—Alex tiene razón, Claudia —aseguró su otro compañero—. Ese tipo es inestable. No voy a convencerlo de que venga con nosotros en ese estado. Mejor que se quede. De momento, ni siquiera nosotros tenemos nada claro. No nos será de mucha ayuda. No estoy seguro de que lo sea ni aún cuando se le pase la confusión.
Por mi parte, me sentí más tranquilo dejándole de momento ahí atrás.
La escasa luz de aquel inhóspito lugar multiplicaba la sensación de estar siempre caminando por el mismo sitio. Cada estalagmita se parecía en aquella bruma de tinieblas sospechosamente a la anterior y a la siguiente. Parecía dilatarse por toda la eternidad; solo más de aquellas formas calcáreas revestidas de su transparente envoltorio de agua, aquella pesada atmósfera fría y húmeda que todo lo envolvía. De cuando en cuando sólo el repicar cristalino de gotas que se despeñaban desde las alturas. Casi estábamos dispuestos a tirar la toalla cuando alguien encontró al fin una muralla en nuestro avance.
—¡¡Aquí, chicos!! —se escuchó la voz de Claudia—. Creo que he encontrado la pared—. Llegamos apenas unos segundos después. La luz era tan escasa que Alex comenzó a buscar entre los bolsillos de su gabardina y extrajo un pequeño mechero. Después de un par de infructuosos intentos, aquella renqueante luz emitió un pequeño arco anaranjado que bastó para hacernos a la idea del lugar al que habíamos llegado. Cuajada de malformaciones, como bultos en una piel endurecida, aquel paño rugoso se levantaba docenas de metros hacia arriba. Los ojos siguieron la abrupta ascensión todo lo que la vista lo permitía.
—Al menos es algo —aseguró Alex—. Por lo menos sabemos que esta cueva termina en alguna parte.
—Sigámosla —propuso Odín—. En algún punto debería arrancar alguna galería.
Volvimos a iniciar la exploración guiándonos por el recorrido de aquella pared a nuestro lado y la escasa luminiscencia del mechero de Alex. Aquello era mucho más de lo que habíamos tenido hasta entonces. Ganamos metros con mayor rapidez haciéndonos vagamente una idea aproximada del angosto trazado de aquella gruta. Por fortuna, las buenas noticias no tardaron tanto en volver a aparecer y las sospechas del poderoso Odín pronto se revelaron como ciertas.
—Parece que asciende.
Nos detuvimos a la entrada de lo que parecía un serpenteante corredor que se internaba en las lóbregas profundidades de la tierra. Tal y como Odín había observado, parecía que su trazado ascendía ligeramente lo que daba la sensación de conducir hasta la superficie. Una ligera corriente parecía intuirse besándonos el rostro con su fría y suave caricia.
—Es posible que lleve al exterior —dedujo Alex.
—O que el aire sólo se cuele por alguna grieta en la roca —añadió más pesimista su fornido compañero.
—Bueno, solo hay una manera de saberlo —sentenció Claudia siendo la primera en decidirse a avanzar. El resto la seguimos con el temor a nuestras espaldas. Pronto, la inclinación de aquella galería se hizo evidente y en alguna ocasión se precisó de ayuda para sortear la pendiente.
—Tened cuidado. El suelo está muy resbaladizo —advertía Odín mientras ofrecía su poderoso brazo. Aquel muchacho inmenso era el exótico batería de aquel grupo de músicos. Me parecía mentira. Allí estaba yo, al lado de aquellos muchachos. Eran un grupo relativamente conocido en la ciudad y cuando aquella tarde mi amigo me ofreció ir con él al concierto con la golosina de presentármelos, ni siquiera lo dudé.
