—Está orgulloso de ti —digo.
Paul asiente.
—Pero no he terminado. Mi trabajo no ha terminado.
—No se trata de eso —le digo.
Paul sonríe con frialdad.
—Claro que sí.
Regresamos a los dormitorios, y noto en el cielo algo inquietante: está oscuro, pero no totalmente negro. Todo el firmamento, desde un horizonte al otro, está salpicado de nubes llenas de nieve de un gris pesado y luminoso. No se ve una sola estrella.
Al llegar a la puerta trasera de Dod, me doy cuenta de que no tenemos cómo entrar. Paul le hace señas a un estudiante de último curso, que nos lanza una mirada curiosa antes de prestarnos su tarjeta de acceso. Un pequeño tablero registra su proximidad con un pitido y enseguida la puerta se abre con el sonido de un rifle al cargarse. En el sótano, dos chicas de tercero están doblando ropa sobre una mesa abierta, vestidas con camisetas y shorts diminutos en el calor sofocante de la lavandería. Nunca falla: pasar por la lavandería en invierno es como entrar en un espejismo en el desierto: aire tembloroso de calor, cuerpos fantásticos. Cuando nieva fuera, la imagen de unos hombros y de unas piernas desnudas calienta la sangre como un trago de whisky. Estamos muy lejos de Holder, pero parece que hubiéramos entrado por accidente a la sala de espera de las Olimpiadas al Desnudo.
Subo al primer piso y me dirijo al flanco norte del edificio; nuestra habitación es la última del pasillo. Paul me sigue en silencio. Cuanto más nos acercamos, más pienso en las dos cartas que hay sobre mi mesa. Ni siquiera el descubrimiento de Bill es suficiente para distraerme. Durante semanas enteras me he dormido pensando en lo que una persona puede hacer con cuarenta y tres mil dólares al año. Fitzgerald escribió un relato sobre un diamante del tamaño del Ritz y antes de dormirme, en esos momentos en que las proporciones de las cosas empiezan a fundirse, me imagino comprando un anillo con ese diamante para dárselo a una mujer que está justo al otro lado del sueño. Algunas noches pienso en comprar objetos mágicos, como hacen los niños en sus juegos: coches que nunca se estrellan o una pierna que siempre sana. Cuando me entusiasmo, Charlie es quien me mantiene con los pies sobre la tierra. Dice que debería comprarme una colección de zapatos de plataforma, o dar la entrada de una casa con techos bajos.
—¿Qué hacen? —dice Paul, señalando el fondo del pasillo.
Allí están Charlie y Gil, de pie en mitad del corredor, mirando por la puerta abierta el interior de nuestra habitación, por la que alguien camina. Una segunda mirada me lo dice todo: la policía del campus está aquí. Alguien ha debido vernos saliendo de los túneles.
—¿Qué sucede? —dice Paul, acelerando el paso.
Me apresuro a seguirlo.
La vigilante está observando algo que hay en el suelo de nuestra habitación. Charlie y Gil discuten, pero no alcanzo a entender sus palabras. En el momento preciso en que comienzo a inventar excusas por lo que hemos hecho, Gil nos ve venir y dice:
—Todo está bien. No se han llevado nada.
—¿Qué?
Señala el umbral de la puerta. La habitación, ahora lo veo, está totalmente en desorden. Los cojines del sofá están en el suelo; los libros han sido arrojados fuera de sus estanterías. En el dormitorio que comparto con Paul, los cajones de las cómodas están abiertos.
—Dios mío —susurra Paul, abriéndose paso entre Charlie y yo.
—Alguien ha entrado —explica Gil.
—Y por la puerta —añade Charlie—. No estaba cerrada con llave.
Me doy la vuelta para mirar a Gil, que fue el último en salir. Durante el último mes, Paul nos ha pedido que cerremos la puerta con llave hasta que termine su tesina. Gil es el único que se olvida.
—Mirad —dice en tono defensivo, señalando la ventana del extremo opuesto de la habitación—. Han entrado por ahí. No por la puerta.
Debajo de una ventana, junto a la pared norte del salón, se ha formado un pequeño charco. La ventana de guillotina está abierta de par en par, y la nieve, que llega nadando en el viento, se acumula en el alféizar. En el mosquitero hay tres inmensos cortes.
Entro en mi habitación con Paul. Su mirada recorre el borde de los cajones de su escritorio y se levanta hacia los libros de la biblioteca, que normalmente están en la estantería que Charlie le ha montado. Los libros han desaparecido. Paul mueve la cabeza de aquí para allá, buscándolos. Su respiración se hace sonora. Durante un instante estamos de regreso en los túneles; sólo las voces nos resultan familiares.
—No importa, Charlie. No han entrado por ahí —escuchamos.
—No te importa a ti, claro, porque no se han llevado nada tuyo.
La vigilante sigue caminando por el salón.
—Alguien debía saber… —se dice Paul entre murmullos.
—Mira esto —digo, señalando el colchón inferior de la litera.
Paul se gira. Los libros están a salvo. Con manos temblorosas, empieza a revisar los títulos.
