absurda.

—¿Te parece que tengo cara de saber lo que es un orco de esos, chaval? Nos ha jodido, el niñato.

—No puedo creerlo —les confesé con estupor—. ¡Todo el mundo sabe lo que es un orco! —Odín me indicó con un gesto que bajase el tono de voz. Le hice caso de inmediato—. A poco que hayáis leído algún libro de fantasía... —dije casi en un susurro. El gesto de Claudia me hizo detenerme. Su resignado cabeceo afirmativo me daba a entender que sabía de lo que hablaba. El resto la miró con cierta sorpresa.

—Sé lo que son. ¡Pero esto es ridículo! ¿Orcos? Es... una locura ¿Qué lugar es este?

—Uno en el que no quiero estar —apremió Falo.

—Tiene razón —dijo Odín que se había vuelto a levantar para observar los movimientos en aquel campamento—. Si nos quedamos aquí, antes o después acabarán viéndonos.

—¿Y qué vamos ha hacer? —preguntó Alex, desconcertado.

—Trataremos de llegar a la cueva de nuevo. Pensaremos algo más despacio.

—Pero nos caerá la noche —aseguró Alex comprobando cómo el pequeño sol rojo en el horizonte comenzaba su lento claudicar.

—Creo que es una mejor alternativa, en todo caso —añadió el primero.

—Debisteis hacerme caso.

—Ahora, no Alex. Los reproches, después.

Con sumo cuidado tratamos de desandar el camino hecho, agazapados, casi pegados al arenoso terreno. Apenas nos atrevíamos a respirar o a levantar la cabeza más de un palmo del suelo. Conseguimos sortear los primeros obstáculos antes de que Odín, que iba en cabeza, se volviese con el gesto contrariado.

—Mierda. Hay uno demasiado cerca. Parece que vigila.

—Joder. Lo que faltaba—. Nos detuvimos atropelladamente.

—¿Está muy cerca? —preguntó Claudia en un susurro.

—diez, doce metros. Pero va a resultar difícil que no nos vea si salimos por ahí. El gigante volvió a mirar para cerciorarse. No había duda. Uno de aquellos orcos se había aproximado hasta una elevación cercana desde la que observaba con atención. Era una bestia grande que sólo Odín superaba en estatura. No podría asegurar -y ero era preocupante- que también lo hiciese en corpulencia. Su férreo cuerpo acorazado impresionaba al tenerlo tan cerca y el rechinar de sus placas al menor de sus movimientos era audible en el silencio. Estábamos seguros que de aprestar el oído podríamos haber escuchado perfectamente el sonido de su respiración pesada y bronca. Lo peor es que desde aquella atalaya desde la que vigilaba resultaba muy probable que nos descubriese a poco que decidiésemos movernos de allí.

—Pues no hay otro camino —contestó ella mirando el terreno que dejábamos atrás.

—Dejadme que piense. Quizá no se quede ahí mucho rato.

Nadie se había percatado de la reacción de Falo ante aquel nuevo impedimento. Se había puesto muy nervioso y comenzó a balancear su cabeza compulsivamente. Como si estuviese calibrando sus propias alternativas. Cuando me di cuenta de su reacción, apenas tuve tiempo de advertir a mis compañeros.

—Pues a mi no me pillarán escalando por las piedras.

Aquello habría parecido otro más de sus comentarios si no fuese porque nos sorprendió a todos poniéndose en pie descaradamente y echando a correr sin preocuparse de que nada le ocultase de la mirada inquisitiva de aquel orco. De nada sirvieron nuestros infructuosos intentos por detenerle. Antes de poder darnos cuenta, ya se encaramaba a las primeras rocas. Lo que resultó inevitable. Enseguida la voz gutural de aquel vigía no tardó en escucharse dando la alarma.

—¡¡Mierda, mierda, mierda. Nos han visto!! —Chilló Odín—. ¡Corred! ¡¡Hay que salir de aquí!!