Claudia, su bello reclamo, aparte de una chica muy guapa tenía una voz prodigiosa. Cuando acabamos por ahí todos juntos, tomando cervezas y echando un rato divertido recuerdo que pensé lo emocionante que sería conocerlos más a fondo. Uno siempre ha fantaseado con esto de ser amigo de una banda de rock. Aunque ellos estaban empezando en aquel mundillo ya arrastraban a un interesante grupo de incondicionales. Siempre me fastidió la idea de que me consideraran un fan histérico y recuerdo que durante aquellas horas de tertulia apenas si hice comentarios, pero me emocionaba que aquello fuese el principio de una amistad interesante.
Cuando mi reloj marcó la hora límite de llegar a casa me sentó fatal tener que despedirme. Sobre todo cuando la noche parecía que sólo había empezado. Apenas había tenido ocasión de cruzar algunas palabras con ellos. Desde mi visión de adolescente les veía como auténticas estrellas aunque aún fuesen jóvenes y estuviesen batallando por hacerse un hueco en el mercado. En mi cabeza, la idea de que aquella situación volviese a repetirse, de tener nuevas oportunidades para establecer nexos de amistad más profundos, ocupaba mis pensamientos mientras regresaba a casa.
Maldije mi suerte y deseé con todas mis fuerzas pasar más momentos con ellos, compartir su mundo y acabar integrado en su interesante círculo de amigos. ¿Quién me podría haber dicho iba a terminar dando vueltas por una fría gruta, precisamente con ellos? Totalmente de locos.
El corredor se torcía y giraba continuamente mientras ascendía por aquellas tripas de roca viva. Sin duda, el trayecto se nos estaba antojando interminable. Sin más luz que la emitida por un testarudo mechero que apenas aguantaba llama para iluminar unos metros, nuestro avance, aparte de precavido, era cansino hasta el extremo.
—Todos nosotros nos hemos encontrado en algún momento durante la tarde —seguía dándole vueltas la chica mientras avanzábamos.
—El colgado ese, no —le recordó Alex mientras la ayudaba a sortear un pliegue en la roca.
—Bueno, estuvo allí. Odín lo vio y tú también ¿verdad? —buscó mi corroboración. Yo le asentí con firmeza—. Debe de haber algo que nos relacione a todos—. Pero la expresión de Alex advertía de su desacuerdo.
—También estuvimos con mucha otra gente, Claudia —se esforzaba por razonar el muchacho—. ¿Por qué él? y no Santy... o cualquier otro amigo común —añadió mirándome—. También ellos estuvieron con nosotros esa noche. ¿Por qué no cualquiera de los que estuvieron en el concierto? Además, estábamos en lugares distintos y a horas distintas cuando ocurrió lo que sea que nos haya pasado. Supongo que cuando yo caí en la cama, este pobre chaval —dijo señalándome —debería llevar durmiendo unas horas. Todo esto es demasiado extraño, Claudia. No sé si merece la pena esforzarse.
—Pero debe de haber una relación —insistía ella.
—Chicos... —La sonora voz de aquel enorme músico interrumpió la conversación—. Creo que hay luz al final del túnel.
Todos nos giramos hacia él de inmediato. No había nada de simbólico en aquella frase. Al final de aquella angosta ascensión parecía divisarse un punto de luz. Cruzamos miradas llenas de emoción. Quizá aquella luz pudiera arrojar respuestas a nuestro caótico mundo de sombras en el interior de aquella caverna.
—¡Fantástico! —dijo ella—. ¡Puede ser la salida!
—¿A qué esperamos?
Con renovado entusiasmo apresuramos la marcha, olvidando la conversación que estábamos manteniendo hasta hacía unos instantes. Quizá el final del enigma estuviera sólo a unos metros de distancia. El corredor, que se había llegado a estrechar angustiosamente, comenzó a abrirse conforme ganábamos metros hacia aquél punto de luz. A cada paso, creía y se dilataba como una pupila llena de asombro acercándonos a su fuente. Pronto intuimos que se trataba realmente de la boca de la cueva.
—Es la salida. ¡Es la salida! —decía ella emocionada.