Yo repaso mis pertenencias y lo encuentro casi todo intacto. Apenas si han tocado nada. Alguien ha revuelto mis cajones, pero sólo han llegado a descolgar de la pared una reproducción enmarcada de la primera página de la
Hypnerotomachia
que me regaló mi padre. La han abierto; una esquina está doblada, pero el resto está intacto. La sostengo entre las manos. Echo una mirada alrededor y veo el único de mis libros que está fuera de lugar: las galeradas de
La carta Belladonna
, anteriores a la decisión de mi padre de que
El Documento Belladonna
sonaba mucho mejor.
Gil entra en el vestíbulo que hay entre los dormitorios y dice en voz alta:
—No han tocado nada mío ni de Charlie. ¿Ya vosotros?
Hay una sombra de culpa en su voz, una esperanza de que, a pesar del desorden, nada haya desaparecido.
Cuando miro hacia donde está, veo a qué se refiere: la otra habitación está intacta.
—Nada mío —le digo.
—No han encontrado nada —me dice Paul.
Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir con eso, una voz llega desde el vestíbulo y nos interrumpe.
—¿Puedo haceros un par de preguntas?
La vigilante, una mujer de piel curtida y pelo rizado, nos mira detenidamente mientras nos acercamos, empapados de nieve, desde las esquinas de la habitación. La imagen de Paul vestido con el chándal de Katie, de mí mismo vestido con su camiseta de natación sincronizada, le llama la atención. La mujer, identificada como teniente Williams en la chapa que lleva sobre el bolsillo del pecho, saca del abrigo un cuaderno de estenografía.
—¿Sus nombres?
—Tom Sullivan —digo—. Él es Paul Harris.
—¿Se han llevado algo vuestro?
Los ojos de Paul siguen buscando en la habitación, haciendo caso omiso de la vigilante.
—No lo sé —digo.
Levanta la mirada.
—¿Habéis echado un vistazo?
—No hemos notado que falte nada.
—¿Quién ha sido la última persona en salir esta noche?
—¿Por qué?
Williams se aclara la voz.
—Porque sabemos quién ha dejado la puerta sin llave, pero no quién ha dejado la ventana abierta.
Se regodea con las palabras «puerta» y «ventana», recordándonos que todo esto es culpa nuestra.
Paul se fija en la ventana por primera vez. Palidece.
—Creo que he sido yo. En el dormitorio hacía calor y Tom no quería que abriera la ventana. Así que he venido a trabajar al salón y debo haberme olvidado de cerrarla.
—Mire —le dice Gil a la vigilante al ver que la mujer no está haciendo mucho por ayudarnos—, ¿podemos terminar con este asunto? No creo que haya nada más que ver aquí.
Sin esperar respuesta, cierra la ventana de un golpe y lleva a Paul al sofá. Se sienta a su lado.
La vigilante hace un garabato final sobre el cuaderno.
—Ventana abierta, puerta cerrada. Nada robado. ¿Algo más?
Nadie dice nada.
Williams niega con la cabeza.
—Los robos son difíciles de resolver —dice como si nosotros tuviéramos muchas expectativas—. Informaremos a la policía local. La próxima vez, cerrad con llave antes de salir. Así os ahorraréis problemas. Si descubrimos algo más, nos pondremos en contacto con vosotros.
Camina penosamente hacia la salida y sus botas chirrían a cada paso. La puerta se cierra sola.
Me acerco a la ventana para echar otro vistazo. La nieve derretida en el suelo es absolutamente transparente.
—No moverán un dedo —dice Charlie.
—No importa —dice Gil—. No han robado nada.
Paul está callado, pero sus ojos siguen recorriendo la habitación.
Levanto la guillotina de la ventana y dejo que el viento invada el salón de nuevo. Gil se gira hacia mí, molesto, pero yo sólo me fijo en los cortes del mosquitero, que siguen el borde del marco por tres de los cuatro lados, de tal manera que la red se sacude al viento como una puerta para perros. Vuelvo la mirada al suelo. El único barro que hay es el de mis zapatos.
—Tom —me grita Gil—, cierra la maldita ventana.
Ahora Paul se ha dado la vuelta para mirar también. El postigo está abierto hacia fuera, como si alguien hubiera salido por la ventana. Pero algo falla. La vigilante no se ha molestado en comprobarlo.
—Mirad esto —digo, pasando los dedos sobre las fibras del mosquitero, por el lugar del corte. Al igual que el postigo, todas las incisiones apuntan hacia fuera. Si alguien hubiera cortado el mosquitero para entrar, los bordes apuntarían hacia nosotros.
Charlie ya ha comenzado a revisar la habitación.
—Tampoco hay barro —dice señalando el charco sobre el suelo.
Gil y él intercambian una mirada que Gil parece tomar como acusación. Si el mosquitero se cortó desde dentro, estamos de vuelta al asunto de la puerta cerrada sin llave.
—No tiene lógica —dice Gil—. Si sabían que la puerta estaba abierta, no se habrían ido por la ventana.