—Maldito, hijo de... Ese cabrón acaba de usarnos de cebo.

Aquella inesperada reacción nos hizo perder todo orden y salimos de nuestro escondite en desbandada. Comenzamos a correr a la desesperada, por donde podíamos. Pronto, junto a las voces aparecieron unos sonidos que nos helaron la sangre. Silbidos que parecían venir desde la distancia, desde el campamento. Una pasó demasiado cerca. Algo impactó sobre las rocas y rebotó muy cerca del cuerpo de Odín en nuestra huída. Cuando los ojos del rubio muchacho acertaron a saber de qué se trataba, un terror sin nombre se apoderó de él.

—¡¡Agachaos!! ¡Corred agachados! ¡¡Son flechas!! —Gritó. Un calor agónico ascendió sobre nosotros. Un miedo feroz que impulsó nuestras piernas. Aquellos silbidos nos perseguían y cruzaban amenazadoramente cerca de nosotros. La adrenalina ni siquiera nos dejaba tener miedo.

—¡¡Están demasiado cerca!!

—Venga, venga. No miréis atrás —decía Odín tendiendo su mano férrea a los demás. Por encima de sus cabezas comenzó a divisar los cuerpos de los orcos tras nosotros. Sus bíceps subieron al primero. Falo continuaba a la vista, galopando casi sobre aquellos riscos en una desesperada carrera en solitario. Estaba claro que le importaba muy poco la suerte que corriésemos.

—¡¡Sigamos!! —dijo el noruego cuando el último había superado el trance. A los orcos tampoco se les daba mal sortear las rocas, a pesar de la aparente pesadez de sus cuerpos saturados de armaduras. Sus voces, poco más que rugidos, comenzaban a llenar aquel silencio ahora añorado. Sus siluetas se recortaban apenas a unos metros de distancia. Eran un buen puñado. Tenían la habilidad de salir de la nada.

La cabeza había dejado de pensar. Creo que seguíamos a Alex por puro instinto y él avanzaba a ciegas. Subiendo, saltando, arañándose las manos hasta sangrar. Pero pronto en aquel caos nos perdimos los unos de los otros.

No sé en qué momento tuve la sensación de estar solo. Como si mis compañeros hubiesen sido tragados por la tierra. Sólo sentía la presencia de aquellas bestias hostiles sobre mí, como una marea de hierro y vapores pestilentes. Apenas alcanzaba la cima de una roca, algo surgió de repente y me sentí arrollar. Salí despedido y golpeé contra las rocas. Mi mundo se enturbió. Giraba sin control. Tuve la amarga evidencia de sentir a mis perseguidores demasiado cerca. Creo que cerré los ojos esperando el final.

No sé en qué momento exacto perdí el conocimiento...

IV
VHÄRS-AHELHÀ
[ 7 ]
-El Advenimiento-

«Nada dura Eternamente. Ni los Dioses.

También a ellos se olvida».

 

Heliocario, el Turdo.

Aventuranzas

Nieve, nieve, nieve. En aquellas latitudes sólo existe la nieve...

Una descomunal cortina. Un muro blanco y despiadado. La ventisca golpeaba con furia en todas direcciones. Como un combatiente ciego que lanza los ataques por doquier, sin sentido, con el ánimo de alcanzar al rival en un golpe de fortuna. En este caso, su rival hundía las piernas hasta las rodillas donde la fría dentellada del hielo hería la carne como pago a cada nuevo paso. Desarmado, inerme ante la titánica potencia del ciego adversario. No importaba qué estación del año fuese, en los puntos más septentrionales del Ycter siempre es invierno. Este es el dominio de Valhÿnnd
[ 8 ]
, el desierto blanco, donde la naturaleza siempre viste los campos de nácar y el poder de Yelm
[ 9 ]
se arrodilla. Es el corazón del Invierno. Y pocas veces alguien se aventura a desafiar al Invierno en sus propios confines.

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