La amplia mandíbula de la caverna dejaba pasar la luz del día que se internaba en las zonas aledañas con un tono ocre mortecino, como la luminosidad del atardecer. Daba la sensación de ser mucho mayor incluso de lo que habíamos sospechado durante nuestra aproximación. Empezamos a embargarnos de la calidez que nos regalaba el aire. Casi de manera instintiva redujimos el paso, casi como en una inconsciente delectación de nuestra victoria. Era como saborear una merecida recompensa. Nos sentimos calmar el espíritu y la sensación creciente de claustrofobia comenzó a disiparse conforme caminábamos hacia nuestra liberación. No obstante, de la acuciante duda de: ¿Cómo salir de aquí? Pasamos pronto a: ¿Dónde estamos?
—¿Dónde habremos ido a parar?
Parecerá obvio, pero supongo que a lo que Claudia se refería exactamente era a qué lugar del mundo habíamos ido a parar. Estaba claro que algo inexplicable nos había sucedido. Nadie iba a sacar a cinco jóvenes de sus camas y dejarlos en el interior de una cueva sólo por diversión, por mucho que esta idea pervertida haya sido explotada en el género de terror. Imagino que toda suerte de hipótesis descabelladas se nos pasó por la cabeza en algún momento. Lo más coherente era pensar en algún tipo de fenómeno inexplicable. Se han oído tantas cosas extrañas. Personas que caminaban tranquilamente por su ciudad y de pronto se han visto paseando sobre la Muralla China ¿Cómo saber que algo así no nos había podido pasar a nosotros? La realidad volvía a caer sobre nuestras espaldas con todo su peso. O lo hizo por primera vez, conjurado al fin el problema que nos había robado la atención hasta entonces. La incertidumbre de no saber dónde nos hallábamos o cómo habíamos llegado hasta allí nos sumía en un temor angustioso. Sin embargo, la respuesta estaba allí, delante mismo de nosotros, en aquel cielo rojizo de la atardecida. Exultante, casi desafiante sobre nuestras cabezas. Una respuesta que no proporcionaba la información que aspirábamos a desvelar. Seguíamos sin saber cómo habíamos acabado en aquella situación, ni siquiera nos podía dar una breve señal de dónde estábamos. Pero dejaba claro, rotundo, casi definitivo, el lugar donde no estábamos.
Todos los ojos quedaron fijos en el cielo sobre el horizonte. Clavados. Nadie había pronunciado comentario alguno al respecto pero todos habíamos acabado percatándonos de aquello. Resultaba demasiado evidente para no hacerlo. Seguíamos avanzando, pero ya nada guiaba nuestros pasos, sólo la inercia de caminar, atraídos, casi hechizados por aquella majestuosa visión en el horizonte.
Ahí estaba nuestra respuesta. Ahí, la luz revelada. Atrás, las sombras de la ignorancia del interior de la caverna. Pero quizá, el dicho sea cierto y la ignorancia signifique felicidad...
—Dios... mío. No puede ser cierto—. Aquella expresión lo resumía todo, a la perfección—. Debe ser un sueño—. Ya era demasiado tarde para aferrarse a esa posibilidad.
La inmensa boca de la cueva nos vio salir a aquel árido exterior. La grandiosa visión que se abría ante nosotros sobrecogía el ánimo. Un extenso valle árido de piedra roja como las arenas de Marte se extendía bajo nuestros pies todo lo que la vista alcanzaba. El paraje era ciertamente desolador. Pudiera ser, precisamente, tan árida vista lo que le confiriera un cierto embrujo tenebroso. Desde allí, desde las alturas de una escarpada fisura donde se abría la boca de aquella gruta, se dominaba una vista increíble. Pero no resultaba para nada aquel impresionante panorama lo que nos había sumido en un estado de mutismo absoluto. La respuesta estaba más arriba. En el cielo.
Jamás creí que pudiera, de todo cuanto en la vida pensé podía ocurrirme, decir esto: Frente a nosotros, sobre la línea del horizonte, dos soles nos regalaban su luz aquella inesperada tarde. Un sol blanco y un sol rojo.