—Pero es que no tiene lógica de ninguna manera —le digo—. Si ya estás dentro, puedes salir por la puerta.
—Deberíamos contarles esto a los vigilantes —dice Charlie, dispuesto a plantar cara—. No puedo creer que la mujer ni siquiera se haya fijado en eso.
Paul no dice nada, pero pasa una mano por el diario.
—¿Todavía piensas ir a la conferencia de Taft? —le pregunto.
—Supongo que sí. Falta casi una hora para que empiece.
Charlie está colocando los libros que van en los estantes más altos, a los que sólo llega él.
—Me pasaré por Stanhope —dice—. Para contarles a los vigilantes lo que se han pasado por alto.
—Tal vez sólo haya sido una broma —dice Gil, sin dirigirse a nadie en particular—. Nudistas olímpicos tratando de divertirse un poco.
Después de ordenar las cosas durante un rato, decidimos, todos a la vez, que ya basta. Gil se pone un par de pantalones de lana y mete la camisa de Katie en la bolsa de la lavandería.
—Podríamos comer algo de camino al Ivy.
Paul asiente mientras hojea su ejemplar de
El mundo mediterráneo en la época de Felipe II
de Braudel, como si le hubieran podido robar alguna página.
—Quiero echarle un vistazo a las cosas que tengo en el club.
—Y tal vez os queráis cambiar de ropa —nos dice Gil, mirándonos de arriba abajo.
Paul está demasiado preocupado para escucharlo, pero yo sé a qué se refiere, así que regreso a la habitación. Nadie iría al Ivy ataviado así ni por todo el oro del mundo. Sólo Paul, que es una sombra en su propio club, se rige por reglas distintas.
Mientras reviso mis cajones, me doy cuenta de que casi toda mi ropa está sucia. Hurgando en el fondo del armario, encuentro un par de pantalones caqui enrollados y una camisa que lleva doblada tanto tiempo que los dobleces se han vuelto arrugas, y las arrugas, pliegues. Busco mi chaqueta de invierno, y entonces recuerdo que se ha quedado en el túnel, colgada de la mochila de Charlie. Me conformo con el abrigo que mi madre me ha regalado por Navidad y me dirijo al salón, donde Paul sigue sentado junto a la ventana, los ojos fijos en las estanterías, tratando de resolver algún interrogante.
—¿Vas a traer el diario? —le pregunto.
Da una palmada sobre el atado de trapos que tiene sobre el regazo y asiente.
—¿Dónde está Charlie? —digo mirando alrededor.
—Ya se ha ido —me dice Gil mientras nos conduce al vestíbulo—. Para hablar con los vigilantes.
Coge las llaves de su Saab y se las mete en el abrigo. Antes de cerrar la puerta, se revisa los bolsillos.
—Llaves de la habitación… llaves del coche… tarjeta de identificación…
Se muestra tan cuidadoso que me irrita. No acostumbra a preocuparse por los detalles. Cuando vuelvo a mirar hacia el salón, veo mis dos cartas, que siguen sobre la mesa. Entonces, Gil cierra la puerta con una precisión infrecuente y hace girar el pomo dos veces para asegurarse de que no cederá. Caminamos hacia su coche en un silencio que se ha vuelto pesado. Mientras se calienta el motor vemos a los vigilantes que van y vienen a lo lejos, sombras entre las sombras. Los observamos durante un instante; enseguida Gil mete la marcha y nos deslizamos hacia la oscuridad.
T
ras pasar el puesto de seguridad de la entrada norte del campus, giramos a la derecha en Nassau Street, la avenida principal de Princeton. A esta hora no hay un alma; la calle sólo está habitada por dos palas mecánicas y un camión de sal que alguien ha sacado de su hibernación. Aquí y allá hay tiendas que resplandecen en la noche gracias a la nieve acumulada bajo las vitrinas. Talbot's y Micawber Books están cerradas a esta hora, pero en Pequod Copy y en las cafeterías hay un ligero ajetreo de estudiantes de último año que se apresuran a completar sus tesinas en poco antes del límite fijado por el departamento para la entrega.
—¿Contento de haber terminado? —le pregunta Gil a Paul, que de nuevo se ha replegado en sí mismo.
—¿Mi tesina?
Gil mira por el retrovisor.
—No la he terminado todavía —dice Paul.
—Oh, vamos. Si ya está lista. ¿Qué te falta?
El aliento de Paul empaña la ventanilla trasera.
—Me falta bastante —dice.
Al llegar al semáforo giramos por Washington Road y seguimos hacia Prospect Avenue, donde están los clubes. Gil sabe que no debe hacer más preguntas. Intuyo, mientras nos acercamos a Prospect, que sus pensamientos están en otra parte.
La noche del sábado será el baile anual del Ivy y le han encargado a él, como presidente del club, supervisar la organización. Como se ha retrasado a causa de la finalización de la tesina, ahora se ha acostumbrado a hacer pequeños viajes al Ivy solo para convencerse de que todo está bajo control. Según Katie, mañana por la noche, cuando lleguemos juntos al baile, apenas podré reconocer el interior del club.