Una masa incandescente, enorme, de una tonalidad brillante refulgía con soberbia frente a nuestra insólita mirada. Un poco más arriba, junto a aquella inmensa bola, otro astro se dejaba ver de un diámetro mucho menor pero de un rojo ígneo tan intenso que sobrecogía. Flotaba suspendido tras los pasos del gigante amarillo. Quedamos clavados en el sitio, espectadores de tan increíble hecho. Helados y testigos absortos de aquel espectáculo fantástico e inverosímil.
No hay pluma ni destrezas suficientes para doblegar el ingenio y construir un discurso capaz de expresar lo que en momentos así cruza por la mente. Sencillamente hay ocasiones, hay sensaciones, más allá de ninguna palabra. Nadie podría imaginarse, por mucho que me esforzase en describirlo, lo que corre por las venas al ser testigos de una situación como aquella.
Estaba allí y era real. No existe un segundo sol. El cerebro se resiste a racionalizarlo, pero los ojos demuestran lo contrario. En aquel estado de estupor ni siquiera fuimos conscientes de que otra figura había aparecido tras nosotros y se incorporaba a la escena con la misma expresión desconcertada en sus facciones. Era aquel chico. Había seguido nuestros pasos, quizá el rastro luminiscente de nuestro defectuoso mechero. Llegaba mudo, igual que todos, y sus ojos tampoco estaban preparados para aquel encontronazo con la realidad. Por muy irreal que ésta fuese para todos.
La muchacha se llevó las manos al pecho presa de un ahogo repentino. Necesitaba respirar hondo. Dio unos pasos hacia atrás lanzando entrecortadas bocanadas con las que llenar sus pulmones. El resto aún andábamos tocados por la impresión, pero nos volvimos alarmados por aquella angustiosa reacción.
—¡Claudia, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? —pero la chica se alejó con un enérgico gesto de Alex que trató de aproximarse a ella asustado. Dio unos incontrolados pasos hacia atrás con una de sus manos sobre su palpitante pecho y la otra sujetando su frente. Nos tuvo con el alma en vilo durante unos segundos. De pronto se giró y nos miró con sus profundos ojos oscuros. Su rostro lo decía todo a través de aquella mirada. No era miedo. Era pánico lo que la consumía.
—¡Por Dios! ¿Dónde... estamos? ¡¿Dónde estamos?! ¡¡Que alguien diga algo!!
Esa pregunta tantas veces repetida en aquellas horas cayó entonces como una losa de granito sobre nosotros. El mundo se nos vino encima. Miré el fabuloso sol rojo, el desolado horizonte. Sentí por primera vez el frío real del viento. Y comprendí que estábamos solos... absolutamente solos y perdidos.
—¡Vamos a serenarnos! —Alex intentó levantarse sobre la situación, tratando de ser más fuerte y más realista—. Todo esto debe tener alguna explicación.
—¡¿Si?! ¿Cuál? —le inquirió la chica. Alex quedó un instante congelado sin que ninguna idea se instalase en su mente. No, no la tenía. No tenía la menor explicación.
—¡Qué fuerte! Joder. ¡Qué fuerte! —el cuerpo de nuestro desconocido compañero cayó a plomo golpeando sus posaderas contra la árida superficie de la tierra. Creo que en aquel momento fuimos conscientes de verdad de su nueva incorporación. Quedó allí sentado, con la mirada aún prisionera en aquel fantástico espectáculo tan angustioso como impresionante.
—Si esto es un alucine... cuando se lo cuente a mis colegas no se lo van a creer.
En la tierra, los rayos luminosos se abrían paso en haces dando color a la árida superficie del inmenso valle. Las franjas brillantes se iban ensombreciendo a medida que se distanciaban de la fina línea del horizonte. Mientras, las sombras se alargaban conforme se aproximaba la hora del ocaso.